por Franco Machiavelo
La medicina china, inseparable de su raíz cultural comunitaria, emerge como una práctica que coloca al ser humano y su dignidad en el centro. No trata cuerpos como máquinas rotas ni vidas como unidades económicas; entiende al individuo como un tejido vivo dentro de su entorno social, emocional y espiritual. En su filosofía no hay fragmentación del ser, sino una mirada integradora donde la salud es armonía colectiva, justicia vital, equilibrio y humanidad.
En contraste, la medicina occidental contemporánea —presa del engranaje neoliberal— ha mutado de ciencia humanista a industria corporativa. No se cuestiona su avance científico, sino su captura política y económica. El hospital moderno, brillante y tecnificado, funciona muchas veces como fortaleza del privilegio, donde el derecho a sanar depende del bolsillo, de la cobertura, de la tarjeta, del mercado. Los cuerpos se vuelven mercancía, la enfermedad un negocio, la vida un producto costoso que se adquiere según el nivel de ingresos.
Mientras la medicina china nace de la comunidad para la comunidad, la medicina occidental del neoliberalismo se vuelve vertical, tecnocrática y clasista. Se administra el dolor del pueblo, pero no se transforman las condiciones que lo producen: estrés sistémico, explotación laboral, contaminación, soledades inducidas, precarización y vínculos rotos. Es la biopolítica de la enfermedad rentable: administrar síntomas sin liberar vidas.
La sabiduría milenaria de la medicina china no compite con el conocimiento moderno; lo interpela. Nos recuerda que la salud no puede reducirse a prescripciones, códigos, diagnósticos y facturas. Que la ciencia sin humanidad se vuelve herramienta de dominación, y que la medicina sin pueblo no es medicina, es mercado. Su enfoque ofrece resistencia epistémica: no para negar lo científico, sino para humanizarlo y devolverle su propósito original.
Hoy el desafío no es elegir entre Oriente u Occidente, sino recuperar la esencia: que la salud es derecho y no privilegio, que el cuerpo es territorio social y político, y que la medicina debe ser acto de cuidado, no de extracción económica. La medicina china nos enseña que sanar es equilibrar: el cuerpo con la mente, la persona con la comunidad, la técnica con la ética, el conocimiento con la conciencia.
Porque un pueblo enfermo no solo sufre en los hospitales, sufre en las fábricas, en las calles, en las escuelas, en el aire que respira y en la angustia cotidiana. Y mientras el neoliberalismo convierte la salud en mercancía, la medicina china nos recuerda que el bienestar es un bien común, un derecho sagrado, y una expresión profunda de humanidad.











