Pablo Stefanoni *
Revista Panamá, diciembre 2017
La reciente condecoración de Evo Morales al dictador ecuatoguineano Teodoro Obiang con el Cóndor de los Andes –que incluyó la broma de que le pediría asesoramiento para ganar con más del 90% de los votos– puede ser tomada como un hecho anecdótico. Asumida como un gesto diplomático frente a un dignatario extranjero que concurrió a una cumbre del gas con poca asistencia de presidentes, o incluso más: como un gesto tercermundista hacia el primer líder africano que pisaba el Palacio Quemado. Pero también puede leerse como una luz amarilla por parte de un presidente que precisamente en esos días conseguía un forzado fallo del Tribunal Constitucional que habilitaba su repostulación indefinida a la presidencia pese a que un referéndum en febrero de 2016 rechazó esa posibilidad.
Y acá es inevitable el espejo con Honduras, donde un gobierno de signo contrario -posgolpista, antipopular y represivo- usó esa misma vía, que fue rechazada por el ex presidente Manuel Zelaya, víctima él mismo de un golpe, como producto de la cooptación de la justicia. El problema de las izquierdas y “populismos” latinoamericanos es que vienen colgando el cuadro de Carl Schmitt mientras están en el gobierno y reemplazándolo por el de Isaiah Berlin cuando pasan a la oposición. A menudo, el uso instrumental de la democracia –bajo el supuesto de que lo que importa verdaderamente es el cambio social– es similar al de las derechas. Pero el Estado de derecho no es solo un límite a las transformaciones radicales, es también un mecanismo de defensa cuando cambia el signo político (una Argentina tentada del “populismo al revés”). Y de manera más principista, sin esa “ortopedia para caminar erguidos” (E. Bloch) que son los derechos democráticos (¿burgueses?) resulta difícil pensar en la efectiva radicalización democrática y en la preservación del pensamiento crítico, que siempre choca con el Estado y el poder. Quizás Noruega pueda darnos estos días alguna lección al respecto.
Una parte de la izquierda continental considera, no obstante, que frente a las dificultades electorales –y el debilitamiento de los gobiernos progresistas– es necesario renunciar a la amplia hegemonía que caracterizó a los progresismos durante gran parte de sus gestiones y encerrarse en el “verdadero” pueblo (minoritario). Pero eso no es más que un riesgoso camino desde el populismo democrático que caracterizó a varias de las experiencias de la región hacia una suerte de “nacional-estalinismo” criollo –que polariza desde minorías intensas y ya no desde las mayorías sociales–, que debe transformarse crecientemente en “régimen” y apelar a mecanismos extrademocráticos (control del aparato estatal e incluso represivo) para conservar el poder. Venezuela hace tiempo que transita esa deriva. Bolivia podría correr el riesgo de comenzar a transitarla. Y aunque ese camino parezca justificarse en la radicalización del cambio, eso es un espejismo. Los cambios más poderosos en Bolivia –y en Venezuela– se hicieron en el momento hegemónico, sostenidos en amplias mayorías electorales y callejeras; ninguno se hizo desde un “populismo de minorías”. Por el contrario, el periodo que va desde 2014, cuando la perspectiva reeleccionista encontró mayor resistencia social –especialmente urbana– hasta hoy, coincide con el momento más pobre en términos de ideas e imágenes de futuro por parte del gobierno boliviano.
Tampoco se puede ser ingenuo a la hora de echar por la borda la “democracia burguesa”. No se trata de un consensualismo bobo, de subestimar las resistencias conservadoras ni de ser almas bellas o radicales de salón, pero sí de pensar de manera honesta qué tipo de instituciones requiere el cambio social, pensar en serio la democracia (sin tirar al niño democrático con el agua sucia de la bañera liberal): es imposible desconocer que a menudo, las formas de “democracia popular directa” se transformaron en instrumentos poco democráticos y en formas de despotismo personal o colectivo bajo la pantalla del poder popular. Tampoco es fácil explicar, para la izquierda continental tan adepta a esa terminología, que la Asamblea Constituyente de Nicolás Maduro no sea un “(auto)golpe blando”.
En una reciente presentación –con una emotiva escenificación– de un libro clásico sobre el cerco a La Paz de Tupak Katari, pudo verse la apatía del público. Y ella se explicaba porque quienes participaban del acto eran en su mayoría empleados públicos obligados a participar y lo mismo ocurre, cada vez más, con los mitines oficialistas. Y esta apatía no es consecuencia de la conspiración imperialista, ni siquiera de una mala situación económica, que no es tal, sino de los efectos de detentar el poder por doce años, gran parte del tiempo con el control de todos los órganos del Estado y de dos tercios del congreso. No es casual que hoy la izquierda crezca donde gobierna la derecha (Chile, Perú, México) y retroceda donde gobierna o gobernaba hasta hace poco (incluso en el institucional Uruguay).
No obstante hay quienes atribuyen los problemas al imperio y a las traiciones (Ecuador) o a guerras de “cuarta generación” tan inquietantes como ideológicamente tranquilizadoras. Un repliegue hacia los creyentes que termina a la larga, o a la corta, por erosionar las banderas del cambio. Y que no comprende que el ciclo iniciado en los primeros 2000 encontró su fin tal como lo conocimos.
* Jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad.