* En recuerdo de mis compañeras y colegas Cecilia Labrín y Jacqueline Drouilly (*), asesinadas por la DINA en 1974
NO FUE UN recordatorio -ni un recorrido- agradable. Por el contrario. Fue doloroso. Una nostalgia transformada en lágrimas nacidas de la ira más que del penoso recuerdo marcó esa jornada. Al menos, así le ocurrió a mi espíritu.
La gente transita frente a la belleza de su entorno cotidiano y no la ve, no la siente ni la valora. La rutina del día a día dificulta poder empaparse de aquello que el turista admira. Algo similar sucede con la fealdad, con la tristeza y las llagas de una historia aún cercana que demorarán otros veinte lustros en cerrarse debidamente. Nuevas generaciones construyen sobre las cenizas de quienes lucharon para asegurarles un futuro menos duro que el presente aquel que les correspondió vivir. Pero, esas generaciones no saben de esta historia, tal vez la intuyan gracias a los relatos –ya desvencijados y gastados a punta de exceso de verborrea y llantos- que personas muy mayores (abuelos casi) se obstinan en jamás olvidar. Tal vez. Mas, a muchas personas lo anterior les resbala por sus cuerpos como el jabón de la ducha matinal. Para ellos, lo horrendo, lo terrorífico, es mejor aislarlo, hacerle una ‘cachaña’ y no darse por enterado de que realmente algo inhumano y bestial acaeció en ese lugar.
Es entonces que surge la mal llamada “veta humorística nacional”, una especie de bofetada suave lanzada con el guante de la indiferencia. Hay que reírse de los muertos, de las víctimas y, especialmente, de los victimarios. ¿Para qué seguir tirando ramitas de canelo y nogal a esa hoguera de las divisiones? He escuchado tantas veces la misma frase… y esas mismas veces me he comprometido, porfiadamente, a no caer en el juego del olvido.
Por ello, un día cualquiera realicé un rápido recorrido por aquellas calles santiaguinas donde alguna vez –no hace muchos años- hubo centros de detención, tortura y muerte. La idiosincrasia del chileno le permite apuntar con certera precisión al trastoque de la realidad. Se debe festinar todo, incluso la muerte y el asesinato. A Pinochet lo transformaron en bufón de circo pobre, así como a Toribio Merino lo dejaron acodado en la barra de un bar de mala muerte, de esa misma muerte que él instaló en cubiertas y bodegas de naves como La Esmeralda y el Lebu. Surgieron entonces los apodos pretendidamente cómicos o bizarros para restarle dramatismo al genocidio. La Venda Sexy, el Palacio de la Risa, la Matinée del Diablo, Yucatán, Cuartel Ollagüe…y así, suma y sigue. Todo ello muy conveniente para los asesinos. Festinar la tragedia es ignorarla. Quizá sea peor, pues en realidad se está insultando a los caídos.
Pasé frente a algunos de esos inmuebles donde reinó la muerte, y me pregunté si los espíritus de quienes fallecieron bajo torturas inenarrables deambularían por pasillos y cuartos en las noches sin luna. Pregunta inútil, realmente, ya que la muerte sigue allí adosada a las paredes como un tapiz de horrores. Los fantasmas de nuestros camaradas continúan cobijándose en la esperanza de que algún día, quienes transitamos por la vida concreta, nos despojemos de nuestra cómoda cobardía y decidamos hacer justicia verdadera para que ellos puedan, por fin, abandonar esos lugares de dolor y trasladarse a dimensiones más halagüeñas.
Siempre he sido partidario de una justicia que abarque la realidad completa, lo que importa una sanción acorde al hecho punible. No me convence Punta Peuco como castigo ejemplar para aquellos criminales que abusaron de un poder que nadie les dio. Tampoco me convence enviarlos a cárceles públicas, ya que estas se encuentran privatizadas y sus dueños, en algunos casos, resultan ser socios o amigos de familiares cercanos de muchos de los uniformados detenidos. ¿Por qué no encarcelar a esos trogloditas bestiales en los mismos lugares donde provocaron dolor, muerte y tragedia? Que pasen allí miles de noches visitados por los fantasmas de quienes asesinaron. Que recuerden una y otra vez, día tras día, las aberraciones realizadas, y que cada noche, junto a la oscuridad reinante y al miedo que embadurna el alma, escuchen las voces, los pasos, los gritos, el llanto y los juramentos de todos esos seres cuyas vidas ellos troncharon sin misericordia. Que la locura se apodere de sus mentes, envenene sus arterias y despedace sus esperanzas.
Imagino, y me satisface, el deseable sufrimiento de los desquiciados criminales temblando de pavor, revolcados –cada noche- en sus heces y orines en un rincón de pestilentes cuartos traspasados por el hedor a muerte, atormentados por la presencia de mil espíritus que les flagelan con su presencia y con la inquisición de preguntas carentes de respuestas, de conjuros y predicciones respecto de los tormentos del averno que esperan a todos y cada uno de los genocidas en vidas futuras. Me complacería ver a esos asesinos empalados por el terror, absorbidas sus mentes por una locura sin sanación, mordiéndose entre ellos y atacándose unos a otros con saña de zombies. Sí… definitivamente esa sería una buena condena, una necesaria y justa condena. ¿Concordarán con ella aquellos que perdieron su vida en tales sitios?
Alguna vez, en el que a mi juicio es su mejor poema, Vicente Huidobro escribió:
Oh mis fantasmas!
¡Oh mis queridos espectros!
La noche ha dejado noche en mis cabellos
¿En dónde estuve? ¿Por dónde he andado?
¿Pero era ausencia aquélla o era mayor presencia?
Mis queridos fantasmas, muchos como yo –millones en realidad- jamás los hemos abandonado. Perdonen nuestra pusilanimidad. Seguimos intentando hacer justicia y quizás moriremos en ese intento, pero nunca les hemos olvidado… a pesar de los esfuerzos que antiguos compañeros vuestros y nuestros han realizado para ocultar no sólo el recuerdo de vuestras luchas sino, además, su propia vergüenza de traidores y corruptos, ya que en temprana hora se entregaron dócilmente al arbitrio de los enemigos de siempre.
Mis queridos fantasmas, sepan ustedes que se avecinan nuevos desafíos, nuevas luchas. En ellas también estaremos. Nuestra acción se encamina a estructurar una nueva y democrática Constitución Política y, por supuesto, construir en Chile aquella necesaria democracia verdadera donde todos, ante el Estado y la ley, seamos iguales manteniendo nuestras diferencias particulares. Recién entonces, las amplias alamedas se abrirán para recibir al Hombre nuevo. En eso estamos. La lucha no ha terminado, sólo comienza.
(*) Cecilia Labrín y Jacqueline Drouilly, ambas Asistentes Sociales, asesinadas en 1974 por perros rabiosos que portaban gorras, botas, fusiles, bayonetas y una bandera.