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VATICANO, AUTORITARISMO Y ANTISEMITISMO (XXIII)

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Felipe Portales

Pese a la reafirmación del concepto de deicidio promovido por los obispos conservadores y lamentablemente
estimulado por la alocución de Pablo VI de Semana Santa de 1965, el espíritu del Concilio iba afortunadamente
en otra dirección. De partida el Concilio desechó el atávico concepto de que “fuera de la Iglesia no hay
salvación” al señalar que “quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante,
a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad,
conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (Constitución Dogmática
Lumen Gentium, sobre la Iglesia; en Documentos del Vaticano II; BAC, Madrid, 1972; p. 52).
Por el contrario, en los diversos documentos conciliares fluye el reconocimiento evangélico de que el amor es
más importante que la fe; y el postulado de los derechos humanos universales, incluyendo explícitamente el
respeto del derecho a la libertad religiosa; en contraste total con las encíclicas decimonónicas elaboradas por
Gregorio XVI y Pío IX, particularmente el Syllabus. Se aprobó incluso expresamente una Declaración sobre la
Libertad Religiosa (Dignitatis humanae). Por lo tanto, en este contexto no cabía la reafirmación doctrinal del
antisemitismo católico.
Y si bien no se llegó a desechar explícitamente –por la dura oposición de los conservadores- el atávico y odioso
término “deicidio”, se rechazó completamente su idea de fondo. Así, en la Declaración sobre las Relaciones de
la Iglesia con las Religiones no Cristianas (Nostra aetate), aprobada en octubre de 1965, se estipuló que
“aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que
en su pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los
judíos de hoy. Y si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos réprobos de Dios y
malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar
cosa que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, tanto en la catequesis como en
la predicación de la palabra de Dios” (Documentos del Vaticano II; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid,
1972; p. 617).
Pero esta positiva declaración omitió, al mismo tiempo, pedir perdón a los judíos por ¡haber predicado durante
muchos siglos lo anterior!¡Si precisamente lo principal que buscaba el Concilio en esta dirección era terminar
con esa odiosa infamia atávica de la Iglesia! Y en el mismo sentido positivo hizo otra afirmación, ¡pero que
tampoco llevó al Concilio a pedir perdón!: “Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los
hombres, consciente del patrimonio común con los judíos e impulsada no por razones políticas, sino por la
religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier
tiempo y persona contra los judíos” (Ibid.). ¡Cómo negarse a reconocer que la institución que, lejos, había
desarrollado más “odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo” históricamente había sido la
propia Iglesia Católica! Y además, llama negativamente la atención el que sólo haya “reprobado” y “deplorado”
el antisemitismo, sin llegar a “condenarlo”…
Tampoco en la Declaración se mencionó cómo el antisemitismo de siglos había culminado en el Holocausto.
Y esto, pese a que los obispos “uno detrás del otro aludieron al Holocausto”. El propio cardenal Bea,
“criticando el antisemitismo y el nazismo, se refirió directamente al Holocausto y al Nacional Socialismo en
su primer discurso sobre los judíos al Concilio en noviembre de 1963” (Michael Phayer.- The Catholic Church
and the Holocaust 1930-1965; Indiana University Press, Bloomington, 2000; p. 214). Sobre todo los obispos
alemanes “explicaron sus motivaciones a partir de las calamidades que el occidente cristiano les provocó a
los judíos. A medida que el Concilio se desarrollaba, sus partícipes alemanes se disculparon públicamente por
‘el inhumano exterminio del pueblo judío’. Y durante las deliberaciones en 1964 los obispos alemanes
emitieron una carta señalando que ellos especialmente acogían favorablemente una declaración del Concilio
sobre los judíos ‘porque estamos conscientes de las espantosas injusticias perpetradas contra los judíos en
nombre de nuestro pueblo’” (Ibid.).
También, muchos obispos no alemanes recordaron “repetidas veces durante sus prolongados debates el
tradicional antisemitismo cristiano y el Holocausto: ‘Las injusticias de siglos claman por resarcimientos’
(Joseph Ritter, cardenal arzobispo de Saint Louis); ‘¿Cuántos judíos han sufrido en nuestro tiempo? ¿Cuántos
murieron porque a los cristianos no les importó y se mantuvieron en silencio?’ (Richard Cushing, cardenal
arzobispo de Boston); ‘Una verdadera declaración cristiana no puede omitir el hecho de que el pueblo judío

ha sido sujeto a siglos de injusticias y atrocidades cometidas por los cristianos’ (Patrick O’Boyle, cardenal
arzobispo de Washington)’; ‘Para los judíos la última guerra fue un tiempo de completamente crasas
atrocidades’ (León Arthur Elchinger, obispo auxiliar de Estrasburgo); ‘Condenamos las injusticias hechas a
los judíos, los estallidos de odio, las palizas, los asesinatos y los pogromos a que han sido sometidos’” (Jules
Daem, obispo de Amberes)” (Ibid.).
En todo caso, es claro que aunque no hubo ninguna disculpa por el pasado, el Concilio dejó atrás, al menos,
los fundamentos doctrinarios del antisemitismo, lo que ciertamente fue mucho, considerando su historia: “Al
investigar el misterio de la Iglesia, este sagrado Concilio recuerda el vínculo con que el pueblo del Nuevo
Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham. Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los
comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los patriarcas, en Moisés y en los profetas, conforme
al misterio salvífico de Dios (…) La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del apóstol Pablo sobre sus
hermanos de sangre, a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la alianza, la ley, el culto y las promesas; y
también los patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne (Epístola a los Romanos 9, 4-5), hijo de la
Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas la Iglesia, nacieron del pueblo
judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo
(…) Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y a judíos, este sagrado
Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue, sobre
todo, por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno” (Documentos; pp. 615-6).
Además de este documento, el cardenal Bea logró que se estableciese la Oficina Vaticana para las
Relaciones Cristiano-Judías. Asimismo, todo indica que el Concilio procedió silenciosamente a descartar la
veneración de los seis niños declarados beatos como consecuencia de considerárseles víctimas de
“asesinatos rituales” efectuados por judíos (ver Jean Meyer.- La fábula del crimen ritual. El antisemitismo
europeo (1880-1914); Tusquets, México, 2012; pp. 162 y 311). Obviamente, como fue silencioso, menos hubo
un reconocimiento y pedido de perdón por haber prohijado tan horribles calumnias antisemitas desde el siglo
XII. Peor aún, ha habido constancias –como veremos más adelante- que al menos hasta 1994 se siguió
venerando uno de los niños (en la diócesis de Brixen, Austria) y que ¡hasta hoy se continúa con la veneración
en España de otros dos niños en las diócesis de Toledo y Zaragoza!
Así, pese a todas sus grandes insuficiencias y omisiones, Nostra aetate significó el fin del antisemitismo como
postura doctrinal y pastoral de la Iglesia. El que haya sido “necesario” para ello el Holocausto es algo que
tampoco debe olvidarse… Y la aprobación de dicha declaración fue, por cierto, bien recibida por los judíos,
pero como un punto de partida para mejorar las relaciones judeo-cristianas. Así, el presidente de Amitié
Judeo-Chretienne expresó: “Veo la declaración como un comienzo, un punto de partida. Después de tantos
siglos sangrientos, la Iglesia ha finalmente reanudado un auténtico diálogo con el judaísmo” (Phayer; p. 215).
A su vez, el estrecho asesor del cardenal Bea, C. A. Rijk le manifestó a Jean Lacouture que “numerosos judíos,
sobre todo entre los religiosos, al principio del concilio eran muy reservados con relación a lo que se podía
esperar, no creyendo que la Iglesia pudiese fundamentalmente modificar sus relaciones con el judaísmo. La
promulgación de Nostra aetate les pareció en líneas generales un importante paso adelante, aunque la
versión final les decepcionase” (Jean Lacouture.- Jesuitas II. Los continuadores; Paidós, Barcelona, 1994;
p. 590).
Por otro lado, el propio cardenal Bea también veía la declaración a aprobarse como un comienzo. Así, en
una alocución a un grupo de judíos neoyorquinos en 1963 les dijo: “No podemos cambiar en dos años una
mentalidad forjada en dos mil años… Es después del concilio cuando será necesario trabajar por propagar
su espíritu y sus principios, y encontrar poco a poco las formas concretas para mejorar las relaciones entre
católicos y judíos. Será un trabajo largo que exigirá mucha paciencia y perseverancia, pero es el único que
dará frutos duraderos” (Ibid.).
En efecto, es imposible borrar de golpe criterios y prejuicios tan acendrados en una “cultura”, como lo
ha sido el antisemitismo en el mundo católico y cristiano en general. Esto lo podemos ver incluso en
teólogos reformistas y muy reputados como el jesuita alemán Karl Rahner, quien en 1965, ¡el mismo año en
que se aprobaba Nostra aetate! señalaba respecto de los judíos: “Casi podríamos decir que un demonismo
sobrenatural está ejerciendo su poder en el odio de este pueblo contra el verdadero Reino de Dios” (Garry
Wills.- Papal Sin. Structures of Deceit; Doubleday, New York, 2001; p. 21). O en el teólogo y sacerdote Pierre
Benoit que fue director de la Revue Biblique (órgano de la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa de
Jerusalén) y miembro del Pontificio Instituto Bíblico; y quien dijo en 1968 que “la autoridad religiosa del

pueblo judío tomó sobre sí la responsabilidad de la crucifixión (de Jesús). Israel se cerró a la luz que le fue
ofrecida (…) Este rechazo ha continuado a través del tiempo hasta hoy día mismo (…) Cada judío sufre la
ruina experimentada por su pueblo cuando lo rechaza a Él en el momento decisivo de su historia” (Ibid.).

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