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La soberanía criminal

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Imagen: Una mujer sostiene una bandera mexicana durante la marcha por la paz y contra la violencia en Ciudad Juárez, estado de Chihuahua, México, el 23 de junio de 2018. (Foto de HERIKA MARTINEZ / AFP)

Jacobin

CARLOS ILLADES

Las elecciones intermedias de 2021 en México han sido las más violentas en dos décadas de alternancia política. Más allá de achacarse los partidos unos a otros tener vínculos con el crimen, sorprende que el asunto no sea objeto de un debate nacional, preocupación capital de la clase política y un asunto de Estado con independencia de quien gobierne.

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Las elecciones intermedias de 2021 en México han sido las más violentas en dos décadas de alternancia política. Alrededor de una centena de políticos, un tercio de ellos candidatos a puestos de elección popular, fueron asesinados durante el proceso electoral. A unos cuantos más los secuestraron o amedrentaron. Durante la jornada comicial en lugares con fuerte presencia del crimen, algunos representantes de los partidos y funcionarios de las mesas electorales corrieron análoga suerte. Esto no es nuevo desde que comenzó la malhadada guerra contra el crimen organizado, pero su virulencia rebasó los comicios precedentes, llevando a la alta comisionada de la ONU en Derechos Humanos a manifestar su preocupación al gobierno mexicano.

En el siglo XX, la violencia política estatal contra la oposición civil fue una constante. De hecho, una de las razones detrás del surgimiento de las guerrillas fue la constatación, después de intentar reiterada e infructuosamente transformar el régimen mediante el sufragio, de que la vía electoral había sido tapiada por el mismo gobierno. Caciques, pistoleros y operadores electorales hacían de las suyas para conseguir el triunfo de los candidatos del partido oficial, por lo que la competencia política era más un asunto intramuros que una disputa en las urnas. La abstención y despolitización de la sociedad fueron consecuencias durables. Ello por no abundar en las clientelas políticas que acompañaron a las elecciones mexicanas, antes incluso de que Porfirio Díaz instituyera la elección indefinida del presidente en 1892.

Es inocultable que el crimen organizado forma parte del entramado político nacional: financia campañas, otorga o niega el aval a candidatos de los partidos, impone funcionarios en los gobiernos locales, realiza actos de proselitismo otorgando recursos a la población, aplica a la ciudadanía una fiscalidad paralela y desempeña funciones de seguridad en los territorios que domina. Disputa también al Estado el monopolio de la violencia, o bien la instrumentaliza a través de éste. 

La paradoja —por no llamarla tragedia— de la transición democrática es que ésta apenas comenzaba a despuntar cuando se disparó la violencia criminal. Una violencia que penetra en el cuerpo social, subsume a las otras violencias, disputa espacios de poder (económicos y políticos) y drena los recursos públicos, al grado de ser ya un actor importante dentro del mercado electoral, del que hablan poco las instancias encargadas de regularlo y los representantes del Estado. La delincuencia organizada «se portó muy bien» durante la jornada del 6 de junio pasado, fue la rúbrica presidencial a ésta. Ni cabe la mención, que desató sospechas sobre un pacto espurio con el crimen, ni tampoco fue cierto como documentó la prensa local.

Tan fallida resultó la estrategia belicista de Felipe Calderón como la López Obrador de canjear balazos por abrazos: ninguna contuvo la expansión de la empresa criminal, y ambas coadyubaron a la multiplicación de la violencia. Ni la Policía Federal Preventiva del primero, ni tampoco la Guardia Nacional del segundo solucionaron el problema. Aquella Policía pronto se corrompió, si no es que genéticamente estaba atrofiada; y la segunda es una pieza más de la militarización del país que, junto con un combate a la corrupción más discursivo que tangible, fue la respuesta obradorista a la descomposición del Estado. 

Contra lo que se diga, la coordenada de la guerra, además de marcar la transición mexicana, potenció a los contendientes —los criminales y el Ejército— en desmedro del poder civil. En los territorios dominados por la delincuencia organizada (posiblemente un tercio del territorio nacional) opera una soberanía de facto, al margen o en connivencia con el Estado y sustraída al control democrático. Más allá de achacarse los partidos unos a otros tener vínculos con el crimen —fenómeno común a todos de acuerdo con el tiempo y la circunstancia—, sorprende que el asunto no sea objeto de un debate nacional, preocupación capital de la clase política y un asunto de Estado con independencia de quien gobierne.

La soberanía es la racionalización jurídica del poder de mando en la sociedad política «en el sentido de transformar la fuerza en poder legítimo, el poder de hecho en poder de derecho», indica el Diccionario de política de Norberto Bobbio. En igual forma que el dinero «sucio» se lava en los circuitos financieros para ingresar en la economía formal convirtiéndose en activos, el poder de facto del crimen se expresa (¿blanquea?) en el mercado electoral a través de la legitimación en las urnas. 

Para no ir muy lejos, en Tamaulipas, entidad estratégica para el trasiego de droga hacia los Estados Unidos, cuatro de los últimos cinco gobernadores —priistas y panistas— fueron procesados o señalados por nexos con los cárteles (lamentablemente, la tentativa de desaforar al gobernador Francisco García Cabeza de Vaca es más un grotesco juego político que la decisión gubernamental de romper el lazo del crimen organizado con la política). Fuerza por México, un partido inexistente en Guerrero, que ni siquiera alcanzó el mínimo para obtener el registro como partido político nacional, ganó la alcaldía de Taxco bajo la fuerte sospecha de la intervención directa de la mano criminal. Mientras que el periódico sinaloense Ríodoce ofreció testimonios de la operación del cártel de Sinaloa en favor de MORENA en la reciente elección.

No obstante la innegable consolidación del mecanismo electoral en términos de funcionamiento y transparencia, los aspectos no procedimentales están al margen de su escrutinio e inciden de manera determinante en el resultado de las contiendas en espacios diversos de la geografía nacional. Pasamos del fraude más burdo en el priato a formas menos evidentes, ya no digamos de subvertir, sino antes bien de confiscar la voluntad ciudadana. 

Si es imposible de suyo tener una democracia robusta en sociedades tan desiguales como la nuestra, lo que entre otras cosas permite el tráfico de votos y alimenta las clientelas políticas, los poderes de hecho legitimados a través de las elecciones anulan la oportunidad de optar (no me detengo en la pobreza y la cuasi indiferenciación de las ofertas políticas). En la medida en que se naturalice esta situación y aquellos poderes formalicen legalmente la soberanía que detentan de hecho, la descomposición del ente estatal se acelerará todavía más.

La democracia representativa se postula cual disputa pacífica por el poder. Sin embargo, el crecimiento de la empresa criminal en la economía en la globalización neoliberal, su enraizamiento en la sociedad y la participación política pone en entredicho esa pretensión. La violencia política se expande en la democracia (no a consecuencia de ella), cuando ésta se asume como el mejor antídoto para inhibirla. La incorporación de la izquierda a la política formal y la amnistía a los presos por el delito sedición, recordemos, conformaron la solución concebida por el gobierno de José López Portillo para desactivar las guerrillas (las otras, puestas en práctica por Luis Echeverría, fueron la guerra sucia y la cooptación de los líderes) y acabar con la violencia política (no la de Estado, claro está). Evidentemente, la solución al problema es mucho más compleja hoy día.

No quisiera concluir sin referirme al otro polo de la coordenada de la guerra fortalecido, en aparente contradicción, con el desarrollo de la economía criminal y el deterioro del Estado: el Ejército. El incremento sustancial de su presupuesto, el despliegue en múltiples regiones y la ampliación de su capacidad de negociación (con las autoridades civiles, el poder económico y, eventualmente, el crimen), abonan a su papel en la guerra interna e irregular en la que interviene. 

Las múltiples tareas ajenas a la seguridad nacional (comenzando por la seguridad pública), las empresas asignadas por el Estado y el debilitamiento del brazo civil de éste en favor del instituto armado son enteramente atribuibles a la administración obradorista. La desmesurada presencia militar amenaza la democracia cuando menos por dos razones: la ya mencionada mengua del poder civil (menos impermeable al control democrático) y la posibilidad de que el Ejército se politice e intervenga, como lo hace el crimen, en la selección de los candidatos. Esta dialéctica en la que los polos se retroalimentan de ninguna manera es una buena noticia ni para la democracia ni tampoco para el futuro del país.

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