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Crecimiento y Desarrollo

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por Saúl Escobar Toledo

El Sur, México

Desde la década de los años sesenta, en las escuelas de economía y en una parte de la literatura especializada, se insistía en comprender la diferencia entre crecimiento y desarrollo. El primer término aludía al aspecto meramente cuantitativo mientras que el segundo se refería a la calidad de la dinámica económica. La crítica más importante que sostenía esta diferenciación se basaba en la idea de que el crecimiento de aquellos años, por cierto, muy alto comparado con el presente, estaba basado en un modelo concentrador y excluyente. Este fenómeno -decía por ejemplo Pedro Vuscovic hace cincuenta años- se manifestaba especialmente en las características y las tendencias de la distribución del ingreso (Cf. www.eltrimestreeconomico.com.mx).  El economista chileno, uno de los más importantes representantes de la CEPAL, agregaba que:

“las formas actuales de funcionamiento de los sistemas económicos latinoamericanos no apoyan el concepto de que el crecimiento pudiera llevar más o menos espontáneamente a un mejoramiento en la distribución del ingreso; por el contrario, en condiciones de funcionamiento espontáneo del sistema parecen ser más poderosas las fuerzas concentradoras que los efectos positivos de ciertos cambios en la estructura sectorial de la economía”

Por ello, consideraba necesario “un cambio sustancial del esquema de crecimiento, la definición de una nueva estrategia de desarrollo, con todo lo que ello supone en términos de factores favorables y obstáculos, así como de requisitos y consecuencias políticas… una nueva estrategia que podría caracterizarse como un esfuerzo para provocar modificaciones drásticas en la concentración de la propiedad y en la distribución del ingreso.”

Sin embargo, los esfuerzos por el cambio chocaron con los intereses dominantes, incluyendo dictaduras militares, y las condiciones que conoció el mundo en los años setenta caracterizadas por la inestabilidad y lo que se llamó entonces la estanflación, estancamiento con inflación.

En los años ochenta las cosas empeoraron y América Latina viviría la llamada década perdida que significó graves retrocesos en el crecimiento y el nivel de vida de la población. Debido a esto y a la globalización mundial que empezó a dominar a casi todas las sociedades del planeta, y a cambios políticos significativos como el derrumbe de la URSS, el debate sobre crecimiento y desarrollo se diluyó casi totalmente. Ahora lo importante era volver a crecer, recuperar todos los años perdidos y, para ello, ajustarse a los nuevos dictados de política económica: liberalizar los mercados, flexibilizar el trabajo y reducir los presupuestos públicos. 

La calidad del crecimiento dejó de tener importancia ya que la teoría en boga aseguraba que pocos años el mundo sería plano, es decir, las desigualdades (económicas, tecnológicas, sociales y políticas) se reducirían casi totalmente gracias a las nuevas tecnologías de la informática y la comunicación, y al flujo sin trabas de capitales y mercancías por todo el orbe.

Las ilusiones del final de la historia, la prosperidad generalizada y el triunfo de la democracia liberal en todos lados tuvieron un serio descalabro con la Gran Recesión de 2008. A partir de entonces, las economías, significativamente las del mundo desarrollado, sufrieron caídas severas y prolongadas. De ahí se derivó un descontento político que hoy afecta a muchas partes del mundo. En varias regiones del planeta, la economía volvió a crecer, pero no la tranquilidad y la conformidad de los ciudadanos. Para entender esta situación, la discusión sobre la calidad del crecimiento ha regresado, y en particular, el tema de la desigualdad. 

Como ha señalado recientemente el economista Dani Rodrik, 

“La desigualdad está ocupando un lugar preponderante que desde hace mucho tiempo no se veía… Frente a la violenta respuesta política y social contra el orden económico establecido, que alimenta el ascenso de los movimientos populistas de extrema derecha y las protestas callejeras desde Chile hasta Francia, los políticos de todos los colores han convertido a este tema en una prioridad urgente”.

La preocupación por la calidad del crecimiento económico ha llevado a una reflexión sobre los indicadores, en particular, el más importante, el Producto Interno Bruto (PIB). Economistas tan distinguidos como Thomas Piketty, Emmanuel Saez, y Gabriel Zucman han propuesto el “PIB 2.0” un parámetro que incluiría datos desagregados de ingreso de diferentes sectores de la población de tal manera que se puedan observar las diferencias. 

Por su parte, una comisión de economistas encabezada por Joseph Stiglitz, Amartya Sen y Jean-Paul Fitoussi, se dio a la tarea de identificar los límites del PIB como un indicador del funcionamiento de la economía y del progreso social. Sugieren que se debe cambiar el énfasis de medición, apoyado en indicadores orientados al producto, a otros enfocados en el bienestar (well-being) de la actual y las futuras generaciones. Ello plantea una visión multidimensional que engloba los estándares de vida materiales, y asimismo la evaluación de la   salud, la educación, las actividades laborales, la voz del ciudadano en actividades políticas y en las tareas de gobierno, las relaciones sociales, el medio ambiente, y la inseguridad.

Hoy, a diferencia de hace cincuenta años, la calidad se debe entender no sólo en razón de la desigualdad del ingreso, sino igualmente, de un medio ambiente sano y sustentable, de la existencia y creación de empleos dignos, y del cierre de la brecha entre hombres y mujeres. 

Y, sin embargo, el mismos Stiglitz aclaró hace poco que “Por muy desacertada que sea la obsesión con el incremento permanente del PIB (y los riesgos de una catástrofe ecológica), sin crecimiento económico miles de millones de personas seguirán careciendo de una provisión adecuada de alimentos, vivienda, vestimenta, educación y atención médica”. 

Desde luego, en todos estos años, el asunto de la calidad de la expansión económica no fue olvidada por completo. Sobre todo, las Naciones Unidas han hecho esfuerzos por evaluar los países con base en los índices de desarrollo humano. La UNCTAD y la CEPAL, por su parte, han elaborado propuestas para impulsar las economías mejorando sus componentes sociales. 

En México tampoco estuvieron ausentes las voces críticas del modelo neoliberal. Además, afortunadamente, contamos con CONEVAL para medir mejor los fenómenos sociales y económicos. El INEGI también ha hecho esfuerzos para ofrecer indicadores que vayan más allá del comportamiento del PIB.

 El presidente de la república también se ha manifestado alegando, ante las cifras que dan cuenta de un estancamiento del PIB, que le interesa más abatir la desigualdad que acelerar el crecimiento.  No obstante, si vemos las cosas más de cerca, el impulso al nuevo Tratado Comercial; su respuesta frente a las amenazas de EU, endureciendo la política migratoria; los repetidos anuncios de compromisos con los grandes empresarios para estimular la inversión; y algunos proyectos como la refinería, el corredor transístmico y el rescate de PEMEX revelarían su preocupación por elevar las cifras de crecimiento. Algunos dirían incluso, que a costa de su calidad.

En el momento actual, entonces, la tarea consiste en impulsar un mayor desarrollo en sus dos vertientes, tanto en cantidad como en calidad. En el fondo, sin embargo, como se afirmó hace medio siglo, el reto es llevar a cabo una nueva estrategia, con todo lo que ello supone, incluyendo sus consecuencias políticas. 

El debate sobre la calidad de la dinámica económica está otra vez en un lugar destacado en las agendas de los gobiernos, los organismos multilaterales y los círculos académicos. Bienvenidos los nuevos términos de la polémica. En México, sin embargo, quizás tengamos, además, que discutir un índice o al menos un mapa de ruta de los conflictos políticos que un cambio de rumbo necesariamente provoca para medir acertadamente hacia dónde vamos y sus posibilidades reales de éxito. 

saulescobar.blogspot.com

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