JACOBIN
El filósofo Rodrigo Nunes explica cómo Paulo Freire, cuyo centenario se cumplió la semana pasada, puede ayudarnos a entender los límites con los que tropezó Occupy Wall Street hace diez años.
Imagen: Los manifestantes de OWS se reúnen para una asamblea general en el Parque Zuccotti el 4 de octubre de 2011, tres días después de un tenso enfrentamiento con el Departamento de Policía de Nueva York (Foto: Rebecca Letz).
La poco comentada coincidencia que situó el inicio de Occupy Wall Street justo tres días antes del cumpleaños de Paulo Freire se hizo muy visible este año al celebrarse el décimo aniversario del primero y el centenario del segundo en rápida sucesión. Esta proximidad nos invita a pensar en los dos en conexión, y nos permite encontrar en el educador brasileño elementos con los que superar algunos de los impasses que han acosado a Occupy y otros “movimientos de plaza” desde entonces.
La mayoría de la gente recuerda a Freire como alguien que tenía una lección política que dar sobre la pedagogía. Si la educación es tratada como la transmisión de un conjunto de contenidos, advirtió Freire, no emancipa verdaderamente, sino que reproduce una división entre los que saben y los que no. La liberación supone la capacidad de pensar el mundo de nuevo, y una educación que no despierta esa capacidad no puede llamarse liberadora.
Sin embargo, detenerse ahí es pasar por alto otro aspecto del pensamiento de Freire: también tenía una lección pedagógica sobre la política. Esta última, que se desprende de la primera, era que el método dialógico era el único adecuado para una “dirección revolucionaria”. Esta expresión, que se repite un total de 31 veces en Pedagogía del Oprimido, probablemente suene chocante para todos aquellos cuya imagen de Freire es la de un feroz enemigo del vanguardismo que criticaba la idea misma de los líderes. Después de todo, ¿qué lugar puede tener el liderazgo en un método que supone la igualdad de todos? Para entender esto, es necesario comprender tanto lo que Freire entiende por igualdad como lo que entiende por liderazgo.
La igualdad es, en primer lugar, la igualdad de una potencia: todos son capaces de aprender y pensar críticamente, todos están dotados de la capacidad de convertirse en participantes conscientes en la construcción del mundo. Pero esto no excluye las diferencias reales. Al contrario: precisamente porque todos pueden aprender y todos se encontrarán en situaciones diferentes, existen diferentes tipos de conocimiento. Pero esto también significa que algunas habilidades y conocimientos esenciales sobre la forma en que está estructurado el mundo están distribuidos de forma desigual.
Para que la igualdad no se quede en un mero potencial, hay que cambiar las condiciones que crean esa distribución desigual de oportunidades para hacerla realidad. El objetivo de realizar la primera igualdad supone, por tanto, el objetivo de realizar otra: la igualdad material entre las personas. Ahora bien, la conciencia de esta necesidad está en sí misma mal distribuida; entonces, si quienes la tienen desean compartirla con los demás, ¿cuáles son las diferentes alternativas teóricas a través de las cuales pueden entender su posición en relación con la de los demás?
La primera es concluir que los que tienen más deben enseñar a los que tienen menos, y punto. Freire la rechaza porque, aunque sea bien intencionada, se desliza hacia la división paternalista entre los que saben y los que no saben y trata la liberación como una transferencia de conocimientos de un grupo a otro. «Intentar liberar a los oprimidos sin su participación reflexiva en el acto de liberación es tratarlos como objetos que deben ser salvados” y, por tanto, también como “masas que pueden ser manipuladas».
La segunda es negar que haya diferencias entre los conocimientos: todos los conocimientos sobre todas las cosas son igualmente válidos. Esto es muy tentador, ya que crea en un solo gesto la igualdad que se tenía como objetivo a largo plazo. Pero tiene un problema: limita nuestra capacidad de referirnos a un mundo compartido, que es indispensable para la posibilidad misma de una práctica política. Porque si tú crees que estoy explotado y yo no, no puedes apelar a mis intereses objetivos frente a mi percepción subjetiva, porque ni tú ni yo tenemos un acceso privilegiado a la objetividad. Mis intereses son los que yo identifico como tales y nada más. Por tanto, cualquier intento de persuasión es presuntuoso, irrespetuoso con la diferencia y, en última instancia, una forma de violencia.
La tercera alternativa es invertir el juego: sí, hay diferencias de conocimiento, pero viajan en la dirección opuesta; son los oprimidos los que lo saben todo y los opresores, incluidos los que se creen revolucionarios, los que no saben nada. De nuevo, el atractivo de esta reparación (mental, si no material) de las injusticias del mundo es evidente. Sin embargo, el coste de seguirlo es que debemos esencializar a los oprimidos: todos piensan lo mismo (al menos tendencialmente), y lo que realmente piensan sigue siendo lo mismo independientemente de sus interacciones con el mundo. Al hacerlo, además, hacemos implícitamente el mismo tipo de afirmación que criticamos a los aspirantes a líderes: nosotros somos los que realmente sabemos lo que piensan los oprimidos, y sabemos que realmente es la verdad. Por último, no está claro qué tipo de intervenciones políticas se derivan de ello, aparte de potenciar las voces de las personas que se corresponden con nuestra idea de lo que piensa el pueblo.
Pedagogía de los ocupados
A Occupy y a todo el ciclo de luchas que comenzó en 2011 les perseguía el fantasma de un doble déficit democrático: el que convirtió a los partidos de izquierda y de derecha en meros vehículos de los intereses de las finanzas tras la crisis de 2008, y el que está en el centro de las traumáticas experiencias autoritarias de la izquierda en el siglo XX. En las grandes asambleas generales que empezaron a brotar en las plazas de todo el mundo, esos movimientos encontraron un contrapunto, quizá incluso un antídoto, a ese predicamento.
Sin embargo, aunque esas asambleas fueron enormemente significativas a la hora de dar voz a quienes la tenían y de hacer audibles realidades que habían sido silenciadas, tuvieron mucho menos éxito a la hora de crear consenso, constituir nuevas identidades o forjar direcciones compartidas. En parte, esto se debió a que muchas personas creían que la única manera de evitar los errores asociados a la primera de las tres alternativas anteriores era optar por una combinación de las otras dos, y veían cualquier desviación de esto como algo intrínsecamente sospechoso. Sin duda, hubo incluso quienes invocaron a Paulo Freire para justificar esa elección.
Sin embargo, la alternativa de Freire es en realidad una cuarta. Consiste en decir que los diferenciales de conocimiento existen, pero están distribuidos de tal manera que no hay una gran división entre los que saben y los que no. No se trata de que todos los conocimientos sean iguales, sino de que diferentes grupos e individuos tienen más o menos, mejor o peor conocimiento sobre diferentes cosas, y así todos tienen algo que aprender de todos, y todos tienen algo que enseñar. Dado que los procesos políticos exigen conocimientos de diversa índole, y que «ni siquiera el liderazgo mejor intencionado puede otorgar la independencia como un regalo», no pueden ser una simple transferencia de conocimientos de un grupo a otro; requieren autonomía y diálogo. Esto es muy diferente a decir que “el pueblo ya sabe” o «cada uno tiene su propia verdad». Como lo resume Freire, se trata más bien de que «nadie enseña a otro, ni nadie es autodidacta. Las personas se enseñan unas a otras, mediadas por el mundo».
¿Cuál es la noción de liderazgo que se desprende de esto? No se trata de una posición perteneciente a un grupo fijo –una vanguardia que sabe más que los demás en cada situación y departamento–, sino de una función que puede ejercer cualquiera que, en un contexto determinado, posea un diferencial de conocimiento que le haga capaz de desencadenar un proceso de aprendizaje colectivo. Este puede venir de dentro o de fuera de un grupo social, puede ser individual o colectivo, de corta duración o de larga duración; como nadie es autodidacta, sin esta diferencia inicial, nada sucedería.
Mientras celebramos los logros y evaluamos las deficiencias de Occupy y del “movimiento de las plazas”, es importante recordar esta lección freireana: el potencial de igualdad entre las personas no puede realizarse fingiendo que las diferencias no existen o absolutizándolas hasta el punto de que cuestionar o intentar persuadir a los demás se convierta en actos sospechosos y prácticamente violentos. Por el contrario, es partiendo de las diferencias existentes, pero sin renunciar al diálogo ni recurrir a la manipulación y la imposición, como se puede llevar a cabo un proceso emancipador.
Y aún así, ¿no estamos entonces convirtiendo a Freire en un complice de aquellos que se lamentaron en su momento de que lo que le faltaba a Occupy era un liderazgo revolucionario adecuado? De nuevo, todo depende de cómo se entiendan esas palabras. Nunca falta gente que quiera y se crea capacitada para liderar, y ciertamente había mucha alrededor del «movimiento de las plazas». La cuestión es, por supuesto, que esto no es lo que constituye un liderazgo revolucionario para Freire. ¿Qué es, entonces? Fundamentalmente, la capacidad de hacerse seguir, es decir, de señalar una dirección que los demás consideren válida, útil, importante; y de hacerlo sin imponer ni manipular, mediante el diálogo abierto, la reciprocidad y la persuasión.
Si esto es así, la primera cualidad que necesitan los líderes es saber escuchar. No para repetir lo que ya se dice, sino para saber dónde introducir una nota diferente, dónde poner la tensión que pueda desencadenar un proceso de aprendizaje colectivo… y cuándo quedarse callado. Si los movimientos de la década pasada eran tan alérgicos al liderazgo, es porque no pensaban que también podía significar esto. Como consecuencia, a menudo se quedaron con una noción empobrecida de la democracia: una que la convirtió en un escenario para la expresión de las diferencias individuales tratadas como absolutas, en lugar de un espacio para la influencia mutua y el intercambio, en el que la gente entra para cambiar a otros y ser cambiada a su vez.