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Un incidente menor …que a mí me importa (y mucho)

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Arturo Alejandro Muñoz          

Está en el pasado… en mi pasado, por ello ya no importa ni interesa a las generaciones actuales…pero ocurrió y a mí me importa. Me importó en su momento y me sigue importando.

Los nombres de las personas que aparecen en esta nota pueden buscarlos en Google para certificar que sí existieron. Pero, a ella, a Norma…no la encontrarán en Google, ni tampoco en los archivos de Carabineros o de la PDI. Tal vez (y sólo quizás) podrían hallarla en viejas anotaciones de los criminales de la DINA.

Pero, no me atrevo a asegurarlo, pues para asesinos oficiales y copuchentos de ocasión, lo de Norma fue sin duda sólo eso, un incidente. Ocurrió en 1973, aunque la historia comienza antes…allá por 1967, en la inolvidable zona de calle Argomedo, entre Vicuña Mackenna y San Camilo, o Fray Camilo Henríquez, como muestran las señaléticas de tránsito hoy día, impuestas tal vez por el impoluto (¿?) FONDART cuando estableció sus academicistas y democráticos reales en esa histórica, pecaminosa y entretenida calle.

 Mis amigos y yo pertenecíamos al barrio, por lo tanto, nos conocían…y me aventuro en asegurar que en aquel ambiente también se nos respetaba, ya que la mayoría de los componentes de ese grupo juvenil éramos alumnos universitarios, pero universitarios en una época cuando en Santiago existían solamente tres casas de estudios superiores (la ‘U’, la UC y la UTE) e ingresar a uno de esos planteles significaba ser admirado, respetado y bien considerado por todos los vecinos…incluyendo las ‘niñas’, maricones, cafiches y cabronas de los burdeles de San Camilo.

Debo aclarar que en la cuadra del 500 de esa pecaminosa vía llamada San Camilo, un burdel ‘la llevaba’ (como dicen hoy los jóvenes). Se trataba de la casa’e putas del chico Lucho. Por lejos, el prostíbulo más visitado y de mejor ‘renombre’ en el ambiente de aquel barrio donde había mucho para ‘vitrinear’ y mucho más aun para beber, jugar pool, bailar y tener sandunguera hasta el amanecer, ya que en la avenida 10 de Julio (a escasos 200 metros de allí), varios locales de comida y diversión mantenían sus puertas abiertas, e iluminados su frontis, como invitantes imanes para el sediento, el hambriento y el caliente, entre ellos, ‘El Chunchito”, “Las Cachás Grandes”, “El DaGino”, “Tiburón”, “El Fresia”, “El Suiza” e, incluso, el más elegante y caro de los moteles de aquellos días: “el Valdivia”.

El martes once de septiembre de 1973, todo cambió. El miedo se hizo dueño de calles, plazas y barrios, de almas y conciencias. Allanamientos de hogares en la oscuridad de la noche, golpizas, detenciones arbitrarias, torturas, desapariciones, olvido, silencio…era la obligada y temerosa tónica.

Muchos jóvenes universitarios decidimos dar pelea y luchar tempranamente contra el fascismo que comenzaba a entronizarse en la sociedad civil. En realidad, ni siquiera sospechábamos contra qué rival estábamos enfrentándonos. Muy luego lo descubrimos, y Norma fue sin duda una muestra de ello.

¿Norma?, ¿y quién era Norma? Trabajaba en el conocido y concurrido burdel de calle San Camilo, altura del 500…donde “el ‘chico’ Lucho”.

No era una de las putas favoritas de la clientela habitual (empleados públicos, trabajadores bancarios, obreros calificados, dependientes de tiendas comerciales, universitarios con poca plata, etc.), pero tenía ese ‘algo’ que la destacaba haciéndola ‘apetecible’ para quienes sabían distinguir entre lo excelente y lo mediocre. Y nosotros, los del barrio, sabíamos cuál era la diferencia.

Por ello, más que ‘clientes’, fuimos amigos. Tan amigos que hubo ocasiones en las que ni siquiera nos cobraba. Así de amigos éramos. Y la tarde de aquel fatídico martes once de septiembre de 1973 lo confirmamos.

Óscar Orellana, Francisco Osorio y yo, compañeros de universidad y de profesión, amigos entrañables, izquierdistas y allendistas de verdad, de manos de un compañero dirigente poblacional que debía asilarse rápidamente en una embajada ya que su nombre había sido mencionado en alguno de los bandos militares, recibimos un par de viejas pistolas de fabricación española (además de viejas y sucias, sin parque de municiones), las que deberíamos ‘fondear’ evitando las fatídicas inspecciones de militares y policías.

¿Dónde mierda esconderlas? En nuestros hogares por ningún motivo. ¿En alguna iglesia o templo?, tampoco, pues aún no había conocimiento ni certeza de cuán defensoras de la libertad y la democracia podían ser esas instituciones filosóficas.

El tiempo apremiaba; dieciséis horas de aquel fatídico martes, toque de queda ya en vigencia y balaceras por doquier en avenida Portugal, Diez de Julio y Vicuña Mackenna. Pronto los militares allanarían violentamente viviendas en calle Argomedo. ¿Dónde fondear esas dos pistolas antiguas y casi en desuso?

Con la rapidez que ameritaba la situación llegamos a la calle San Camilo, al burdel donde trabajaba y vivía nuestra amiga Norma. “¿En qué chucha de problema se han metido cabros huevones”? Las explicaciones respecto a democracia, soberanía popular, socialismo y libertad poco y nada valían en esos angustiantes momentos. “Ya, déjenme estos fierros aquí y vayan a esconderse en sus hogares…yo los quiero vivos, no muertos”.

Y las dos pistolas españolas quedaron fondeadas en ese inolvidable burdel de calle San Camilo, altura del 500, entre Argomedo y Santa Isabel.

Mucha agua corrió bajo los puentes del Mapocho. Veinte años más tarde, recuperada la democracia, regresé a San Camilo altura del 500. No iba como cliente, sino como investigador amateur. Un viejo conocido (casi anciano) –exportero y ‘campanillero’ del burdel del chico Lucho en los 60 y70- me informó (con lágrimas en los ojos después de reconocerme) que Normita había entregado esas destartaladas armas a un buen amigo del burdel vecino, a un tal Pedro Lemebel, quien se encargaría de llevar aquellos añosos ‘fierros’ a una iglesia ubicada en el barrio Franklin.

Normita murió el año 2000…Lemebel falleció el 2015… Yo sigo vivo…para desgracia de muchos.

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