El brevísimo y fructífero encuentro del fugitivo conde alemán con Pablo Neruda frente al Winnipeg en la costa francesa antes del zarpe hacia Valparaíso…
EXTRACTO
<<Llegué a las costas del sur francés ocho días antes que un viejo vapor llamado »Winnipeg« zarpara rumbo a la América del Sur llevando a bordo cientos de refugiados hispanos que el representante chileno, Pablo Neruda, en un trabajo arduo y fructífero que le permitió recaudar dinero de mil formas y procedencias para adquirir la nave, fue eligiendo personalmente. El barco debería atracar en el lejano y legendario puerto chileno de Valparaíso, una especie de salvaguarda ubicada en la costa sur del enorme Océano Pacífico, mas, para ello era necesario cruzar un Atlántico infestado de naves y submarinos nazis dispuestos a hundir cuanto mercante zarpara o intentara arribar a Francia. En esos meses, la »guerra en el océano« auguraba convertirse en un asunto de máxima preocupación para París y Londres, ya que Berlín desplegó su máximo poderío naval en orden a impedir el avituallamiento de sus potenciales enemigos que trataban, infructuosa y tardíamente, de evitar la invasión nazi a Polonia.
Algunas naves bélicas de Inglaterra trabajaban tibiamente sobre las aguas atlánticas persiguiendo submarinos del Tercer Reich, labor ímproba debido a la escasez de recursos que, en ese primer momento del conflicto aún no declarado oficialmente, mostraba la Armada británica.
Monsieur Jacques Laplace, una especie de regidor local perteneciente al partido comunista regional, me llevó ante la presencia de Neruda prestigiándome con el título de »diplomático especial enviado por París« para coadyuvar en la tarea de salvamento. El poeta chileno, algo obeso y con calvicie manifiesta, me miró desganadamente, tal si mi llegada no le aportara un gramo de solución al problema que ardía en sus manos. No obstante, sus palabras reflejaron un magnífico manejo de la situación.
—¿Usted posee cartas de presentación diplomática? —preguntó con voz engolada y profunda.
—Efectivamente —respondí con cierta extrañeza—. Pero ellas son antiguas y no pertenecen a la Cancillería francesa —hice un alto, preocupado por la innegable verdad que no podía ocultar en ese instante—. Son acreditaciones alemanas, algo antiguas pero sirven a ciertos propósitos.
—¿Alemanas? —gruñó el chileno—. ¿Otorgadas por la gentuza de Hitler?
—¿Le sirven o no? —contesté molesto.
—Ello depende —sonrió el chileno por vez primera—. ¿Qué dicen esas acreditaciones?
—Que soy el Agregado Cultural del Tercer Reich en Francia.
—¡Estupendo! ¡Sirven, y mucho!
Neruda estaba angustiado por posibles ataques de barcos alemanes al »Winnipeg«, y mis cartas diplomáticas podrían ser de utilidad ante la aparición de una nave bélica en medio de la soledad oceánica. Chile esperaba ansioso la llegada de aquellos refugiados que Neruda había escogido, ya que entre sus filas se encontraban escritores, novelistas, poetas, historiadores y artistas del mejor nivel, todos milagrosamente escapados del infierno fascista que Franco prometía a muchos de ellos. Pregunté si Buñuel estaba en la nómina. Hube de explicar al chileno el por qué de mi interés por el cineasta. »Se encuentra en Estados Unidos«, gruñó el poeta con voz nasal. Manifesté mi desacuerdo en el zarpe del »Winnipeg«, recomendando aguardar unos días a la espera de recibir informaciones inglesas respecto de la ubicación de naves alemanas en el Atlántico.
—No puedo permitirme una espera prolongada —dijo Neruda—. Además, no me abato por problemas menores.
¡Problemas menores! ¿Así se refería a la efectividad de los barcos nazis? Se lo hice saber, y la respuesta me dejó helado.
—Para evitar estropicios viajará usted también con los refugiados. Sus cartas de acreditación alemana pueden detener intentos de cañonazos y torpedos.
—¿Quiere que yo acompañe a los españoles hasta Chile? —pregunté asombrado—. Mis menguados oficios no serán suficientes para revertir una orden de Berlín.
—Soy un hombre de suerte, señor von Hayek —apuntó el poeta sonriendo misteriosamente—. Tenga por seguro que nada grave acontecerá al »Winnipeg.«
—¿Entonces, para qué viajar con los hispanos?
—Usted es nuestro seguro de vida —contestó, poniendo fin a la conversación>>
(…)
<< Cincuenta minutos antes del zarpe del »Winnipeg«, Neruda me desembarcó impensadamente. Había recibido un comunicado desde París que le recomendaba utilizar mis buenos oficios diplomáticos en tareas de niveles superiores. Jacques Laplace se reunió con nosotros en la oficina que el poeta chileno tenía implementada cerca del puerto, mostrando las instrucciones del partido comunista que el vate sudamericano aceptó sin dilaciones una vez las hubo leído.
—La libertad del mundo le necesita vestido de Abelardo Núñez, compañero von Hayek —dijo Neruda con ojos sonrientes.
—No le entiendo, Pablo —respondí con sinceridad.
—¿Leopoldo Castedo nada le contó de ese personaje chileno tan querido por muchos de mis compatriotas, y tan repudiado por los hermanos peruanos y bolivianos?
—No, Castedo nunca me ha hablado de Abelardo Núñez.
—Fue el gestor y fundador del servicio de inteligencia militar durante una sangrienta guerra sostenida por Chile contra Perú y Bolivia hace sesenta años.
—Lo siento, nada sé de él.
—Para desarrollar bien su nueva misión, creo que le sería de utilidad leer algo respecto de Núñez, a quien se le conocía como »El Profesor.«
—Lo ocurrido en Sudamérica hace más de medio siglo, no contiene mucha validez en la Europa actual —contesté amoscado.
—Las guerras son iguales en todas partes y en todas las épocas —replicó Neruda, siempre irónico—. Abelardo Núñez tuvo éxito en su trabajo y, además, sobrevivió al conflicto bélico. Esas son razones suficientes para aprender sus métodos.
Al día siguiente, cuando el »Winnipeg« se había alejado de la costa francesa, retorné a París deseando a Neruda buena suerte en sus futuras misiones. »La poesía es mi mejor arma«, contestó el chileno, extendiéndome su mano antes de alejarse en busca de nuevos desafíos>>
Arturo Alejandro Muñoz