por Franco Machiavelo
La democracia chilena parece libre y abierta, pero en realidad está atrapada en un diseño que limita cualquier posibilidad de transformación profunda. Las elecciones presidenciales se presentan como un momento de soberanía popular, cuando en los hechos son el escenario donde se recicla el consenso neoliberal que gobierna el país desde la dictadura.
La opinión pública no surge de la voz del pueblo, sino de un sistema de manipulación permanente: los grandes medios de comunicación, las encuestas financiadas por la élite empresarial y los discursos de expertos que marcan la pauta de lo “posible”. En este juego, lo que se define de antemano es que los derechos sociales no son derechos, sino mercancías, y que la riqueza de Chile debe seguir concentrada en manos de unos pocos.
Se instala una realidad consensual en la cual todo debate es permitido, excepto aquel que cuestione el modelo económico y la estructura de poder. Los candidatos pueden diferir en matices de gestión, pero jamás en lo esencial: las privatizaciones, el extractivismo, la subordinación de la vida al lucro y el despojo de los pueblos originarios. Quien intente romper esa frontera es inmediatamente tachado de “radical” o “peligro para la democracia”.
Así, las elecciones terminan siendo un espectáculo donde la ciudadanía participa como espectadora pasiva, creyendo elegir libremente, mientras las verdaderas decisiones ya fueron tomadas en oficinas empresariales y círculos políticos cerrados. Se trata de un simulacro democrático: el pueblo entrega su voto, pero el modelo ya está blindado.
La mayor carencia democrática de Chile no está en la ausencia de urnas, sino en la jaula invisible del consenso neoliberal. Una jaula construida con propaganda, miedo y manipulación ideológica, que convierte a la democracia en un ritual vacío: votamos, pero no decidimos.











