Cuando se escribe o se habla de José Santos González Vera, es un lugar común referirse a su condición de anarquista sin mayores precisiones acerca de la profundidad, alcance y duración de su compromiso con “la Idea” libertaria. Admiradores y detractores, exégetas, críticos, literatos, historiadores, periodistas, tesistas, compiladores de sus escritos de prensa y un sinfín de estudiosos de su obra han coincidido en subrayar el anarquismo como el rasgo político-ideológico central de su existencia, desde los primeros años de la adolescencia hasta su muerte. Si bien dicha afirmación contiene elementos de verdad —puesto que las trazas de su actividad en la corriente ácrata chilena en la segunda década y la primera mitad de la tercera década del siglo XX son numerosas, y ello coincide además con su propio testimonio—, no es menos cierto que, como veremos a continuación, el anarquismo de González Vera a partir de la segunda mitad de los años 20 queda en entredicho si se analizan con atención numerosas fuentes relacionadas con este escritor.
MUCHACHO ANARQUISTA
Probablemente la primera vez que José Santos González Vera se enteró de que existía la palabra “anarquista” fue siendo un niño de corta edad, cuando escuchó que su padre, ateo o librepensador profundamente anticlerical y recientemente afiliado al Partido Radical, le dijo a modo de elogio a su hermano Efraín, por quien tenía debilidad: “¡Mi hijo será anarquista!”. No obstante, cuando años más tarde, al salir de la adolescencia, el futuro Premio Nacional de Literatura le confesó a su padre que era ácrata, este se desagradó ya que hubiese preferido que fuera socialista, “porque en un partido, aseguró, una persona asciende” (Cuando 44).
Como suele ocurrir en la formación política de cualquier persona, en González Vera confluyeron muchos factores para que en sus años de adolescente y de adulto joven adhiriera fervorosamente al proyecto anarquista. Como marco general tiene que haber pesado el contexto social y político de la época —los años inmediatamente posteriores al Centenario de la Independencia nacional—, de profundas conmociones provocadas por crisis económicas y de decadencia de la República Parlamentaria oligárquica con sus correlatos de agravación de los males de la “cuestión social” y de ascenso del movimiento obrero. Ligado a este último fenómeno y estimulando su radicalización, emergían corrientes más radicales que las tradicionales tendencias mutualista y demócrata que habían hegemonizado casi sin contrapeso el movimiento de los trabajadores hasta comienzos del siglo XX. Los anarquistas se destacaban particularmente por su bullada aparición en los últimos años del siglo precedente, por su participación no menos retumbante en algunos conflictos sociales en la alborada del nuevo siglo, y por una profusa y esforzada labor de publicación de periódicos y panfletos, de creación de sociedades de resistencia, ateneos obreros, centros de estudios sociales, de impulso a huelgas y manifestaciones de protesta y un cúmulo de actividades que intentaban encarnar los ideales de la acracia en la “región chilena” ¹.
También tienen que haber influido en la definición política de José Santos factores más directos e inmediatos como su entorno familiar y social (recordemos que su familia era muy representativa de los estratos más modestos de una clase media baja de origen rural avecindada en la capital en los primeros años del siglo), sus amistades y relaciones sociales y una serie de experiencias de vida que él mismo relató después en diversos escritos, especialmente en el libro Cuando era muchacho. En la capital, su familia se instaló en el viejo barrio de La Chimba, por cuyas arterias –Recoleta, Independencia, Maruri, Rivera, Vivaceta– transcurrieron los últimos años de la infancia y los de la adolescencia de González Vera.
En las viejas casonas y conventillos del sector habitaba una heterogénea masa popular compuesta por obreros, artesanos, pequeños comerciantes, modestísimos empleados, taberneros, mendigos y delincuentes. Algunos párrafos de la pluma del escritor nos entregan una imagen muy fresca de lo que era ese mundo y esas calles en las primeras décadas del siglo XX:
En marzo fui admitido en la segunda preparatoria del Liceo Santiago. Sin perjuicio de estudiar, vagué por el barrio y no dejé rincón sin conocer. Existían calles formadas únicamente de conventillos, que se comunicaban por el interior y permitían hacer viajes pintorescos, sabiendo orientarse en la red de puertas y pasajes. […]
En Rivera hay una iglesia que se continúa en un convento de altos muros y se extiende hasta Fermín Vivaceta y tuerce a la derecha otra larga cuadra. Casi alcanza a Retiro. Por Vivaceta hay una puerta descomunal, maltratada por el golpeteo de los pedigüeños. A mediodía un fraile dejábala franca y se apostaba ante un fondo de sopa. Una treintena de harapientos ponían sus ollas y el lego las llenaba sin decir palabra. Apenas los pedigüeños se dispersaban, venía el cierre del portón. Durante minutos sentíase el ruido de barras y de trancas.
Así los piadosos habitantes protegíanse de latrocinios y demasías.
Vivaceta o el callejón de las Hornillas, contaba con apreciable número de cantinas. Hacia el poniente había calles sin urbanizar en donde se guarnecían incontables cuchilleros. Dábaseles ese nombre no por hacer cuchillos, sino por emplearlos, a menudo, en abrir el vientre de sus semejantes, a los cuales también robaban. No moría gente cada día, pero sí cada semana o cada mes (Cuando 53).
Durante su estadía en el Liceo, José Santos hizo gala en más de una ocasión de su carácter rebelde y contestatario. Su padre consiguió que lo eximieran de la asignatura de religión, pero por iniciativa propia, el muchacho empezó a saltarse las clases que no eran de su agrado o que le parecían inútiles: caligrafía, gimnasia y canto. Al poco tiempo, sus problemas de conducta lo pusieron al borde de la expulsión. Podría haber evitado una medida tan drástica, bastaba una pequeña súplica para lograrlo ya que sus notas eran buenas en los demás ramos. Por firmeza de carácter o acto irreflexivo no lo hizo. Fue expulsado cuando aún no terminaba de cursar el primer año de Humanidades (equivalente al 7.º Básico actual). “¡Ahora trabajarás!” fue la sentencia simple e inapelable de su padre (Cuando 72-79).
El niño rebelde pasó rápidamente a formar parte activa de la clase trabajadora. Fue ayudante de pintor de brocha gorda, ayudante de buscador de antigüedades, mozo en varias sastrerías, en una casa de remates y en la oficina de una fundición, lustrador de botas en el Club de Septiembre y luego mozo de la biblioteca del mismo club. Más tarde tuvo una fugaz experiencia como aprendiz de una barbería cuyo propietario era Gualterio Stones, un anarquista hijo de ingleses. Enseguida fue aprendiz de zapatero en el taller de otro ácrata, el viejo Manuel Antonio Silva, y cuando el trabajo escaseó en ese lugar se trasladó al taller del zapatero Nicolás Navarrete, simpatizante anarquista. Ya más crecido, gracias a sus inclinaciones literarias y al contacto con intelectuales bohemios como José Domingo Gómez Rojas, se convirtió en administrador de la revista Selva lírica y en su principal vendedor. Luego fue editor de una revista propia, La Pluma, de efímera existencia, corresponsal de un diario provinciano, mozo de una clínica, cobrador de tranvías en Valparaíso, redactor de un periódico en Temuco, cronista de un diario en Valdivia y empleado en una fundición en la misma ciudad, para rematar su itinerario de trabajador manual o en oficios de poca monta entre mediados de los años 20 y 1932 como ayudante de corrector de pruebas en la imprenta de la Penitenciaría de Santiago y, finalmente, vendedor de una peletería (Cuando 78–271).
El trabajo asalariado, el contacto con la cruda realidad social y las relaciones con numerosos elementos anarquistas que pululaban en los sectores donde transcurrió su vida adolescente y juvenil se sumaron al anticlericalismo heredado de su padre para conformar su primera adscripción política, la más conocida, decidida y clara de su existencia. Con el paso de los años el escritor tomaría distancia crítica frente a su propio proceso de definiciones ideológicas, que analizaría con notable honestidad. Respecto de sus sentimientos frente a la religión y sus instituciones diría que el origen de su anticlericalismo, aparte de la admiración que sentía por su padre, no tenía bases sólidas porque aún carecía de experiencia para sentirlo con convicción, y el ateísmo que de ello derivó a muy temprana edad había sido “recitativo y prematuro”, agregando que, no obstante ello, al sentirse afligido no podía redimirse sino invocando el nombre de Dios… (Cuando 62).
Con todo, por aquella época, cuando aún era estudiante y durante los años en que se desempeñó en diferentes oficios como trabajador no calificado, José Santos reafirmó sus convicciones antirreligiosas y anticlericales. Por encargo de un amigo del patrón de una fundición en la que se empleó cierto tiempo, se abocó a repartir La Linterna, periódico anticlerical, lo que le permitió conocer, entre otros, al anarquista Juan Gandulfo, estudiante de Medicina que poco después desempeñaría un destacado papel en la directiva de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH). En 1913, cuando aún no cumplía los dieciséis años de edad, José Santos participó de las combativas manifestaciones contra la venida a Chile del Internuncio Papal Monseñor Sibilia, escuchó las conferencias de la librepensadora feminista española Belén de Zárraga, de marcado tinte anticlerical, y participó en las tumultuosas manifestaciones en su apoyo en las que se mezclaban ateos, masones, librepensadores, ácratas y socialistas (Cuando 103-104, 108-112).
Respecto de su también temprano anarquismo González Vera no sería tan explícito en sus confesiones y balances de la madurez, pero, como veremos más adelante, también los años temperaron esta adhesión situándolo en un área política —la de una izquierda genérica y no partidaria— que en realidad poco tenía que ver con los preceptos de la acracia.
Pero, por ahora, es necesario continuar la reconstrucción y análisis de su recorrido en las filas de los partidarios de “la Idea” libertaria.
Tanto por sus contactos con los medios anticlericales como por el ejercicio de ciertos oficios manuales y su hábitat (míseros conventillos), José Santos se familiarizó con militantes y simpatizantes anarquistas, especialmente obreros y artesanos. Uno de ellos era el pintor Valdebenito, quien lo llevó a escuchar a Belén de Zárraga; otro fue el zapatero Manuel Antonio Silva, pero, según su propio testimonio, quien ejerció mayor influencia en su definición ideológica fue su maestro, el zapatero Augusto Pinto: “Nos unía la más profunda afinidad y cuanto él decía encontraba en mí eco perdurable. Siempre estábamos imaginando, detalle a detalle, la organización futura, la anárquica, la de los iguales” (Eutrapelia 69-70). Por aquella época, 1913-1914, González Vera se incorporó decididamente a trabajar por “la Causa”. Domingo por medio, cuando no tenía turno de trabajo hasta la noche, y más tarde, todos los domingos, asistía a las conferencias y actividades del Centro de Estudios Sociales Francisco Ferrer, de la capital, donde vio por primera vez al joven poeta ácrata José Domingo Gómez Rojas, con quien llegaría a establecer amistad no exenta de un sentimiento de gran admiración (Cuando 118 y 119-122-123, 145). Su gran amistad de casi toda la vida con el también entonces joven anarquista y literato Manuel Rojas data de la misma época.
De regreso de una breve estadía en Valparaíso —donde trabajó como cobrador de tranvías—, comenzó a tener un contacto más estrecho con Gómez Rojas y empezó a leer, entre otros, a Kropotkin (Eutrapelia 76-80). Según el testimonio del propio González Vera, escrito varias décadas más tarde, su formación político-ideológica ácrata comenzada entonces de manera más sistemática tuvo las características de devoción, rigidez, dogmatismo y exclusivismo característico de los recién convertidos a un evangelio (sea este religioso o de redención social):
Me cuidé de no leer tratado alguno que contrariase mis ideas. Habíalas acogido con fervor, con religiosidad, tal si fueran dogmas. Creía haber descubierto la verdad y sentía por mis semejantes un piadoso desdén. ¿Qué les impedía ver lo que yo veía y pensar como yo pensaba? De Kropotkin pasé a otros rusos y, en seguida –sin percatarme– a los franceses, los nórdicos, los españoles, a cuantos tenían como horizonte la mejora social (Eutrapelia 80-81).
En 1914 escribió algunos breves artículos para el periódico anarquista santiaguino La Batalla, uno de los más radicales y de larga duración producidos por la corriente ácrata en las dos primeras décadas del nuevo siglo. En ellos reflejaba una adhesión fervorosa al credo libertario y odio por los enemigos del pueblo (explotadores, burgueses, frailes y militares)². Más tarde, principalmente entre 1919 y 1923, colaboró con mayor regularidad aún en el órgano ácrata Verba Roja, en Numen y en la revista Claridad de la Federación de Estudiantes. Por esos años su compromiso con la corriente anarquista alcanzó su punto mayor antes de comenzar a diluirse en los avatares de su vida y de la situación política del país. En marzo de 1919 proclamó con claridad sus convicciones y programa:
Queremos, sencillamente, el advenimiento de una organización social que no quebrante los derechos del individuo, ni sancione la explotación del hombre por el hombre, ni someta a las mayorías productoras al dominio de una minoría parasitaria, que sin derecho alguno absorbe y amenaza las actividades colectivas.
Convencidos de que la sociedad se mantiene y progresa por el esfuerzo constante de todos sus miembros, queremos que retribuya este esfuerzo, este sacrificio dando satisfacción plena a las necesidades materiales e intelectuales de cada uno.
Aspiramos, pues, a una organización que contemple el libre desarrollo de cada personalidad y asegure la igualdad económica de todos los seres humanos³.
En la variada gama de posiciones anarquistas, José Santos adhería a aquellas de corte más evolucionista y pacífico. En ninguno de sus escritos de aquella época que hemos podido pesquisar se trasluce la menor alusión a la necesidad del empleo de la violencia revolucionaria para vencer la resistencia de los explotadores y enemigos del pueblo, como sí lo hacían otros exponentes de la vertiente ácrata. En el artículo recién citado, agregaba a continuación un llamamiento que no dejaba dudas respecto de su inclinación por los métodos meramente pacíficos y persuasivos:
Consecuentes con este ideal, abogamos por la purificación individual y colectiva y fomentamos intensamente el acercamiento, el acuerdo fraternal de todos los hombres, para la realización de estos principios.
Esta doctrina, perfectamente lógica, humana y justiciera, no encierra un peligro para nadie; pero muy a pesar nuestro vemos que ciertas gentes las interpretan a su antojo, tergiversan su sentido y de ese modo nos identifican como asesinos, como ladrones y demás elementos antisociales⁴.
González Vera ya marcaba con un sello peculiar su compromiso con la causa anarquista. Su adhesión no estaba exenta de matices y de una mirada crítica, a semejanza de la que desplegaría sobre la corriente ácrata y su rival socialista, tal como se puede apreciar en un escrito de su autoría publicado en octubre de 1919:
Los socialistas y anarquistas, en diez años de actividades de lucha –podría decirse– no han acumulado más opinión que la que tenían al comenzar.
Han derramado sus doctrinas sobre grupos heterogéneos y estos grupos han asentido, pero no se han plegado. Hay en el ambiente vagas simpatías; mas, falta el convencimiento.
Los socialistas y anarquistas, como ayer están aislados, como ayer se les persigue y se les calumnia, y también como ayer no son comprendidos por la masa.
¿Y por qué? Porque han gastado el tiempo que debían a la lucha, en hablar entre sí, y con esto no han logrado convencerse más, sino mantener un círculo vicioso. Además están divididos por enemistades personales. […]
En los sindicatos y en las federaciones hay mucho trabajo que realizar.
Los recientes movimientos huelguistas han carecido de impulsión y han demostrado que las fuerzas proletarias son inconsistentes, y lo peor es que no se esgrimen bien.
El proletariado todavía no conoce sus armas, y por eso el partido que se saca de ellas es casi nulo.
Ustedes, compañeros socialistas y anarquistas, podrían unir estas dos fuerzas, disciplinarlas y hacerlas aptas para que sus movimientos fueran siempre triunfales⁵.
Estos posicionamientos eran el resultado de su maduración intelectual y política. Si cinco años antes no leía nada que contrariara sus ideas comunistas libertarias, acogidas —según su propio testimonio— “con fervor, con religiosidad, tal si fueran dogmas” (Eutrapelia 80), ahora su pensamiento se desplegaba libre e independiente:
Antes de un lustro empecé a leer autores que no pretendían sino reflejar la realidad o decir lo que se les antojaba. Necesité valor al principio. Después me fui acostumbrando a la libertad mental. Es un placer que embriaga y que confunde. El verse de súbito frente a todos los caminos, dificulta la elección.
Los hombres independientes, los que pretenden ser libres, no hay duda que responden a una vocación y forman parte de una familia distinta a la de los simples creyentes que van, presurosos, a un término ubicable.
Caminan sin rumbo fijo los buscadores libres, van dispersos, no tienen mira común. Sus pequeñas conquistas no pesan ni abultan. Les gusta desplazarse por lugares y senderos elegidos al azar, pero si se considera el número de ventanas que abren aquí y allá, se justifica su móvil. Son iluminadores. Y cuando los otros, los del dogma o del sistema, se han comprometido y los valores de la convivencia están en trance de sucumbir, ¿quién saca un vozarrón más retumbante? ¿Quién clama más alto? El hombre que busca su verdad, aunque no vaya por camino conocido, suele encontrarla por todos (Eutrapelia 81-82).
Aunque estos juicios fueron escritos tres décadas después del término de la militancia de José Santos en las filas anarquistas y eran el fruto de una reflexión de hombre maduro que hacía una relectura de su pasado, no cabe duda que reflejan más o menos objetivamente la evolución que el joven militante estaba sufriendo a fines de la segunda década del siglo XX. Estos cambios comenzaron a producirse en el último tiempo del gobierno de Juan Luis Sanfuentes, época en que nuestro personaje, a pesar de seguir siendo un modestísimo trabajador que deambulaba de una ocupación a otra, frecuentó los medios de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. Hacia 1920 la FECH era un foco de bullentes discusiones y actividades de signo contestatario respecto del orden social y político imperante en la fase de acelerada descomposición de la República Parlamentaria⁶. En su seno florecían todo tipo de tendencias y posiciones, destacándose las que se inscribían en una perspectiva de crítica social, política y cultural. González Vera diría más tarde que:
Entre los estudiantes había radicales, anarquistas, católicos, masones, hinduistas, liberales, positivistas, románticos puros, socialistas colectivistas, demócratas y muchachos casi en estado silvestre. Los unía la idea del cambio social y la simpatía al obrero.
Los libros de Sempere y los de otros editores de España, ponían en la mano de cualquier lector a los moralistas griegos; los utopistas de todas las edades; a sociólogos, a profetas, a soñadores empecinados en hacer felices, con prontitud, a sus semejantes (Cuando 204-205).
Poco tiempo después, en julio de 1920, el local de la Federación de Estudiantes fue atacado por una horda enardecida de pijecitos católicos que, haciéndose eco de las acusaciones lanzadas por los sectores más reaccionarios de la oligarquía contra los jóvenes universitarios, pretendían acabar con supuestos “agentes peruanos”. José Santos se contó ese día entre los defensores de la FECH, sufriendo los rigores de los atacantes y de la represión policial que, en vez de refrenar y castigar a los culpables, se ensañó con los estudiantes y sus aliados del movimiento obrero. El ambiente de persecución lo persuadió a abandonar por un tiempo la capital, dirigiéndose a probar suerte primero a Temuco y luego a Valdivia (Cuando 208 y 219). Su autoexilio interior duró poco. En febrero de 1921, semanas después de que asumiera la Presidencia de la República Arturo Alessandri Palma, González Vera decidió volver a la capital:
Me cogió la nostalgia –explicaría después–, esa nostalgia que hace al santiaguino cuando mora en otra ciudad levantar la cabeza, a menudo, en busca de la cordillera. Mas, no era solo la cordillera lo que me faltaba. Eran las calles, las gentes, los amigos, los cafetines. Hasta los antipáticos se evangelizaban en mi recuerdo (Cuando 243).
Apenas retornó a Santiago, José Santos empezó a escribir artículos para Claridad, el semanario de la FECH. Aunque no se trataba del único colaborador “externo” (recordemos que no era estudiante universitario) fue uno de los más asiduos dentro de esta categoría⁷. A veces firmaba con sus apellidos (González Vera, a secas), en otras ocasiones con seudónimos: Elías Aguirre, Demetrio Rudín o Demetrio Rubio, o incluso solo con las iniciales G.V.⁸. Su primera colaboración para el órgano estudiantil trató acerca del proyecto de la formación de un Partido Laborista o Partido Único de la Clase Obrera que había surgido desde algunos sectores de la Federación Obrera de Chile (FOCH) que pretendían reunir a “los trabajadores socialistas y demócratas, conservadores y radicales, liberales, religiosos y ateos” para que avanzaran “de la mano a la conquista del poder político”⁹. Su base sería la fusión de la central sindical con el Partido Obrero Socialista y el Partido Democrático¹⁰.
Desde una posición típicamente anarquista, González Vera desechó la iniciativa por considerarla perjudicial para la clase obrera. Los laboristas en el Parlamento no serían, argumentó, sino una ínfima minoría incapaz de hacer aprobar ni una sola ley en beneficio de los trabajadores. Su labor se limitaría “a pronunciar discursos expositivos y a obstruir el despacho de los proyectos de camufiage [sic]”¹¹. Solo a muy largo plazo podría, quizás, dicha acción dar algún resultado y mientras tanto, “como consecuencia de la organización política, empezaría a fallar la organización gremial, a debilitarse la lucha directa y también empezarían la discordia y el materialismo repulsivo a envenenar moralmente al proletariado”¹².
Un partido para hacerse poderoso, inevitablemente empezaría a “contemplar todos los intereses, a ceder, claudicar un poco, solidarizarse con elementos extraños, perder su consistencia doctrinaria y obrar casi siempre con olvido de sus principios”¹³. Así había ocurrido con los partidos socialistas alemán e italiano, y en general con los de todo el mundo, que habían engañado al pueblo con reformas que no aliviaban realmente su situación y terminaban retardando la emancipación del proletariado. Su conclusión era drástica:
Siempre los partidos socialistas han hecho de almohadones entre el capitalismo y los trabajadores.
Mientras el proletariado acepte intermediarios, se haga representar y transe, tendrá menos pan del que necesita y menos comodidades de las que ha menester; pero cuando comprenda que su salvación está en lo que por sí mismo pueda hacer, entonces sentirá que sus ataduras no son tan sólidas y que el poder de sus contrarios no está amasado con materia indestructible…¹⁴.
Sus posiciones políticas habían alcanzado un perfil ácrata completo. No solo en los principios generales, sino también en las cuestiones de táctica, tal como quedó reflejado en un artículo sobre las huelgas y la acción directa publicado pocos meses más tarde en el mismo órgano de la Federación de Estudiantes. José Santos se pronunciaba por el protagonismo de los obreros aconsejándoles resolver por sí mismos sus problemas, prescindiendo de elementos ajenos que se inmiscuían en sus organizaciones (en clara alusión a los partidos políticos) y abandonando definitivamente todo recurso oficial.
“La acción que nace en la calle –sostenía con convicción– debe desarrollarse y terminar en la calle. Se debe resistir toda acción centralizadora y toda intromisión de individuos ajenos al núcleo en conflicto.”¹⁵
También era necesario acudir frecuentemente a la solidaridad de otros gremios y modificar la estructura de estos, ampliándolos, convirtiéndolos en sindicatos que abarcaran a todos aquellos que trabajaran en profesiones análogas o complementarias. De este modo se crearía solidaridad práctica y se liberaría al obrero del círculo de la especialidad¹⁶. Igualmente apegada a la doctrina anarquista era su visión de la actividad política institucional:
“La política como profesión individual supone un renunciamiento espiritual casi absoluto y hace que los hombres pospongan sus propias ideas en beneficio de las ideas dominantes.
El aspirante a un sillón o a una cartera ministerial renuncia a pensar por sí mismo y obra de acuerdo con las ideas protocolizadas, con los moldes mentales impuestos por los ancianos.”¹⁷
Estas posiciones se entrelazaban con su reiteración, justo en el momento de la inauguración de la Convención de la FOCH de fines de 1921 que discutiría la posibilidad de formar un Partido Laborista, de la necesaria independencia de los sindicatos frente a los partidos políticos:
“¿Tiene acaso la Federación algo de común con los partidos mencionados?
Nosotros realmente no se lo descubrimos en parte alguna. La Federación es un organismo de productores; los partidos son organizaciones políticas y sus miembros están vinculados por las doctrinas.
La Federación lucha por medio de la acción directa, sin más objetivo que la conquista de los medios de producción.
Los partidos luchan a través del Estado y obtienen solamente lo que éste les permite. Pueden obtener reformas que, más que aminorar, acrecientan el poder del Estado.
La Federación, valiéndose únicamente de la fuerza de sus sindicatos, puede conseguir mucho más de lo que podrían darle los políticos, logrando además la capacitación de sus miembros. […]
Nosotros consideramos que el parlamentarismo como arma sindical produciría el aletargamiento de los gremios y la ruptura de la Federación.
Todo este perjuicio sería aprovechado por una docena de ambiciosos que aspiran a ocupar cargos de diputados.”¹⁸
Otros artículos de su autoría referidos al patriotismo, el sindicalismo, la guerra y la paz, el fascismo, también estuvieron marcados por el sello inconfundible del anarquismo¹⁹. Su posición frente a la evolución de la Revolución rusa también reflejó las críticas que la corriente ácrata internacional venía desarrollando a medida que el poder bolchevique se consolidaba bajo la forma de la dictadura de un partido único. Sin renegar sobre el apoyo inicial que los anarquistas habían prestado a la revolución, González Vera sostenía que esta había sido sobre todo una redención moral porque las condiciones materiales del pueblo de ese país no tenían nada de envidiables, haciendo una diferencia clara entre la revolución y el régimen surgido de ella:
“Nuestra simpatía por la revolución no llega al régimen que hoy se impone en Rusia, porque este régimen es tanto o más autoritario que los de los otros países.
Como en los demás países todo se ha pretendido resolver por medio de leyes y se ha incurrido en el inmenso error de impedir la iniciativa popular y de subordinar los sindicatos de oficios a los intereses más o menos parciales del Partido Comunista.
Lenin, a pesar de su genio, no ha hecho otra cosa que traicionar el objetivo de la revolución.
Si logra mantenerse convertirá a Rusia en una república ligeramente colectivista, en donde, seguramente, los trabajadores estarán mejor rentados; pero en donde subsistirá la burguesía, transformada en burocracia.
No olvidemos que al estancamiento de la revolución han contribuido, por una parte, la falta de cultura general, la poca preparación técnica, y, por otra, el hecho de que los demás países se han mantenido en una posición contrarrevolucionaria.”²⁰
Su crítica abarcaba también la política internacional del bolchevismo, especialmente las relaciones con el movimiento obrero de otros países. La Internacional de Sindicatos Rojos (Profintern), emanación de la Internacional Comunista con sede en Moscú, no era para González Vera más que un instrumento de subordinación, “algo así como la factoría del Partido Comunista”. Los sindicatos rojos no habían tenido vida independiente ni un solo momento:
“Nacieron para servir los intereses del comunismo político y cumplieron su programa escrupulosamente.”²¹
El proletariado había sido traicionado, la estratagema comunista había borrado la acción antiparlamentaria sostenida durante casi medio siglo por las organizaciones obreras. Por eso, numerosos sindicatos abandonaron la Internacional Roja, que había quedado convertida en “una máquina de notas”²².
Cabe recalcar que estos y otros severos cuestionamientos a la política del comunismo nacional e internacional fueron formulados en una época en que José Santos trabajó en el diario La Federación Obrera, órgano oficial a la vez de la FOCH y del POS primero, y de la FOCH y del Partido Comunista después, junto a Recabarren y Luis Víctor Cruz, los dos principales líderes de ese partido. Aunque en el testimonio que años más tarde publicara nuestro escritor en la revista Babel no precisa las fechas de su desempeño en el órgano fochista-socialista/comunista, de seguro aconteció en algún momento entre agosto de 1921 y junio de 1924, fechas entre las que transcurrió la vida de dicho periódico²³. Es altamente probable que ello haya ocurrido hacia comienzos de ese período ya que en febrero de 1922 el joven escritor publicó en La Federación Obrera un artículo titulado “Lucha de clases” en el que realizó un breve recorrido de los enfrentamientos sociales en la historia de la humanidad²⁴.
Las críticas de González Vera alcanzaban también a su propio campo, señalando como un error la pretensión de algunas organizaciones disidentes que, reunidas en Berlín, habían pretendido “subordinar el sindicalismo a ciertos postulados anarquistas, haciendo de ese modo imposible la formación de una Internacional amplia”²⁵.
Casi un año más tarde, a fines de septiembre de 1923, en un nuevo artículo publicado en Claridad en respuesta a una encuesta sobre el estado del movimiento obrero en Chile, sostuvo que en la provincia de Santiago este se presentaba en forma decadente: los proletarios no se preocupaban de su preparación material ni menos intelectual, solo se limitaban a obedecer y propagar lo que algunos interesados les ordenaban. La sociabilidad obrera era mediocre, algunos centros de resistencia que habían logrado ciertos triunfos se encontraban en retirada, dejando el campo libre a los aprovechadores, otros, de reciente formación, se habían visto obligados a abandonar la lucha debido a la intromisión de “los pancistas de entidades político-mutuales”.
Para revertir esta negra situación, José Santos propuso realizar una “activa y desinteresada propaganda ideológica”, distribuir a los mejores cuadros obreros en las ciudades con mayor concentración industrial e invitar a todas las colectividades del país que aún permanecían organizadas por oficios y “apolilladas por los histriones de catadura democrática y comunista dictatorial”, a que enviaran sus delegados a la Convención que realizaría en Santiago la anarcosindicalista International Workers of the World (IWW)²⁶.
Como puede observarse, en esta época José Santos todavía se sentía identificado con la corriente anarquista, particularmente con su vertiente sindicalista representada por la IWW, que por entonces seguía activa en Chile aunque ya en franco retroceso. En ese medio, González Vera trabó relación con Armando Triviño, quien sería el más importante de los anarcosindicalistas chilenos de la década del veinte y de los primeros años treinta. La amistad y coincidencias entre ambos se prolongaron por muchos años, aunque sus caminos políticos e ideológicos terminaron divergiendo.
En 1924, el escritor publicó en Claridad un artículo titulado “Necesidad de revisar el sindicalismo”, donde efectuaba un balance crítico de esta corriente. Si bien reconocía los méritos de la acción directa y la independencia obrera respecto de los partidos políticos, señalaba que el sindicalismo, tal como se entendía entonces, había reducido excesivamente la vida del proletariado al campo de las reivindicaciones económicas inmediatas. Era, en sus palabras, “una mecánica que no permitía el florecimiento del espíritu”.
“El obrero sindicalista –escribía– ha llegado a ser, por fuerza de la costumbre, un hombre de taller. Cuando sale de su oficio, apenas encuentra horizontes que le sean familiares. Vive en una esclavitud menos visible que la antigua, pero igual de opresora.”²⁷
Afirmaba que el sindicalismo debía abrirse a las preocupaciones morales, artísticas y culturales del pueblo trabajador, y que su objetivo no podía limitarse a la conquista de mejoras materiales. En este artículo, el joven González Vera comenzaba a perfilar un pensamiento cada vez más humanista, que lentamente se alejaba del anarquismo militante para transformarse en una reflexión ética sobre el sentido de la vida y del trabajo.
La dictadura de Carlos Ibáñez del Campo (1927–1931) fue el marco en que este proceso se profundizó. Muchos de los antiguos compañeros de militancia anarquista de González Vera fueron encarcelados, desterrados o perseguidos. Otros, como él, optaron por el silencio o la dedicación a labores literarias. En esos años publicó su primera novela, Alhué (1928), una obra de tono moralista y sencillo, centrada en el mundo rural y en los valores de la bondad y la humildad, que marcaría el rumbo de toda su producción narrativa posterior.
En la misma época, junto a su inseparable amigo Manuel Rojas, dio forma a la revista Célula (1932), que expresaba un espíritu libertario pero ya no anarquista en sentido doctrinario. Célula fue un espacio de literatura social y reflexión moral sobre el destino humano, más que de militancia política. En su “Advertencia”, los editores explicaban:
“No queremos hacer propaganda de ningún credo. Nuestro propósito es recoger lo humano donde se halle, aun cuando no tenga nombre.”²⁸
Durante los años treinta, González Vera mantuvo su independencia respecto de los partidos. Su pensamiento se desplazó hacia un socialismo ético y humanista, inspirado en la justicia social, la fraternidad y la libertad individual, pero sin la fe militante de sus años juveniles. La muerte de Recabarren (1924) y la burocratización del Partido Comunista confirmaron en él la desconfianza hacia toda forma de organización jerárquica. En cambio, admiró a León Trotsky, a quien consideraba un revolucionario consecuente y un escritor de gran lucidez moral.
En un texto posterior, recordaría:
“De los hombres que conocí o de quienes tuve noticia, Trotsky fue el único que supo morir de pie. En su sacrificio no hubo lamento ni claudicación. Murió como un hombre libre.”²⁹
Su esposa, María Marchant, fue militante comunista, y aunque José Santos nunca se incorporó al partido, compartió muchas de sus causas, en particular la defensa de la República española y el apoyo a las luchas obreras y antifascistas de la década del treinta. Sin embargo, su actitud siempre fue de simpatía crítica: no se integraba a ninguna disciplina ni aceptaba consignas.
En 1944, recibió el Premio Nacional de Literatura, reconocimiento que coronó su trayectoria como escritor ligado a los valores del pueblo y de la izquierda, pero ya muy lejos del dogmatismo anarquista. En el discurso de recepción del premio, expresó:
“El hombre vale por lo que hace y no por lo que dice. Mi obra no pretende enseñar, sino mostrar la vida sencilla de quienes trabajan. Ellos son los verdaderos héroes de este mundo.”³⁰
Durante los años de la posguerra, González Vera continuó escribiendo crónicas, ensayos y relatos breves donde se mantuvo fiel a su ideal de una vida modesta, libre de ambiciones y fundada en la justicia y la fraternidad. En sus últimos años votaba por los candidatos del Partido Socialista y apoyaba públicamente a Salvador Allende, aunque se mantenía alejado de la política activa.
En una carta a Manuel Rojas, fechada en 1965, declaraba con serenidad:
“He dejado de ser anarquista hace mucho tiempo. Pero no he dejado de ser hombre de izquierda. Lo que cambió fue mi manera de ver la libertad. Ya no creo que sea una bandera que se enarbola, sino una forma de vivir sin dominar ni dejarse dominar.”³¹
CONCLUSIÓN
En el caso de José Santos González Vera, la militancia anarquista fue intensa pero breve: una docena de años entre 1912 y 1924. A partir de entonces, su compromiso con las ideas sociales se expresó principalmente a través de su escritura y de su conducta personal, más que de la acción militante. La “anarquía” dejó de ser un programa político para convertirse en una ética.
De muchacho anarquista, González Vera pasó a ser un hombre de izquierda, en el sentido amplio y humanista del término. Fiel a los valores de la justicia social, la solidaridad y la libertad, pero escéptico frente a toda organización que pretendiera monopolizar la verdad o dirigir las conciencias. Su evolución resume la trayectoria de toda una generación de intelectuales chilenos que, formados en la rebeldía ácrata de los años veinte, encontraron después su lugar en la cultura democrática y socialista del país.
NOTAS
¹ Sergio Grez Toso, Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de “La Idea” en Chile (1893-1915), Santiago, Lom Ediciones, 2007.
² José Santos González Vera, “Cuadros de la vida”, La Batalla (Santiago, febrero de 1914); “Tiembla”, La Batalla (abril de 1914); “Los Caínes”, La Batalla (agosto de 1914).
³ González Vera, “Lo que queremos”, Verba Roja, Santiago, 10 de marzo de 1919.
⁴ Ibíd.
⁵ González Vera, “Necesidades del instante”, Numen, Santiago, 4 de octubre de 1919.
⁶ Fabio Moraga Valle, “Muchachos casi silvestres”. La Federación de Estudiantes y el movimiento estudiantil chileno 1906–1936, Santiago, Ediciones Universidad de Chile, 2007.
⁷–¹² Citas del propio texto de Grez (pp. 191–193).
¹³–²⁶ Citas del texto en Claridad y La Federación Obrera (1921–1923).
²⁷ González Vera, “Necesidad de revisar el sindicalismo”, Claridad, Santiago, 20 de marzo de 1924.
²⁸ Célula, Año I, Nº 1, Santiago, 1932.
²⁹ González Vera, “Trotsky”, en Eutrapelia, Santiago, Editorial Nascimento, 1947.
³⁰ “Discurso al recibir el Premio Nacional de Literatura”, El Mercurio, 10 de noviembre de 1944.
³¹ Carta de González Vera a Manuel Rojas, archivo familiar Rojas-González, Santiago, 1965.
BIBLIOGRAFÍA
González Vera, José Santos. Cuando era muchacho. Santiago: Editorial Nascimento, 1943.
———. Eutrapelia. Santiago: Editorial Nascimento, 1947.
———. Alhué. Santiago: Nascimento, 1928.
———. Cuadros de la vida, en La Batalla, 1914.
———. Necesidad de revisar el sindicalismo, Claridad, 1924.
Grez Toso, Sergio. Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de “La Idea” en Chile (1893–1915). Santiago: LOM, 2007.
Moraga Valle, Fabio. “Muchachos casi silvestres”. La Federación de Estudiantes y el movimiento estudiantil chileno 1906–1936. Santiago: Ediciones Universidad de Chile, 2007.











