El Porteño
por Fernando López MacKenzie
La muerte de Armand Mattelart no es sólo la desaparición física de un intelectual; es la interrupción, siempre provisoria, de una de las miradas más consecuentes que ha producido la izquierda latinoamericana sobre el problema de la comunicación, la ideología y el imperialismo. En un siglo XX poblado de teóricos del Estado, del partido, de la economía, Mattelart se empeñó en cartografiar un territorio que él mismo definió como un agujero negro del pensamiento revolucionario: los medios de comunicación de masas y las formas cotidianas mediante las cuales el capitalismo produce consentimiento, deseo y obediencia.
Su nombre quedó ligado para siempre al Chile de la Unidad Popular. Llegado en 1962, se inserta en el Centro de Estudios de la Realidad Nacional (CEREN) de la Universidad Católica y muy pronto en los trabajos de investigación y experimentación comunicacional ligados a Quimantú, a la prensa obrera de los cordones industriales y a las formas incipientes de poder popular. Cuando la derecha organiza el cerco económico y político que desembocará en el golpe, Mattelart está precisamente allí donde la revolución era más ciega: en el estudio de cómo hablan, qué dicen y a quién le hablan los medios que monopoliza la clase dominante, y de cómo la izquierda, incluso en el gobierno, es incapaz de articular una estrategia de comunicación a la altura del enfrentamiento de clases. De ahí su insistencia en que no basta cambiar la propiedad de las empresas: si no se transforma el universo de significados, la vida cotidiana, la cultura que organiza la percepción del mundo, las viejas formas terminan devorando las nuevas estructuras, o neutralizándolas.
En ese contexto nace Para leer al Pato Donald, escrito con Ariel Dorfman y publicado por Siglo XXI en 1971. El libro se propone una operación audaz: arrancar del terreno de la “inocencia infantil” a los personajes de Disney y exponerlos como lo que son, en manos de la burguesía norteamericana: una pedagogía del imperialismo y de la sociedad de clases. El Pato Donald, Tío Rico, Mickey y compañía aparecen como metáforas del pensamiento burgués que coloniza la imaginación de millones de niños en el mundo, naturalizando la propiedad privada, el patriarcado, el racismo y la jerarquía como si se tratara de rasgos eternos de la “naturaleza humana”. Como subraya el prólogo de Héctor Schmucler, el libro se propone mostrar que “nada escapa a la ideología. Nada, por lo tanto, escapa a la lucha de clases”. Donald es apenas “la manifestación simbólica de una cultura que vertebra sus significaciones alrededor del oro y que lo inocenta al despegarlo de su función social”.
El escándalo que desató esta lectura es una medida de su eficacia. La derecha chilena comprendió perfectamente que no se trataba de una polémica sobre historietas, sino de un ataque frontal al corazón de su hegemonía cultural. El Mercurio perdió el humor, la Associated Press emitió cables alarmados, France Soir tituló “El Pato Donald contra Allende”, y los editorialistas locales repitieron la defensa canónica de Disney: entretenimiento sano, infancia apolítica, animales sin ideología. Es decir, el intento desesperado de preservar un territorio —el de la niñez, la fantasía, el juego— como espacio des-historizado, donde la lucha de clases no pudiera nombrarse. Mattelart y Dorfman, en cambio, mostraban que la literatura infantil es uno de los lugares privilegiados donde se codifican las obsesiones y miedos del adulto burgués, y donde se entrena a los niños a aceptar el mundo tal cual es: un orfelinato disciplinario de tíos avaros y sobrinos obedientes, de premios y castigos, de caridad en vez de derechos.
El análisis minucioso que el libro hace de la estructura familiar de los personajes —la desaparición sistemática de padres y madres, el predominio de tíos y sobrinos, la esterilización radical de la sexualidad— no es un juego formalista: muestra cómo se construye un universo sin origen ni futuro, donde nada nace ni cambia, y donde la única movilidad posible es aceptar la autoridad del que está arriba y soñar con, algún día, ocupar su lugar. En ese sentido, Para leer al Pato Donald es la versión comunicacional de lo que, en otros registros, representó la crítica de la dependencia: desnaturalizar lo que el imperialismo presenta como “sentido común” y devolverlo a su condición de producto histórico de una relación de dominación.
El golpe de 1973 corta brutalmente esa experiencia. Expulsado de Chile en octubre de ese año, Mattelart desembarca en París con la memoria fresca del proceso chileno, sus avances y sus derrotas. Es allí donde se reencuentra con Chris Marker, a quien había conocido en Santiago en 1972, cuando el cineasta francés investigaba las políticas culturales de la izquierda chilena y se fascinaba, como Mattelart, con el cine militante soviético de Medvedkin, ese “cine entre las manos del pueblo”. De ese cruce nace el proyecto de La Spirale (La Espiral), producido por Jacques Perrin y Reggane Films: un film sobre la experiencia chilena que no se contenta con narrar la cronología de la Unidad Popular, sino que intenta pensarla políticamente, desde el punto de vista de la estrategia de clase.
La Espiral es, en más de un sentido, la continuación por otros medios del trabajo iniciado en Chile. Mattelart integra el núcleo de realización junto a Jacqueline Meppiel y Valérie Mayoux, en lo que él mismo describe como una verdadera aventura colectiva: dos años de trabajo (1973–1975) montando material filmado por chilenos, europeos, norteamericanos y cubanos —desde Patricio Guzmán y Miguel Littín hasta Joris Ivens y Santiago Álvarez—, cruzándolo con archivos de televisiones europeas, noticieros, fotografías de Depardon o David Burnett, discursos obreros, intervenciones de Altamirano y Clotario Blest. No se trata de ilustrar una tesis prefabricada, sino de dejar que la propia materia audiovisual, confrontada críticamente, revele las lógicas profundas del proceso chileno y de su destrucción.
Desde el inicio, Mattelart y el equipo se proponen evitar tres trampas: el triunfalismo de la derrota, que maquilla los errores para “no entregar armas al enemigo” y promete un balance que nunca llega; el sectarismo, que utiliza Chile como prueba de la “línea correcta” de una fracción contra otra, especialmente en un contexto europeo donde se fantaseaba con una Unión de la Izquierda a la chilena; y la falsa “objetividad” televisiva, que trata la tragedia chilena como si fuera Sumeria, amputando el compromiso de quienes hablan y despolitizando el acontecimiento. Se trata, precisamente, de lo contrario: de asumir que el análisis es parte de la lucha, que la memoria es un campo de batalla, que no hay mirada inocente sobre la Unidad Popular ni sobre el golpe.
El gesto teórico central de La Espiral consiste en invertir el punto de vista: en lugar de organizar el relato en torno a la estrategia de la UP, el film se ordena alrededor de la estrategia de sus adversarios. No se trata de heroizar retrospectivamente al movimiento popular, sino de desentrañar cómo la burguesía chilena —esa “burguesía leninista”, como la llama Mattelart— aplica por su cuenta las lecciones de la guerra de posiciones, articula un frente unido, construye su “línea de masas”, activa los sedimentos ideológicos acumulados en la sociedad para poner a la pequeña burguesía y a sectores populares a defender sus intereses. El Mercurio aparece allí como lo que siempre fue: un intelectual orgánico de la clase dominante, organizador colectivo que acompaña, incita y coordina a gremios patronales, centros de madres, juntas de vecinos, organizaciones estudiantiles y profesionales, mientras amplifica cada gesto de boicot, sabotaje, huelga o acaparamiento para transformar el malestar económico en una ofensiva política contra el gobierno.
No es casual que la película dedique tanta atención al frente ideológico y comunicacional: las marchas de las “ollas vacías”, el “poder femenino” estructurado en torno al consumo y los valores cristianos, la intervención tardía pero decisiva de la jerarquía católica contra la ENU, la ocupación de facultades emblemáticas como Derecho, el papel del “intelectual colectivo” que juegan diario, radio y televisión. Todo eso se inscribe, además, en la trama más amplia de la doctrina de seguridad nacional y de las nuevas formas de contrainsurgencia norteamericana: juegos de simulación encargados por el Pentágono para modelar la reacción de las clases y fracciones de clase frente a un eventual triunfo electoral de la izquierda en un “país imaginario” que se parece demasiado a Chile; convergencia entre estrategias gremialistas y sofisticación tecno-científica del control social probada en Vietnam.
En el plano formal, La Espiral es también una puesta en práctica de una concepción materialista del montaje. Mattelart la define, con justicia, como un ensayo cinematográfico, un “documentario de criação” más cercano a la escritura de un texto que al documental clásico. El film se organiza en siete figuras que van del nacimiento al asesinato de la Unidad Popular —el Plan, el Juego, el Frente, el Acercamiento, el Arma, el Ataque, el Golpe—, pero su estructura no es lineal sino espiral: cada acontecimiento convoca resonancias anteriores y posteriores, reescribe escenas ya vistas, abre preguntas que se responden más adelante o quedan deliberadamente abiertas. Esa forma espiralada encarna visualmente la idea de proceso, de acumulación, de retrocesos y avances que definen toda lucha de clases real; es la negación, en el propio lenguaje del cine, de la simplificación pedagógica que tanto complacía a los medios burgueses cuando hablaban de Chile.
La historia de la película prolonga también el exilio de la experiencia chilena. Estrenada en 1976 en París y en el Festival de Cannes, proyectada en Québec y en varias televisiones europeas, La Spirale se convirtió en referencia ineludible del cine político, pero tardó tres décadas en volver a Chile en su propia lengua. Entró clandestinamente durante la dictadura, circuló en VHS piratas entre exiliados y militantes, desapareció en los vericuetos de las fusiones empresariales que afectaron a Reggane, y sólo en 2006 —gracias a la iniciativa de Villa Grimaldi, del CIDAL y de la productora Galatée Films— pudo finalmente proyectarse con subtítulos en castellano en universidades, centros culturales y, simbólicamente, en la Cineteca del Palacio de La Moneda. Es difícil imaginar un retorno más cargado de historia: las mismas imágenes que mostraban, en 1976, la construcción de la línea de masas de la derecha, el rostro abierto de Allende, la presencia del pueblo en las calles, volvieron a interpelar a una generación criada bajo la dictadura y la transición, educada en el pragmatismo neoliberal y la “democracia en la medida de lo posible”.
En ese regreso, La Espiral se integra a un tejido mayor de memoria audiovisual: desde La batalla de Chile hasta Calle Santa Fe, Héroes frágiles o Actores secundarios, las imágenes se citan, se corrigen, se amplían unas a otras, produciendo un archivo colectivo de la experiencia chilena que combate, plano a plano, el olvido programado. No es casual que estudiantes de periodismo, jóvenes que no habían nacido en 1973, reconocieran en el film una “otra visión” de un país que se les había presentado en blanco y negro, sin pueblo, sin conflicto, reducido a una metáfora abstracta de “trauma nacional”.
Mirado desde hoy, el recorrido de Armand Mattelart —del CEREN a Quimantú, de Para leer al Pato Donald a La Espiral, de los cordones industriales a los debates contemporáneos sobre globalización y redes— compone una unidad: la de un pensamiento que no separa nunca la crítica de la ideología de la lucha política concreta, ni la teoría de los medios de la experiencia de clase. Su lectura de Disney, que revela al pato Donald como emblema de la colonización cultural, y su análisis de la burguesía leninista chilena, que organiza su propia guerra de posiciones, forman parte del mismo esfuerzo por pensar la hegemonía como un campo donde se cruzan economía, cultura y comunicación, y donde una izquierda sin programa y sin estrategia comunicacional está condenada a repetir derrotas.
Rendir homenaje a Mattelart, en Chile y desde una trinchera como El Porteño, no puede reducirse a una elegía académica. Es tomar en serio la advertencia que atraviesa toda su obra: ningún mensaje es inocente, ningún entretenimiento es neutral, ningún medio es sólo un canal. Mientras las nuevas plataformas digitales, las series, las redes y los algoritmos ocupan el lugar que ayer tuvieron las revistas de Disney y los editoriales de El Mercurio, la pregunta que Mattelart se planteó en los años de la Unidad Popular sigue intacta: ¿qué hace la clase trabajadora con esos medios?, ¿cómo se defiende, cómo los disputa, cómo construye los suyos?
En tiempos en que la izquierda oficialista y el progresismo chilenos se refugian miserablemente en el moralismo o en el cálculo electoral, la figura de Armand Mattelart nos recuerda que no hay revolución sin batalla cultural, ni batalla cultural sin un análisis despiadado de las formas concretas en que el enemigo piensa, organiza y comunica. Su legado, de Para leer al Pato Donald a La Espiral, no es un monumento para museos de la memoria: es una caja de herramientas para quienes todavía nos obstinamos en creer que este país, y este continente, pueden ser otra cosa que un decorado amable para los productos del imperio. Adiós Armand Mattelart, hasta el Socialismo, siempre!!!











