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Uruguay – El ocaso fabril

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Se veía desde lejos: el modelo productivo de Juan Lacaze basado en dos grandes fábricas que dieron forma a toda una ciudad, se acercaba a un final. Ahora, mientras el pueblo procesa el duelo, la ciudad ya muestra señales de recesión económica. Antes hubo quienes buscaron alternativas, pero se dieron de lleno contra la pasividad de los gobiernos del Frente Amplio, que luego de las promesas electorales olvidaron a su bastión proletario.

Betania Núñez

Brecha, Montevideo, 25-2-2017

http://brecha.com.uy/

El malón de obreros ya no atraviesa las calles de Juan Lacaze (ciudad en el departamento de Colonia) porque ya no hay pitidos, ni cambios de turno, ni producción. Las máquinas ya no aturden con su sonido ensordecedor ni la celulosa despide su nauseabundo olor. Al lado del puerto, erguida, está la inmensa fábrica desierta, y la calma sólo la interrumpe un trabajador de uniforme que, antes de montarse en su moto y abandonar la planta, cierra con candado el portón. Es uno de los cuatro o cinco obreros que de momento aún trabajan en la Fábrica Nacional de Papel (Fanapel) para cumplir con un encargo de Granja Pocha, empresa de productos lácteos ubicada en la misma ciudad. A finales de 2016, antes de enviar a sus trabajadores al seguro de paro, Fanapel daba empleo a 300 obreros. Cuatro años antes ocupaba a 1.080.

Si se mira en retrospectiva, la planta aplicó a rajatabla “el manual de cómo cerrar una empresa”, comenta Francisco Abella, locatario, antropólogo, periodista. Sus dueños de origen nacional, los Calcagno, Raffo, Zerbino y Sanguinetti, la vendieron en 2007 a Tapebicuá, una firma de capitales argentinos y estadounidenses. Los nuevos propietarios desembarcaron con discursos cargados de buenas intenciones, pero al tiempo dejaron de pisar el suelo lacazino. Habían comprado un paquete productivo más grande, Celulosa Argentina, que tenía a Juan Lacaze como una sucursal más, y la empresa priorizó sus otras plantas, con mayor potencial. (Véase Brecha, 20-I-17.) Así, Tapebicuá comenzó a despedir personal y a promover la creación de empresas tercerizadas en manos de sus ex empleados. En 2013, cuando Fanapel dejó de producir celulosa, se partió al medio ese proceso que arrancaba en los montes y terminaba en las resmas de papel. Hace menos de un año la empresa vendió a Upm su principal activo en el país, 7.500 hectáreas forestadas. Era previsible lo que podía ocurrir, y fue lo que finalmente ocurrió.

“No es el fin del mundo, pero es el fin de un mundo”, explica Abella, y por si no quedara claro agrega: “Es el final del modelo industrial”. Para Juan Lacaze es un golpe económico, pero también es un cimbronazo simbólico, cultural. Si el Juan Lacaze forjado en la actividad industrial quedó rengo cuando cerró la textil Campomar, su otra histórica fábrica, la ciudad perdió ahora su último punto de referencia. Fanapel había sido fundada en 1898. De una u otra forma, durante más de cien años fue uno de los principales sustentos económicos del pueblo.

La herencia social

Cada vez que surge el tema las conversaciones más distendidas se vuelven serias, y aparecen las caras largas de duelo, respetuosas del dolor propio o ajeno. Por la calle principal, José Salvo, viene un carrito que carga arena y del que se asoma un hombre que adivina: “¡No me digan que siguen hablando de Fanapel!”. En uno de los complejos de viviendas habitados por papeleros, sentado en una silla playera, espera con paciencia un hombre que no milita en el sindicato pero mantiene viva la esperanza de que la planta resurja.

“Contábamos los años para atrás, yo entré en 1995 y me faltaban 17 años para jubilarme”, cuenta Marcelo Olaverry, presidente del Centro Unión de Obreros Papeleros y Celulosa (Cuopyc). “Odiaba el encierro y pensaba que la fábrica no era para mí. Entré a los 22 con el plan de trabajar sólo por cinco años; ahora tengo 44. De noche apoyo la cabeza en la almohada y pienso: ‘Estoy sin laburo, mañana me tendría que levantar a las 6 de la mañana pero estoy sin laburo, ¿no tengo que poner el despertador a las 6?’.”

Desde siempre a los jóvenes que no querían estudiar se los mandaba a pedir empleo a la fábrica, y después de ingresar la proyección iba hasta la jubilación. Abella cuenta que, mientras trabajaba para el sindicato, “una vuelta vino a afiliarse un muchacho que hacía pocos días había entrado a la fábrica. Yo le di el formulario de afiliación y me dijo: ‘Dentro de 40 años me jubilo’. Era imposible que alguien te fuera a quitar tu destino ahí dentro”, explica. Eso es a lo que Walter Silva, ex presidente del Cuopyc, hoy con una prejubilación, le llama “el empleado público de la actividad privada”. O lo que el alcalde, Darío Brugman, describe como “la dependencia de la fábrica, de las ocho horas, del patrón. El salario de la fábrica era bueno, seguro, pero la realidad cambió”.

“Es como el cuento del pastorcito mentiroso”, dice Mariana Castro, hoy miembro de la comisión directiva de la cooperativa textil Puerto Sauce, antes trabajadora de Campomar y su sucesora, Agolán:(1) “En todas las empresas grandes pasa siempre lo mismo, te dicen: ‘Estamos mal, no tenemos el dinero, el Banco República no nos da más préstamos’, y uno da la pelea, pero llega un momento en que te están diciendo la verdad. Al principio pensás que no puede ser, que la fábrica va a volver a abrir, pero pasan los meses y no abre. Yo hablaba con compañeros de Fanapel y me decían que todo esto se trataba de un tema político, y yo no quería ser pájaro de mal agüero, pero ya lo viví, y la fábrica no abre más”.

Ahora son los obreros de Fanapel los que pasan de la negación a la aceptación. En estos días el sindicato realiza las últimas gestiones, “para no quedarnos con la duda”, pero su presidente asume que la cosa “está muy complicada. Primero tuve que convencerme a mí mismo de que la fábrica cerraba, y después trasladarlo a 220 compañeros. Es muy duro, y muchos siguen pensando que se va a arreglar. Nos encontramos sin trabajo y sin ningún tipo de mercado laboral acorde a lo que somos y lo que hicimos”, explica Olaverry, y describe la máquina con la que trabajó los últimos siete años: “La Will es la más linda, cómoda, limpia. Si pudiera rescatar una máquina, rescataría la Will y me pondría a hacer A4 de nuevo, que es lo que me sale bien”.

Mientras tanto desde Montevideo viaja el discurso de la reconversión laboral, esa que se podría haber desarrollado con tiempo, antes del cierre de Fanapel, incluso antes de que cerraran Campomar y Agolán. Castro recuerda el mandato que le impusieron a los textiles en su momento, y se pregunta: “¿En qué te reconvertís? Yo tengo 50 años y tengo que trabajar diez o quince años más. ¿En qué me reconvierto después de 33 años de fábrica textil? Pienso que puedo tener la capacidad de aprender otro oficio, ¿pero cómo hago para que me dé para vivir a esta altura de mi vida? No tengo tiempo de empezar de nuevo. Quisiera que me lo expliquen, ¿en qué me reconvierto?”.

Para Walter Silva “todo se resume en la lentitud con que nos movimos. La idea que se tenía era que la fábrica iba a seguir echando humo cien años más y que no hacía falta recapacitar a los trabajadores. Había tufillo a desempleo, pero seguimos esperando”. Silva apunta directamente al gobierno, porque cuando era dirigente sindical viajó a otros países y trajo proyectos a los que añadió “el toque gaucho”. Al menos desde 2005 recorrió el Parlamento y los ministerios planteando “que había que tomar recaudos para que esto no fuera un sacudón tan grande, pero lamentablemente se perdió un tiempo valiosísimo. Pasaron muchas personas por los diferentes ministerios del Frente Amplio y nadie vio realmente lo que implicaba el proceso de desintegración laboral de Juan Lacaze. Se llenaron la boca diciendo que esto era un bastión de izquierda y hablando de su historia obrera, pero lo cierto es que faltó meterle cabeza, y no fue por falta de propuestas de nuestra parte. Ahora, ¿cuál es la salida? ¿Tenernos en seguro de paro in æternum? Hoy estamos donde estamos: los indicadores de Juan Lacaze son un desastre”.

“Nos alegra que Tabaré Vázquez plantee que se deben buscar alternativas –dice Olaverry, respecto de las declaraciones que el presidente emitió desde Rusia–, pero se tiene que comprometer, porque durante su campaña electoral se quedó en las promesas. Todo el mundo se preocupa, pero ahora hay que empezar a ocuparse.”

Un porvenir incierto

Ya hay algunos almacenes cerrados y otros comercios han reducido su horario o la cantidad de personal. Mito o realidad, el rumor es que el supermercado Ta-Ta abandonaría la ciudad. Algunos papeleros han rescindido sus contratos de alquiler para regresar a la casa de sus padres, y el principal sustento económico que en otro tiempo lo dio la industria ahora lo aportan los jubilados, generaciones que sí pudieron alcanzar sus 35 o 40 años de trabajo fabril, y que ya están apretando sus ingresos para respaldar a sus familiares. “Hay miedo porque no se avizoran oportunidades, y eso anuncia una recesión económica en la ciudad”, analiza el alcalde, que hace tres meses le envió una carta al presidente Tabaré Vázquez enumerando la seguidilla de empresas cerradas y la situación que afronta el pueblo: primero Campomar, luego la fábrica de juguetes para mascotas Dagelir, más tarde Agolán. “La cooperativa textil Puerto Sauce subsiste peleando, el Parque Industrial que no crece (…), el puerto de cargas que no funciona, el agro que no tiene incidencia, el turismo tampoco… y ahora esto de Fanapel”, concluye.

Para atraer la mirada del resto del país sobre la falta de empleo en Juan Lacaze, el Cuopyc, junto a otros sindicatos y actores sociales convocaron a una asamblea para el 27 de enero por “trabajo, educación y desarrollo”, de la que participaron entre 2.500 y 3 mil personas y por la que cerraron, en señal de apoyo, 120 comercios. “Cada tanto irrumpen esas cosas, como cuando el cierre de Campomar, que la gente se tomó de la mano y rodeó el predio de la textil”, recuerda Abella. Pero Mercedes Santalla, diputada del Frente Amplio y vecina de Juan Lacaze, se pregunta por el día después: “Tendría que gestarse algo más, hay que juntarse y elaborar un proyecto conjunto. Acá no se trata de salvar a Fanapel, acá se trata de generar trabajo”.

Juan Lacaze tenía en 2011, según los datos del censo nacional, una población –en descenso– de 12.816 habitantes, con 22 por ciento de personas mayores de 60 años. La tasa de desempleo era de 6,26 por ciento (mientras que en el resto de Colonia era de 4,19 por ciento), según un informe elaborado por el Observatorio de Mercado de Trabajo, (2) y la mayor cantidad de puestos de trabajo se concentraba en Fanapel, los comercios, el Parque Industrial, la cadena láctea, la salud y los servicios industriales (90 por ciento cautivos de Fanapel), según un relevamiento realizado por la licenciada Esther Secco en 2012. (3) Además se calcula que entre 700 y mil personas viajan todos los días a trabajar a otras ciudades o departamentos, y el concepto de “ciudad dormitorio” parece haberse instalado en la rutina de Juan Lacaze.

“Se generó una dependencia tal hacia las fábricas que, a la hora del cierre, no existe autonomía para desarrollar otro tipo de actividad”, plantea Abella, en la misma línea que Martín de Freitas, gerente de la Agencia de Desarrollo Económico (Ade), y Hugo Malán, presidente de la Red de Agencias de Desarrollo Económico Local. “No tendríamos que promover otra vez el modelo de producción a gran escala, porque esas empresas grandes en las ciudades chicas implican riesgos muy altos”, dice De Freitas, y Malán complementa: “Uno veía venir esto, en una ciudad en la que dos grandes empresas monopolizaron todo y generaron una cultura de trabajo que había atado a la población”.

La Ade administra el Parque Industrial de Juan Lacaze, donde hoy se encuentran ubicados 14 emprendimientos (entre ellos la cooperativa Puerto Sauce), siguiendo la idea de que es mejor contar “con diez empresas de diez empleados que con una de 100”. Las instalaciones son las de la ex Campomar, propiedad hoy de la Intendencia de Colonia y la Corporación Nacional para el Desarrollo (Cnd), una institución que, según el alcalde, “ha estado bastante ausente. En el caso del Parque Industrial faltó visión y previsión, no hubo inversión ni de la Intendencia ni de la Cnd. Hay dos ministerios que tendrían que tener un rol clave, el de Industria y el de Economía, porque hay que armar un ambiente adecuado para atraer inversiones, hay que reducir los costos energéticos y dar beneficios fiscales”. Además, la Ade busca generar una incubadora de empresas, para transformar ideas en proyectos y brindar asesoramiento técnico. “Tenemos que tener 40 empresas dentro del Parque Industrial. Queremos diversidad y que se ayuden para solventar algunos de sus costos”, plantea De Freitas.

Otro asunto en la mira es el desarrollo de la actividad portuaria, algo difícil de implementar mientras funcionaba su vecina Fanapel. El alcalde adelanta que existe un proyecto comandado por Orlando Dovat, presidente de Zonamérica, Ricardo Zerbino, ex ministro de Economía y ex presidente de Fanapel, y dos operadores logísticos del puerto de Montevideo, para la construcción de un barco especial de cargas, que espera por la aprobación de un financiamiento del Banco República.

Pero la apelación al puerto genera ruido en algunos, que piensan que no garantizaría la cantidad de puestos de trabajo que se necesitan. “Cada vez que cierra una fábrica, ¿qué es lo que resurge? El puerto. Cuando cerró Campomar el puerto funcionó con tres empleados que no eran textiles, y no absorbió mucha mano de obra. Cada vez que hay un cierre, enseguida aparece el impulso del puerto, pero no pasa del impulso”, opina Castro. “Trayendo una línea de barco que contrate a tres personas no creemos que se reactive el puerto. Se tiene que pensar a Juan Lacaze de aquí a 15 o 20 años. Y lo que se va a encontrar es a una población envejecida, a 300 ex empleados de Fanapel, la mitad con más de 35 años y más de 15 años de trabajo en la fábrica”, sostiene Olaverry.

Casi 25 años después de su cierre, la herencia de Campomar sigue marcando la fisonomía de Juan Lacaze: el estadio, el club Cyssa, la escuela, la Casa del Niño, la chimenea, los nombres de las calles. Hoy, con el cierre de Fanapel, la inmensa fábrica desierta interpela sobre lo que Juan Lacaze fue y lo que puede ser.

Notas

1) Agolán fue la empresa que retomó la operativa de Campomar (aunque con 250 empleados de los 800 que tenía su antecesora) y que, gestionada por la estatal Corporación Nacional para el Desarrollo, funcionó hasta 2014. Luego la sucedió la cooperativa Puerto Sauce.

2) Del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, elaborado por Alejandro Castiglia en 2013 con base en los datos del censo nacional de 2011.

3) “Diagnóstico territorial”, elaborado en el marco del proyecto “Impulso de la innovación social como estrategia de desarrollo de los territorios y las personas de Juan Lacaze”.

Las otras crisis

El cierre de Fanapel no es el primer golpe que recibe Juan Lacaze. Por lo pronto, hoy pueden verse los efectos de otras crisis, tal vez la que generó el cierre de Campomar, tal vez la crisis económica de 2002. “La situación de vulnerabilidad de los adolescentes de Juan Lacaze viene desde hace rato”, dicen desde el Centro Juvenil Chiquillada. Si cuando se instaló el centro el principal problema que se detectaba era la deserción educativa, con el tiempo el panorama se amplió. Hoy trabajan con un adolescente que tiene medidas sustitutivas a la privación de libertad por haber cometido un hurto, originado “en un consumo problemático que inició hace tres años, es decir que ya es una adicción, y la mutualista que le corresponde no brinda ningún tipo de servicio de rehabilitación. Entonces va al juez, y el juez le dice que incumplió la medida de salud, porque la medida de salud era estar internado en un centro psiquiátrico”. También trabajan con un varón trans “al que le siguen diciendo su nombre anterior” y al que la institución educativa responsabiliza por su deserción. “Después trabajamos con situaciones de embarazo y paternidad adolescente, violencia en el noviazgo, explotación y abuso sexual, y no tenemos equipos especializados.” También con adolescentes en situación de calle, que pasan más de ocho horas diarias a la intemperie y “tienen un lugar para ir dormir pero no tienen referentes”.

Desde Chiquillada las técnicas concluyen que “hay una carencia del mundo adulto en general. No es seductor ser adulto, vivimos amargados, peleando, y ellos están en la lucha de no querer crecer, porque los referentes de ellos o no están o lo que les muestran para su futuro no está bueno. Conviven con allanamientos, con que la Policía los despierte en medio de la noche. Y las instituciones que se tendrían que encargar de proteger no tienen cómo”.

Bastión de dignidad obrera

Raúl Zibechi

En la primera mitad del siglo XX el arenal lacacino se convirtió en una de las más pujantes ciudades industriales del país. Contaba con dos de las mayores fábricas de la época, la textil Campomar y Soulas, y la Fábrica Nacional de Papel, que ocupaban a más de dos mil trabajadores, casi todos llegados desde los más diversos confines del país y, un buen puñado, de empresas italianas y catalanas. Con los años la ciudad se convirtió en un bastión de dignidad, cuando el trabajo era orgullo y no mero salario. Los obreros y sus familias no sólo construyeron la riqueza de los propietarios, sino la propia ciudad, levantaron sus viviendas, afirmaron las calles, erigieron servicios colectivos y clubes deportivos.

En la segunda mitad del siglo la industria se vino abajo y todas las creaciones de aquella cultura comenzaron a agrietarse, desde los sindicatos hasta las cooperativas, los centros sociales y la prensa local (que llegó a tener una decena de publicaciones). La emigración se instaló como seña de identidad de camadas de jóvenes en busca de lo que la ciudad industrial le había dado a sus padres: una vida sencilla labrada con el esfuerzo cotidiano.

En la década del 60 Juan Lacaze se inscribió entre el puñado de núcleos proletarios del país, junto con el Cerro, Maroñas y La Teja, que dieron vida a un conjunto notable de creaciones políticas y culturales de claro carácter antisistémico: ateneos culturales, sindicatos clasistas, cooperativas de verdad, bibliotecas populares, escuelas de formación técnica y, algo más tarde y sobre la base de esas construcciones, la unidad de las fragmentadas izquierdas. Las marchas cañeras encontraron fervorosa acogida entre las y los lacacinos.

Todo indica que aquel mundo se disolvió en el aire, dispersado por la dictadura, primero, y el neoliberalismo, después. Es difícil identificar qué queda en pie de aquellas formas de vida que se caracterizaron por la primacía de los espacios colectivos, por el nosotros y, muy en particular, por códigos que decían que lo más importante en la vida es la amistad y el compañerismo. Para las nuevas generaciones, educadas en el valor omnímodo de los bienes de consumo, aquella cultura suena a ingenua nostalgia.

En esta hora en la que cierra una de las fábricas emblemáticas de Juan Lacaze –la otra entró en crisis terminal dos décadas atrás–, vale una reflexión que nos aparte del eterno lugar de víctimas que nos congela en una posición cómoda e infantil que nos impide avanzar: la dignidad (de clase, de género, de raza) va a contrapelo del bienestar material.

Podría decirlo, con mayor elegancia, reproduciendo las palabras de uno de los mayores historiadores contemporáneos: “La reproducción del bienestar material en la economía-mundo capitalista tiene por condición la subordinación social de las masas trabajadoras” (Immanuel Wallerstein).

Moraleja: fue la dignidad obrera la que llevó a los empresarios a desviar sus voluminosas ganancias, haciendo entrar en crisis la industria local y nacional. Toca elegir, a cada generación, qué actitud de vida pretende encarar.

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