En Chile, cada vez que la pelota rueda y un estadio se enciende, algo más se apaga en la conciencia colectiva. Las calles, donde hace un tiempo ardía la rabia de un pueblo cansado, hoy parecen dormidas bajo los cánticos de la hinchada. No es culpa del fútbol —ese juego noble que nació del barrio y del barro—, pero sí de cómo se lo ha usado, una y otra vez, como un manto para tapar el dolor, la desigualdad y la memoria.
Nos enseñaron desde chicos que el fútbol es pasión, que une a los pueblos, que “en la cancha somos todos iguales”. Pero en las gradas, los que sufren siguen sufriendo, y en el palco, los de siempre brindan con champaña. Nos vendieron la idea de que una selección ganadora es una nación feliz, mientras en los hospitales la gente espera por una cama, mientras las comunidades mapuche defienden su tierra con palos y dignidad frente a fusiles y represión.
Las pantallas muestran goles, pero no muestran cómo las forestales secan los ríos. Muestran abrazos de estadio, pero no las poblaciones sin acceso a salud, educación o vivienda digna. Nos dicen que el país se une tras una camiseta, pero se fragmenta cada día en un sistema que margina, silencia y olvida.
El fútbol, como el pan en la antigua Roma, se volvió espectáculo para calmar al pueblo. Pero no hay pan para todos, y el circo lo paga la misma gente que no puede llegar a fin de mes. Nos gritan que celebremos, que no pensemos tanto, que olvidemos que en octubre el pueblo despertó… y que después lo volvieron a dormir.
Pero aún hay quienes miran más allá del marcador. Que saben que la alegría no puede construirse sobre el olvido. Que entienden que podemos amar el fútbol sin permitir que lo usen como anestesia para los sueños colectivos. Porque el verdadero partido se juega en las calles, en las ollas comunes, en las aulas precarias, en los campos arrasados.
Y en ese partido, no basta con gritar un gol. Hay que gritar justicia.