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Herejes y renegados

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Uno de los efectos más nocivos del estalinismo consistió en dar una coartada ideológica a la cooptación por parte del liberalismo de intelectuales y cuadros de la izquierda. Echando a la calle al niño con el agua sucia, algunos han acabado en la derecha más extrema.

En uno de sus trabajos más memorables, Herejes y renegados, Isaac Deutscher establecía una distinción, que no siempre estaba clara, entre los herejes que denunciaban el estalinismo sin renunciar a la negación radical del capitalismo, con los renegados, a los que la denuncia del estalinismo les llevaba a los brazos del sistema cual “hijos pródigos”. Esta es una página de la historia social muy viva y muy discutida aún, sobre la que se sigue hablando pródigamente en lugares como los foros de Kaosenlared, y en debates como el abierto desde El País (18-03-07) por Ignacio Sotelo y Paco Fernández Buey, y sobre el que inciden autores como Daniel Bensaïd en Trotskismos (El Viejo Topo), desde una perspectiva análoga a la de Deutscher.

A la militancia que (sobre)vivió la noche estaliniana, como un “trotskista” componente de la “quinta columna”, la experiencia no pudo por menos que dejarles un sentimiento en el que apenas quedaba margen para las distinciones dialécticas. No hace mucho, Pelai Pagés nos contaba en un acto sobre Víctor Alba un ejemplo de este sentimiento a través de una anécdota sucedida en unas jornadas en la que se encontraron con el historiador Amaro del Rosal (socialista convertido al estalinismo en los años treinta) y un airado Víctor. Cuando Rosal evocó la existencia de “algunas discrepancias” entre ellos, el antiguo poumista no se pudo callar, y desde la mesa, gritó: ¿Discrepancias, dices? ¡Pero si nos queríais matar a to dos!” Este sentimiento tiene un nombre en el argot clásico del trotskismo: estalinofobia. Esta se manifiesta por ejemplo en corrientes trotskistas como el lambertismo o el munismo, que tienden a considerar cualquier acción próxima con los partidos comunistas como claudicaciones frente al estalinismo. La estalinofobia y el anticomunismo se confunden cuando se pasa del estalinismo a la defensa del “mundo libre”, y del sistema. Un buen ejemplo de esta evolución (o involución) sería John Dos Passos.

A la caza del discrepante

A pesar de que no andaba muy desencaminado el presidente de la Generalitat catalana, el nacionalista de izquierda Lluis Companys, cuando decía que la izquierda únicamente se unía en la cárcel, lo cierto es que el estalinismo pervirtió el problema de las discrepancias hasta niveles irreconocibles. Sus métodos carecían de antecedentes en la historia social. El único equivalente posible sería la actuación del sector más patriotero de la socialdemocracia alemana contra los espartakistas. Y lo más monstruoso de esta reacción radica en el hecho de que eclipsó a varias generaciones de militantes comunistas ajenos al cinismo de buena parte de sus líderes, que tenían el suficiente conocimiento del papel que Trotsky había jugado con Lenin, o que conocían sobradamente a la gente del POUM por años de lucha en común. Pero la obnubilación llegó hasta el extremo de implicar a intelectuales como José Bergamín que pondría una mancha en su vida prolongando un infecto libelo, Espionaje en España (a punto de reedición en Renacimiento con prólogo de Pelai Pagès) para justificar la tentativa de “noche de San Bartolomé” contra el POUM. Sin embargo, a pesar del grado de embrutecimiento que llegó a alcanzar, la militancia comunista no siguió una única dirección, sobre todo cuando se trataba de gente obnubilada debajo de cuyo estalinismo, a veces feroz, subsistía un alma revolucionaria. No han sido pocas las ocasiones que desde el trotskismo se ha tenido que defender y reconocer las aportaciones de muchos estalinistas que permanecían convencidos de que servían a la revolución: la historia de Leopold Trepper y la “Orquesta Roja” durante la II Guerra Mundial resulta bastante significativa. Trepper sirvió a la “causa obrera” apoyando a la URSS a pesar y en contra de Stalin.

Otro buen ejemplo de esta ambivalencia lo tenemos en el caso de André Marty (1886-1956), un mítico comunista francés que en 1919 protagonizó la revuelta en la flota francesa del Mar Báltico en Odessa contra la intervención imperialista. En su furor estalinista, Marty fue llamado el “carnicero de Albacete” por sus delirios por encontrar “trotskistas” en las Brigadas Internacionales (Hemingway realizó un sórdido retrato suyo en la célebre ¿Por quién doblan las campanas?). Pero Marty fue también el único dirigente del Partido Comunista Frances (PCF) con un pasado revolucionario, y figuró entre los primeros en organizar la Resistencia a pesar de Stalin y del partido. Al final de su vida, a principios de los años cincuenta, comenzó a denunciar la corrupción de la cúpula del PCF, con Thorez a la cabeza, y fue denunciado como “agente de la policía”. Marty comenzó entonces una evolución que le llevó, a los 70 años, a reexaminar muy duramente sus errores y horrores, y llegar hasta las puertas del “trotskismo”. El discurso ante su tumba lo ofició Pierre Frank, y es un modelo de comprensión sobre como el estalinismo llegó a “tener” y corromper hasta a los mejores, o como los mejores tenían una “parte oscura” que fue alimentada por un aparato puesto al servicio de una mistificación, de un pequeño dios que acabaría por caer.

Un puente hacia el “mundo libre”

Está claro que el estalinismo también la tradición comunista, contribuyendo con sus métodos a que amplias franjas de gente revolucionaria y de intelectuales comunistas disidentes llegaran a considerar el “mundo libre” como un “mal menor”, y sirvió de base de justificación para el desplazamiento de la socialdemocracia hacia el anticomunismo, un camino en el que también se insertaron muchos anarquistas. Una idea de la amplitud del rechazo que llegó a provocar el estalinismo en su apogeo lo puede ofrecer el hecho de que alguien de la talla moral de Bertrand Russell no solamente se prestara a colaborar coyunturalmente con la CIA, sino que hasta llegó a justificar el empleo de las armas atómicas contra la URSS. En su etapa política ulterior, Russell se convirtió en el mayor adversario de la agresión al pueblo del Vietnam, en un crítico sin fisuras del secuestro de la democracia (por los poderosos) en los EEUU, y rompió su carné laborista. Un curso no muy diferente siguieron algunos intelectuales procedentes o relacionados con cierto trotskismo, como fueron los casos, con las matizaciones imprescindibles, entre otros, de figuras de la literatura mundial como Ignazio Silone (Fontamara), Dwight Macdonald, Mary McCarthy (Memorias de una joven católica), Edmund Wilson (Hacia la estación de Finlandia), John T. Farrell (Studs Ludigan)… En este tramo se podía colocar lejanamente el célebre caso del tortuoso Elia Kazan, cuya película ¡Viva Zapata¡ (1952), con guión escrito por John Steinbeck, puede interpretarse en clave dialéctica revolución permanenterevolución traicionada. Lo fundamental estribaría en que su antiestalinismo no les llevó (aunque con Kazan se da una actuación delatora inadmisible) a renunciar a sus ideales, y al margen de un tiempo de dudas, dieron la cara en los momentos claves, como el de la guerra del Vietnam. Todos ellos siguieron tomando posición contra MacCarthy, contra el apoyo norteamericano a las dictaduras anticomunistas, contra la guerra de Vietnam, y como es ostensible en Kazan, desarrollando su visión profundamente demoledora del “sueño americano”.

Otros, sin embargo, claudicaron en todos los órdenes, y algunos de ellos, como el citado Dos Pasos, John Dewey –que había presidido el Tribunal que juzgó a Trotsky y a su hijo por las imputaciones de los “procesos de Moscú”–, Max Eastman, Bertram D. Wolfe, André Malraux, etc., todos ellos vinculados en mayor o menor medida a tal o cual páginas de la historia del trotskismo, se mostraron como conservadores. En nuestros lares el sumamente peculiar Julián Gorkin, primero en una lista de poumistas extensible a Enric Adroher “Gironella”, y el inclasificable historiador y periodista Víctor Alba, personaje cuanto menos ambivalente, que antes de fallecer apostaba por la defensa de todas las libertades menos la del mercado, que es la negación de todas las demás… Todos ellos fueron sumariamente catalogados como “trotskistas al servicio de la CIA”.

En aquella “guerra cultural”, resulta además que mientras el estalinismo obligaba a sus “compañeros de ruta” a una obediencia sin fisuras, la CIA tuvo, además de los recursos, la inteligencia en involucrar a la “otra izquierda”, sin desdeñar a la más radicalizada; por ejemplo, se llegó a infiltrar entre los anarquistas cubanos. Sobre todo cuando, por su escasa realidad organizativa, estas izquierdas no representaban un peligro inmediato para el sistema, y como en el caso de los extrotskistas, estaban más preparados (y “concienciados”) que sus burócratas sin experiencia. Desde el movimiento comunista, esta etiqueta de “agente de la CIA” fue a veces abusivamente utilizada aquí en los debates clandestinos, de manera que cualquier crítico podía ser calificado de “agente”. En no pocos casos, la historia acababa en tragedia.

El lector podrá encontrar un reflejo todavía condicionado de la amalgama entre renegados y la CIA en el estalinismo más añejo, pero también en plumas como la de Eduardo Haro Teglen, antiguo “compañero de ruta” en la clandestinidad contra el franquismo del PCE sobre el que conviene añadir que contribuyó desde Triunfo y Tiempo de Historia, a desmantelar la “leyenda negra” del trotskismo, por ejemplo publicando en la primera la respuesta de Peter Weiss a sus censores en la URSS por haber escrito Trotsky en el exilio, que fue traducida por Alfonso Sastre como lo había sido Marat-Sade, cuyo paso por Madrid significó un acto de agitación contra el franquismo.

La CIA sale de pesca

En toda esta cuestión cabe diferenciar dos elementos primordiales, uno de orden teórico, ligado a los problemas de distinguir la frontera entre el antiestalinismo y el anticomunismo justificado desde las izquierdas; y otro se refiere a la involución de una franja de intelectuales izquierdistas que “escogieron” la libertad durante la “guerra fría” apara acabar bendiciendo el fascismo exterior norteamericano. Durante décadas, el trotskismo tuvo un papel central en esta discusión. Sin embargo, toda su razón de ser estriba en distinguir lo más netamente posible entre el antiestalinismo y el anticomunismo.

Célebre en este sentido fue la participación de Trotsky en la crisis que sacudió en otoño de 1939 al norteamericano Socialist Worker Party (SWP), y de la que saldrá su último libro En defensa del marxismo. El conflicto, que tenía como trasfondo la invasión soviética de Finlandia, tuvo un sector discrepante, minoritario en el partido, pero muy representativo de la élite intelectual ligada a la revista Partisan Review, que acabará convirtiéndose en un órgano reconocido al servicio de la CIA. Estaba animada por un antiguo comunista, Max Schachtman, que se mantendrá en sus convicciones hasta finales de los años cuarenta, iniciando una evolución que le llevará hasta la extrema derecha (al compás del “lobby” sionista).

Mucho más representativo sería el caso de James Burnham, adalid del fascismo exterior USA, apologista de Mac- Carthy, de la guerra del Vietnam, de Pinochet o de los “escuadrones de la muerte” en Centroamérica, que en 1983 recibió la Medalla Presidencial de la Libertad de manos de Ronald Reagan. El texto de la concesión no tenía desperdicio: “Desde los años treinta, Mr. Burnham ha formado el pensamiento de los líderes mundiales. Sus observaciones han transformado la sociedad y sus escritos se han convertido en guía de la humanidad en su búsqueda de la verdad. La libertad, la razón y la decencia han tenido pocos paladines de la talla de James Burnham”. Es la misma medalla que Bush jr ha concedido al jefe de la CIA que le montó la trama de las “armas de destrucción masiva” en Iraq, una de las mayores mentiras de nuestra época.

Tras su fase revolucionaria, no hay en el resto de la biografía de Burnham otra “guía de la humanidad” que no sea la de los “amos” de su país, que también lo han querido ser de la tierra. Como escribía Chomsky, de haber conocido una derrota similar a la del nazismo, gente como Truman, Burnham, Reagan, Kissinger (o los mal llamados trotskistas de derecha, ahora al servicio de la conciencia de clase expresada en la agresividad de los neoconservadores), y compañía podrían haber tenido su Nuremberg con un alud de atrocidades que en nada envidiaron la del nazismo. La escuela de Burnham siguió siendo una tentación para muchos exrevolucionarios a los que el sistema les ofrecía una oportunidad de reciclaje aprovechando sus conocimientos adquiridos. Tanto ha sido así que existe todo un sector de “asesores” del partido republicano formado en esta escuela, cuyo secreto radica en un proceso de reinvención, poniendo su formación marxista al servicio de las clases dominantes en una estrategia que W. R. Polk, antiguo asesor de Kennedy, ha definido como una especie de “trotskismo al revés” que se expresa en una concepción de “contrarrevolución permanente” cuyo objetivo no es otro que someter el mundo al dominio de una especie de globalización norteamericana en la que puedan hacerse retroceder las conquistas sociales, no ya las del mayo del 68 (como dicen Polk o el ministro de Educación de Chirac, Louis Ferry), sino todas las conquistas sociales logradas desde 1945

Un debate inacabable

El debate sobre la URSS sería un tornillo suelto del trotskismo a lo largo de su historia que nunca más volvería a enroscarse, un tema sobre el que Bensaïd trata de ilustrarnos sobre su dificultad; dificultad obvia cuando tantas tentativas de “tercer campo” (el que Susan Sontang atribuía a Octavio Paz antes de la conversión de éste ante la Meca de Wall Street).

La pregunta a la que había que responder a la luz de acontecimientos terribles, mantendría una desconcertante vigencia en los años siguientes: ¿era legítima la idea de la defensa a ultranza de la URSS contra el imperialismo? Inmerso en este debate, el trotskista italiano Bruno Rizzi escribió un ensayo muy notable La burocratización del mundo, que obligó a Trotsky a detenerse respetuosamente y afilar la pluma en uno de sus vuelos más audaces. Imposible traer aquí toda la gran densidad del debate, pero hay en él el esbozo de una aventura dialéctica de Trotsky que, dicha precisamente por el hombre de Octubre, adquiere espectaculares resonancias. Isaac Deutscher telegrafía así esta predicción: la prueba final para la clase obrera y el marxismo es inminente: la guerra mundial: “Si ésta no conduce a una revolución socialista en Occidente nos veríamos forzados a reconocer que las esperanzas que el marxismo puso en el proletariado son infundadas (…) que el estalinismo está enraizado no en el atraso de un país sino en la capacidad congénita del proletariado para convertirse en clase dirigente, (…) que el programa socialista, fundado en las contradicciones internas del capitalismo, es utópico (…) y que si el programa marxista se revela impracticable será necesario crear un nuevo programa mínimo”, para la defensa de los oprimidos. El mismo debate volverá a reproducirse con otros cismas del trotskismo, en los que volvería a plantearse la misma cuestión que le planteaba Trotsky a Rizzi: si se está de acuerdo en la legitimidad de la revolución de Octubre, y en la necesidad de una revolución contra la casta dominante, no entendía por qué el debate no podía proseguir entre camaradas.

La revolución española

A esta historia se le puede añadir un capítulo cubano, concretamente cuando Castro arremetió contra el trotskismo y el POUM en reacción a las aventuradas declaraciones de Juan Posadas tras la muerte del Ché, insinuando una situación entre éste y Castro paralela a la de Trotsky con Stalin. La vieja guardia del partido comunista cubano retomó la artillería estaliniana contra el POUM y el trotskismo, y un joven escritor trotskista cubano se suicidó a consecuencia de las graves presiones recibidas. Un drama sobre el que la Cuarta Internacional pensó no dar más publicidad, y aunque, entre otras cosas, Cuba dio asilo a Ramón Mercader, la discusión no se volvió a reeditar en los mismos términos. Cierto es que desde los inicios de la Revolución, junto a un apoyo incondicional, el trotskismo no dejaría de realizar observaciones críticas, y mostraría sus discrepancias, sin por ello olvidar jamás que la cuestión primordial seguía siendo que los errores y los horrores facilitaban el camino restauracionista al servicio del imperialismo norteamericano, ahora más agresivo que nunca, y que nunca ha dejado de mantener planes para matar a Castro o invadir la isla. Se trataba de denunciar unas deformaciones burocráticas ya señaladas por el propio Ché, amén de la deriva caudillista, unas críticas sobre las que ofrecía una amplia argumentación Jeanette Habel en Ruptures en Cuba, que contaba con un luminoso prólogo del célebre editor francés François Masperó, el principal valedor de la Tricontinental y responsable de la revista del mismo nombre en Europa en los años sesenta.

De todo esto queda una poderosa huella, pero las perspectivas son las de otro tiempo. Actualmente, el descrédito del estalinismo es absoluto, y aparecen nuevas propuestas, como la del socialismo del siglo XXI, una de cuyas características básicas (por no decir la primera) es que el socialismo y la democracia plural y participativa son indisociables.

Texto publicado originalmente en el nº 232 de El Viejo Topo, mayo 2007

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