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Irresponsables locuras de juventud: Emulando al ‘tuerto’ Orellana surqué el Amazonas en falucho peruano

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En 1529, el capitán español Francisco de Orellana, sirviendo a las órdenes de Francisco Pizarro, salió desde la ciudad de Quito rumbo a la Amazonía. Fue el primer europeo que cruzó el Mato Grosso hasta llegar a la costa atlántica. El año 1969 yo hice el recorrido inverso, pero tampoco encontré ‘El Dorado’.

Arturo Alejandro Muñoz

Esto ocurrió en el año 1969 cuando quien escribe etas líneas tenía dulces e irresponsables 24 años de edad. Llevaba ya siete días deambulando por la inigualable ciudad de Manaos –a capital da borracha (caucho)- proveniente de la atestada e industrial Sao Paulo, cuando quiso la fortuna que decidiera  almorzar en el restaurante  del hotelucho de cero estrellas a la vera del grandioso Amazonas, en pleno corazón  del Mato Grosso  
Allí, casualmente, conocí a Romelio Grondoño, un peruano gordo y morocho, de generosa sonrisa que amplió no bien supo que era un maldito chileno patiperro. Esa noche recorrimos la ciudad hasta que la madrugada nos sorprendió empapados en sudor y exudando cerveza por todos los poros. Nos sentamos en un banco de piedra, frente al imponente Amazonas en la zona del mercado.

  – ¿Quieres conocer el río, verdad hermano? –sus dientes brillaban con el reflejo del potente sol tropical, que en Manaos es más que un simple calor.

– Por supuesto, para eso he venido.

– Esta noche zarpamos hacia Iquitos –comentó, mirándome fijamente.

– ¿Iquitos? ¿En Perú?

– ¿Dónde más? En Perú, carajo. Allá vivo yo.

El moreno era propietario de un barquichuelo muy parecido a los faluchos maulinos que alguna vez vi en Constitución; con él hacía negocios no muy claros entre la ciudad peruana y la capital brasileña del caucho.

Sobre el «Mondongo» viajamos a las alturas del Amazonas, remontando las aguas barrosas de aquella culebra húmeda que baja de los Andes alimentada por cien ríos menores y toneladas de lluvias tropicales, hendiendo la selva impenetrable con su curso mágico, arrastrando sedimentos y autorizando la vida de peces, yacarés y pirañas que pululan en su fondo oscuro.

El trayecto resultó una pesadilla para mí. El calor era asfixiante. Durante todo el viaje observé gruesos mantos de nubes gordas y negras que se encimaban al barco, dejando en el ambiente corpúsculos de agua que embadurnaban la piel y los ojos, formando una mermelada sobre la epidermis y atrayendo mosquitos por cientos. Cada mediodía la selva se estremecía con truenos portentosos y un aguacero se precipitaba al suelo, formando cortinas y cascadas que me hacían creer en el diluvio universal.

El río más grande de América del Sur parecía un océano café terroso, una capa de chocolate espeso que mostraba lento avance en su cauce. Al anochecer, Romelio ordenaba a su escasa tripulación de cinco hombres aproximarse a la ribera sur y viajar pegado a ella hasta que el sol comenzara a despuntar nuevamente por el este. Durante el día, el trayecto se hacía por el sector central del cauce fluvial.

– No conviene jugar con la suerte –decía el peruano- Hay tribus muy «hijueputas» que nos atacarían para apoderarse de la carga. En la noche, esos carajos duermen, así que viajamos por la orilla. Además, no es bueno transitar por medio del río en la oscuridad. Podríamos toparnos con enormes troncos de árboles sin verlos.

Cruzar la selva amazónica es una experiencia única y estremecedora. No puede uno ver nunca más una película norteamericana en la que los actores ejercitan sus cualidades de héroes, sin cuestionarse seriamente la burda escenografía hollywoodense que los estudios cinematográficos levantan en los jardines de Los Ángeles para convencer al espectador, o intentar engañarle, haciéndole creer que «eso» es realmente la selva.

Lugares así, no existen en la realidad. Es sólo utilería y decorados de cartón piedra, con una que otra florcita semi tropical como gomeros, filodendros y mantos de Eva.

El Mato Grosso no posee comparación.

Primero está  el calor. Intrusivo, insoportable, denso, vivo, asfixiante. El río mismo es una enorme serpentina polifémica de nunca acabar, con aguas barrosas y profundas, de transporte lento e ignorado comportamiento.

Pensar en chileno no sirve. Allá en Brasil, es EL río. Sólo el delta mide más de cincuenta kilómetros de ancho, considerando islotes y terrenos intermedios.

Hay momentos en los que no se divisa tierra desde la cubierta del barco. Uno se siente en medio de un mar tibio y brillante, algo parecido a un lago inmenso, de proporciones desconocidas.

Después, está  la vida. Todo respira y bulle en el Mato. Es un corazón verde que late y se agita incesantemente. Silbidos, respiraciones, crujidos, aullidos, goteos, quejidos, graznidos,  tamborileos, crepitaciones. Eso, en el día.

Las noches poseen el silencio más espectral que he sentido en mis azarosos años de existencia. Ni siquiera hay brisa para mecer el follaje. Sólo silencio y quietud, que se quiebran intempestivamente con el sonido de mil gorjeos no bien un ruido –por ínfimo que sea- rasga la paz nocturna.

La lluvia de mediodía es portentosa, sinfónica, de un caudal imposible y tibieza vivificadora. Hay momentos en que se llega a implorar la suave calidez de las precipitaciones, pues ellas atemperan el dolor provocado por la canícula y mediatizan la humedad que forma mermeladas sudorosas en la piel.

Pero, cuidado. Abandonar la orilla del río para internarse algunos metros en la selva no es recomendable ni seguro. Uno se pierde casi de inmediato y el sentido de orientación sirve tan poco como un refrigerador en la Antártica. Veinte simples pasos entre el ramaje y el mundo verde atrapan al paseante en un túnel de inequívoco pavor. Hay que gritar para que el resto de los acompañantes ubiquen medianamente la locación y vayan en su búsqueda.
Cuando llueve sobre la selva tupida, el agua demora minutos en caer sobre la alfombra de follaje. Las copas de los árboles actúan como paraguas magistrales, por los que apenas logra colarse el sol. Abajo, todo es penumbra, calor, humedad  y vida.

A pocos metros de avance, el explorador menos avisado hunde su cuerpo hasta media pierna y el vaho se levanta del suelo, nauseabundo y pegajoso, introduciéndose en las narices. Todo huele a humedad y a prehistoria.

Brújula y machete. Dos instrumentos que no pueden estar ausentes. Tampoco las botas altas. Pisar un bicho que repta o que se desliza, es el prolegómeno del envenenamiento eficaz. Y bicharracos hay por miles. En cada paso, en cada sitio, en cada rama.

El «Mondongo» hizo un alto en el único claro que pude detectar en ese viaje. Los peruanos llamaban al lugar «Bapuntá». Cien metros de piso limpio de árboles, matorrales y follaje espeso; nueve chozas de dimensiones medianas alzaban sus estructuras mirando al río, formando un semicírculo que tenía a sus espaldas el fantástico conjunto de farallones vegetales. Al centro había una elipse de arenilla y guijarros. Era la «plaza» del lugar.

Las chozas se afirmaban en pilotes de madera y me parecieron una buena imitación de los palafitos chilotes. El poblado estaba bajo la administración de cuatro curas holandeses que vestían a la usanza de los exploradores. Pantalones de mezclilla, botas altas, sombreros «gaúchos» y torsos desnudos. De sus cuellos colgaban cadenas de plata con cruces delgadas. Eran hombres jóvenes, altos, nórdicos, de rostros agraciados y miradas duras. Hombres encerrados por el Mato y el río. Llevaban tres años en ese punto del globo y se ufanaban por haber evangelizado a más de doscientas almas indígenas.

Almas que por cierto vivían mucho más allá de las primeras formaciones de árboles majestuosos y loco verdor, pues sus vidas se desarrollaban en lugares distantes y apartados que podían estar situados en el corazón selvático más profundo de ese pulmón pleistocénico de la humanidad, al que podía llegarse luego de tres o cuatro días de duro caminar, macheteando ramas y desbrozando matas.

Me impresionó  el tráfico comercial existente en Bapuntá. Los curas debían haber sido descendientes directos de los ayudantes de Marco Polo, pues todo lo compraban, lo vendían o lo transaban. Nada era gratis en ese claro. Ni siquiera el agua fresca que recogían de los dos arroyuelos que morían débilmente en el río.

¿Discutir con ellos respecto de los regalos que la naturaleza extendía gratuitamente a los humanos? Ni soñarlo. Usaban cintos con revólveres y de sus costados pendían machetes. Además, esos tipos medían casi dos metros. Eran sacerdotes, pero primero eran hombres, vivían en plena selva y habían sabido sobrevivir e imponerse en el hostil ambiente del trópico salvaje. Merecían respeto.

Romelio les vendió numerosas cajas con provisiones enlatadas, sal de mesa, baterías para radio, alcohol por litros, cigarrillos, revistas, tres cajones repletos de clavos de dos pulgadas, algunas herramientas de mano, azúcar, café, té, yerba mate y paquetes conteniendo medicinas variadas.

Las cajas con balas me hicieron abrir los ojos y pestañear asombrado. Terminé  por hacerme «el de las chacras» cuando el peruano les entregó cartuchos de dinamita y mechas.

Los curas pagaron en dólares americanos e invitaron al capitán y a su tripulación a cenar con ellos esa noche. Yo incluido, por supuesto. Intenté declinar el ofrecimiento pues prefería dormir en la cubierta del «Mondongo», a salvo de visitas sorpresivas de bichos salidos de la espesura, pero Romelio me susurró al oído una opinión que tenía trazas de orden.
– Si te marchas, ellos considerarán eso como una bofetada.

– No tengo hambre –repliqué sin convicción.

– Es mejor que la tengas –dijo Grondoño, secamente.

A buen entendedor, pocas palabras. Me quedé a cenar y tomé asiento en el lado norte de la mesa de lona que uno de los sacerdotes extendió cerca de la fogata que iba a iluminar el lugar cuando el sol cayese allende los Andes. Al menos, eso creía yo.

Unos indígenas mocetones y de baja estatura (vestían trajes de baños pasados de moda y alpargatas españolas) trajeron de la nada el bamboleante cuerpo de una culebra aún viva.

«Serpe» –me dijo en portugués el cura sentado a mi diestra, agregando en inglés lo que él supuso una traducción entendible- «Snake»…

Con habilidad y rapidez, los nativos cortaron la cabeza y la cola del reptil, cuyo tamaño y longitud eran respetables. Lo desollaron con cuchillos artesanales, posiblemente fabricados con restos de viejos machetes. De un tajo largo abrieron el cuerpo del bicho y extrajeron de su interior una porquería rosada, viscosa.

Trozaron la carne y la revolcaron en bateas cubiertas de sal y hojas oscuras. Allí reposó el menjunje durante largo rato, mientras bebíamos cervezas y fumábamos cigarrillos como si fuésemos condenados al patíbulo. Después, nuestros anfitriones atravesaron los trozos con varas delgadas que depositaron en las piedras  sobresalientes del manto ígneo de la fogata, a esa hora ya sin llamas.
Esa noche cené  «churrascada de serpe». ¡Deliciosa! Pero lo mejor vino más tarde, a medianoche quizá.

Luces en el río. El zumbido ronco de un motor rompió la quietud. Una embarcación se aproximaba desde el oeste. Hubo agitación entre los indios. Los curas nos recomendaron que siguiésemos sentados y sin intervenir. Los indígenas habían huido hacia la selva y no los volví a ver nunca más. Un ambiente de peligro se instaló en nuestros sentidos. Romelio se mostraba inquieto y nervioso.

Cinco gigantes rubios descendieron a tierra firme desde el pequeño navío ataviado con potentes focos encendidos y una ametralladora afirmada en un trípode metálico empotrado en la proa, apuntando según la voluntad del tipo que la manejaba. Los rubios, sin excepción, estaban armados.

– La puta que los parió –murmuró Romelio, agachándose para ocultar su rostro de la luminosidad que escapaba de la lámpara a petróleo- Son del grupo de Van Happer.

– ¿Holandeses? –pregunté en sordina.

– «Hijueputas» –replicó el peruano- Traficantes de blancas, de negras, de indias, de diamantes, de caucho, de armas, de coca….

– ¡¡Me cago!! –murmuré asustado.

– Mantente quieto, hermano. Ni se te ocurra levantarte o hablar. A partir de este minuto, tú,  mis hombres y yo mismo, somos un hato de imbéciles ignorantes. Si esos barbudos  sospechan que sabemos leer o que intuimos cuál es su verdadera actividad…nos liquidan.

– ¿Pero, qué  mierda hacen aquí? –balbuceé trémulo de angustia.

– Tienen un acuerdo con los frailes. Estos holandeses del demonio no molestan a la iglesia, siempre que los curitas no intervengan en sus asuntos «comerciales» y les avituallen con los mismos artículos que acabamos de venderles.

Los holandeses conversaron con los curas animadamente, sin acercarse a la fogata pero dando rápidos vistazos a nuestros continentes asustados. Uno de ellos reconoció a Romelio y le señaló con su brazo, avanzando de inmediato hacia nosotros. Mi amigo peruano se puso de pie y observé en su faz la preocupación que le invadía, ya que pasaba su lengua repetidamente por los labios resecos, buscando humedecer el miedo y esconderlo bajo el salobre manto del nerviosismo.

Parecerá  una estupidez lo que voy a decir, pero en ese instante aparecieron en mi memoria los pasajes que en mi adolescencia leía en voz alta para que mi madre corrigiera errores de dicción. Como una tromba, se agolparon en mi consciente los detalles de batallas antiguas, de aquellas luchas dadas por hombres simples en el desierto nortino. Recordé la frase del general Manuel Baquedano durante la guerra del Pacífico, poco después del sangriento enfrentamiento de chilenos y peruanos en el Campo de la Alianza, antes de ingresar a Lima. «Mis soldados, a una orden de su general, levantarían la cordillera de los Andes en las puntas de sus bayonetas».

¡No sé por qué diablos pensé en esa estupidez! Pero, dio resultado. Me puse también de pie y me adelanté a Romelio, estirando la mano para ofrecerla al pelirrojo barbudo que se acercaba con trancadas firmes, seguido siempre por el cura que intentaba vanamente manotear el codo del traficante a objeto de detenerlo.

Fue otra de las cosas insensatas que  he hecho. El tipo venía dispuesto a golpear al peruano. Yo no tenía idea alguna sobre la causa del altercado. Quizá, un antiguo incidente comercial en el río. No lo sé. Pero que deseaba darle una paliza, o quizá herirlo, parecía indiscutible.

El traficante se detuvo y me observó con el desprecio que debieron haber utilizado los antiguos «donos» blancos de las «fazendas» con sus esclavos negros.

Soporté  la mirada y me atreví a responder con una ojeada de arriba abajo, desde el pelo hirsuto y revuelto hasta las botas escalpadas por el uso y la lama. Después, clavé mi vista en los ojos azules del holandés.

– Ich been chilenen –creo que dije, en un pésimo alemán.

– ¿Chilenen? –repitió el traficante, mostrando cierta sorpresa.

– Chilenen –reafirmé.

– Yá, chilenen –dijo el gigante y explotó en una carcajada que estremeció las chozas.

Los otros holandeses, incluidos los sacerdotes, le acompañaron con risas sarcásticas. Les provocaba hilaridad que un habitante de lo que ellos llamaban «la franjita» pudiese aventurarse en las profundidades del Mato. Lo encontraban simpático y extraño. Les había caído bien.

El gigante conversó quedamente con el cura durante unos segundos. El sacerdote se acercó a mi lado y me preguntó en inglés si yo era un «partner» (socio) de Romelio.

Entonces surgió  la patudez criolla que traía desde mi época de alumno de humanidades en el liceo Arturo Alessandri Palma, de Santiago.

– Yes, mister Grondoño is my partner. I’m the owner. The ship belong to me now.

Con un cinismo inexcusable, yo había asegurado que Romelio era mi socio y que el barco, el «Mondongo», ahora me pertenecía.

Mi gracia costó  a Romelio alguna mercadería que debí entregar gratuitamente a los traficantes, pero logré tres cosas, a saber. Primero, salvé a mi amigo de una posible golpiza feroz. Segundo, los traficantes se retiraron rápidamente de Bapuntá y escondieron su nave en la cálida bruma nocturna. Tercero, quedé con una deuda económica significativa, ya que Grondoño me golpeó suavemente la espalda anunciándome que debería trabajar para él un par de semanas en Iquitos, sin sueldo, a objeto de cancelar el valor total de los artículos que se llevaron los gigantones.

De nuevo, la patudez  afloró a mis labios.

– No me importa cuál sea el valor de lo que esos huevones se llevaron –dije con seguridad- Pero supongo que tu vida valdrá más que ello, así que sigues en deuda conmigo.

– Debería dejarte aquí, carajo del demonio, para obligarte a formar una familia con alguna de las indias xingúes y olvidarte de tu mierda de país.

– ¿Estás molesto, verdad? –pregunté vacilante.

– Sí, estoy molesto. Odio tener que deberle algo a un chileno.

Soltó  la risa y me estrechó la mano. La gente de Grondoño abrió otras botellas de cerveza «Antártica» y bebimos hasta embriagarnos. Los curas no nos fueron en zaga.

A la mañana siguiente, zarpamos hacia Iquitos. Yo me preguntaba cómo iba a pasar la frontera e ingresar a territorio peruano si carecía de pasaporte. Romelio consideró graciosas mis dudas y declinó responder.

Dos jornadas después cambiamos de río e ingresamos a un cauce más torrentoso, de aguas límpidas e invitantes. Estábamos en Perú y nadie salió  a detener nuestro paso. Esa zona selvática era territorio sin dominio ni nacionalidad precisa.

Cual zarpazo de león que rasga la cortina del circo, de un momento a otro comenzaron a aparecer embarcaciones y chalupas por doquier. Los poblados se mostraron impúdicos en ambas orillas y la civilización nos recibió con danzante alegría.

Al anochecer…Iquitos y sus luces. Iquitos y el calor sofocante de la tierra de «los loretanos». Junto a ello, el idioma español regresó con su cadencia deliciosa y me acercó a la patria que se encontraba todavía muy al sur, pero más próxima que antes.

Permanecí  veinte días en la ciudad fluvial peruana como invitado de Romelio Grondoño en su propia casona. Tres semanas en las que viví atontado por el licor y las peleas de gallos. Iquitos era una ciudad cosmopolita, carente de grandes edificios, algo sucia en su presentación callejera pues la basura se acumulaba frente a los pórticos de casas y comercios, pero de indudable atractivo ya que se conjugaba allí el pasado español con el indígena de la Amazonía, tanto como el uso del dólar, las peleas de gallos, las mesas de juego, el abuso del alcohol y…las mujeres de vida fácil.

Mi amigo era propietario de un enorme galpón donde guardaba mercaderías traídas desde la brasileña ciudad de Manaos, que comerciaba luego en boliches y establecimientos de menor rango. En el mismo sitio iba apilando mercaderías nacionales que llevaría a Brasil para venderlas en Manaos a locales muy parecidos a los que existían en la selva peruana. Esa era la cara más o menos limpia de su actividad, ya que sus mayores ingresos procedían de un asunto menos santo.

Grondoño poseía, junto a su casona, un ruedo para peleas de gallos y un burdel de cierto prestigio en la zona norte de la ciudad, que los loretanos llaman «bulín». Obviamente, la venta de licor nacional e importado también le proporcionaba pingües ganancias.

En suma, jamás olvidaré a Iquitos, sus peleas sangrientas de gallos con estacas filosas, al whisky escocés con hielo, sus innumerables embarcaciones menores atracadas en la ribera y a Joanna, la joven puta a cuyos cuidados me dejó mi anfitrión. 

Tres semanas más tarde, embarcábamos de nuevo en el «Mondongo» rumbo a Manaos. Esta vez, Romelio no viajó con nosotros y me despidió en el embarcadero de madera con un abrazo de sincera amistad.

– Es posible, hermanito, que nunca más volvamos a vernos. Te deseo la mejor de las suertes. La verdad es que dudé en dejarte partir, ya que me habría encantado que te  quedases conmigo administrando el bodegaje de mercaderías, pero me di cuenta que no eres para esto. Te falta madera de comerciante. Dedícate a tu profesión y trata de ser feliz en este mundo de vagos y psicópatas.

El viaje fue redondo, sin escala en Bapuntá ni problemas de navegación. Avanzamos con mayor rapidez que en el trayecto anterior, pues ahora descendíamos río abajo empujados por el cansino torrente del Amazonas.

En Manaos regresé  a mi hotel cero estrellas y dormí doce horas sin parar. Mi mente volvía a concentrarse en Sao Paulo, en la Universidad donde debía continuar mi post grado, y en esa hermosa y leja

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