por Jano Ramírez
La muerte del Papa Francisco ha desatado una ola de homenajes por parte del progresismo internacional. Desde jefes de Estado hasta organizaciones sociales, se ha visto una carrera por ver quién expresa primero su admiración hacia el “Papa de los pobres”. Pero esta respuesta no es casual ni inocente. Desde una perspectiva marxista, Francisco no fue un agente de emancipación, sino un hábil operador ideológico que adaptó el discurso de la Iglesia Católica a los nuevos tiempos del capitalismo en crisis.
El rostro amable del mismo poder
Lo que sectores progresistas ven como una ruptura, sus críticas al capitalismo, sus gestos de cercanía con los pobres, su discurso ambientalista, no es más que una sofisticada operación para lavar la imagen de una institución que históricamente ha sido un bastión del poder. En un contexto donde la información sobre los crímenes de la Iglesia es accesible globalmente, ya no se puede ser tan descarado como antes. El Vaticano necesita figuras que encajen en los códigos actuales de sensibilidad moral y política. Francisco cumplió ese rol, suavizó la represión espiritual sin alterar la estructura de fondo.
Mientras hablaba de la pobreza, el Vaticano conservaba su riqueza obscena. Mientras pedía perdón por los abusos sexuales, los mecanismos de encubrimiento seguían intactos. Mientras decía criticar “el sistema”, jamás llamó a su abolición ni ofreció una alternativa real. Su función, al igual que la de sus antecesores, fue contener el malestar, administrarlo, canalizarlo hacia formas inofensivas de expresión espiritual.
Religión y alienación, consuelo que no libera
Uno de los conceptos clave para entender por qué la religión sigue siendo útil al sistema es el de alienación. En palabras simples, significa estar desconectado de lo que uno hace, de lo que uno es, o de lo que uno podría ser. Es cuando una persona vive atrapada en una rutina o en una realidad que no controla, que no entiende del todo, y que no eligió, pero acepta porque no ve otra salida.
Por ejemplo, cuando alguien trabaja largas jornadas en algo que no le gusta, cuyo resultado no lo beneficia, y que apenas le permite sobrevivir, esa persona está alienada. Siente que su vida no le pertenece, que su esfuerzo no vale, y que no tiene poder sobre su destino. Eso genera frustración, cansancio, vacío.
Ahí entra la religión. En vez de cuestionar el origen de esa frustración, la explotación, la desigualdad, la injusticia, ofrece consuelo. Promete una recompensa en el cielo, resignación en la tierra y perdón en vez de lucha. Es un alivio momentáneo, pero no una solución. Es un consuelo que no libera.
Francisco no rompió con esa lógica. Solo la hizo más amable, más moderna, más creíble para nuevos públicos. Pero su mensaje seguía siendo el mismo, aguanta, ten fe, espera… y no te rebeles.
La Iglesia en dictadura, entre complicidad y contención
Un punto que suele usarse para “salvar” a la Iglesia de una crítica radical es su rol en dictaduras como la chilena, donde efectivamente existieron sectores que jugaron un papel importante en la defensa de los derechos humanos. El caso de la Vicaría de la Solidaridad, creada en el seno de la Iglesia Católica durante la dictadura de Pinochet, es paradigmático. La Vicaría fue un refugio para perseguidos políticos, documentó crímenes, y prestó un servicio innegable a la defensa de la vida.
Sin embargo, desde una mirada estructural, incluso este gesto debe entenderse en el marco de una estrategia de contención. La Iglesia, que en gran parte bendijo la dictadura o guardó silencio, no podía aparecer completamente asociada al terror de Estado sin poner en riesgo su legitimidad. La creación de espacios como la Vicaría fue también una forma de posicionarse como “mediadora”, no como parte del conflicto de clases. Fue un ajuste institucional frente al horror, no una ruptura con su rol histórico.
Francisco y la continuidad ideológica
En este sentido, el papado de Francisco es la continuidad de esa lógica. No es casual que ante los excesos del capital, la Iglesia elija el lenguaje de la “solidaridad” y no el de la lucha; que hable de “los descartados” pero no de la clase trabajadora organizada, que critique “la codicia” pero no la propiedad privada de los medios de producción. Su crítica es moral, no revolucionaria. Su estrategia es adaptativa, no transformadora.
Lo que el progresismo global celebra no es a un Papa que quiso transformar el mundo, sino a un Papa que supo salvar la imagen de la Iglesia en tiempos de descrédito. Su discurso fue una válvula de escape que aliviaba conciencias pero no movía estructuras.Tarea de los revolucionarios
Frente al espectáculo global de beatificación simbólica, los revolucionarios no podemos callar. La crítica marxista no busca negar las contradicciones internas de instituciones como la Iglesia, pero sí denuncia su rol histórico en la reproducción de la opresión. Hoy, cuando el capitalismo profundiza su barbarie, necesitamos menos compasión y más organización, menos sermones y más lucha.
La muerte de Francisco no marca el fin de una época, sino la continuidad de una táctica ideológica. Vendrá otro rostro amable, otra narrativa que buscará conciliar el horror del sistema con una ética espiritual. Nuestra tarea es desmontar esa maquinaria, revelar su función real, y construir una moral de los explotados que no se arrodille ante ninguna cruz, sino que levante el puño con conciencia de clase.