Inicio arte y cultura The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, cumple 50 años

The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, cumple 50 años

220
0

Rebelión  09/03/2023

Por Tristán Varenna

El álbum The Dark Side of the Moon de Pink Floyd cumple 50 años. En él se critican aspectos de la vida moderna que causan malestar e incluso locura. ¿Qué nos hace desgraciados e infelices?

Money: el dinero y el éxito

Una vez el afán de lucro se convierte en piedra angular de las relaciones sociales, el capitalismo como ethos, como forma de vida genera desasosiego, crueldad, apatía y una profunda sensación de vacío existencial.

Seducidos por el dinero, nos volvemos incapaces de apreciar la belleza. El dinero todo lo iguala y su prevalencia como valor máximo es un vector de estandarización.

¿Ha de extrañar que la Cultura sea considerada como algo superfluo en un mundo pragmatista al extremo, como observaba Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil? La sacralización del dinero también mistifica la inmoralidad de un capitalismo que reparte beneficios vergonzantes entre las grandes corporaciones mientras las desigualdades se agravan y la precariedad se convierte en la norma de vida. Para que unos sean admirados por su dinero es preciso que haya otros muchos que no lo tengan, y envidien a su vez a quienes lo poseen. Es el juego de unos pocos ganadores y la gran masa de perdedores.

El dinero fascina e incluso hechiza porque se puede convertir en cualquier cosa cuando todo y todos estamos a la venta. Nos enloquece porque en un mundo en el que todo tiene su precio, al tenerlo nos hacemos con un poder en cierto modo divino. Y ya aconsejaba el poeta Antonio Machado no confundir valor y precio, porque al hacerlo, perdemos de vista lo valioso. Con no poca ironía escribía el poeta Jaime Sabines un poema dedicado al dinero:

«El dinero abre todas las puertas;
es la llave de la vida jocunda,
la vara del milagro,
el instrumento de la resurrección.
Te da lo necesario y lo innecesario
el pan y la alegría».

El dinero es sinónimo de éxito y el lujo es la forma de ostentar ese éxito, nos viene a decir Money, lo que el filósofo Thorstein Veblen llamaba “consumo conspicuo”: caviar, viajes exclusivos y un estilo de vida basado en gastos superfluos que se exhiben ante los demás como trofeos. ¿Es esto riqueza real?, ¿o es más bien pobreza mental y moral?

Advertía Simmel que la pobreza es relativa: alguien que nade en la abundancia puede sentirse pobre porque siempre habrá otros que tengan más y a quienes se envidie por ello. ¿No es el dinero, como sugiere Money, la raíz de todo mal? Hacerlo el centro de nuestra sociedad y nuestras vidas abre las puertas a la codicia, a la envidia, al engaño y a la ambición más abyecta.

Sostenía Mandeville en su famosa Fábula de las abejas que de los vicios privados germinan bienes públicos. Y Adam Smith venía a decir que el individualismo y el afán de lucro hace que necesitemos generar confianza en los demás para enriquecernos. Pero del egoísmo financiero lo que crece es esa miseria que es necesaria para que brillen con mayor luminosidad las élites económicas.

¿Y ahora, 50 años después? Se da por hecho que no hay otra alternativa al capitalismo como marco vital y el dinero, el afán de lucro, la rentabilidad despiadada e inhumana se han erigido como el fondo incuestionable de un mundo cada día más precarizado, hostil, indiferente al dolor de los demás y desintegrado en el plano social. Es el sueño que medios de comunicación, élites intelectuales y ese nuevo agente de dirección mental que son las redes sociales inyectan como si fueran una aguja hipodérmica en la mentalidad de los individuos: un estilo de vida holgado en lo económico, donde el valor de una persona viene determinado por su cuenta bancaria. Pero habrá que entrar en cruenta competencia con los demás porque el dinero es un bien escaso, y el mundo capitalista es una jungla salvaje donde cada cual habrá de apañárselas de la mejor manera.

En un ensayo sobre La envidia, la filósofa Elena Pulcini observaba los estragos de una vida social en la que siempre hemos de compararnos con los demás: “Se tiende a premiar a quienes sobrepasan los límites, a admirar el ansia infinita de éxito y a legitimar l’escalation competitiva y sin escrúpulos que invade ya a todos los sectores sociales”.

Brain Damage: el desarraigo del consumismo

Y del dinero pasamos a trastornos de ansiedad y frustración. Es la consecuencia necesaria de esa envidia generalizada. El filósofo Jean Baudrillard explicaba en 1970 que la sociedad de consumo instituye una forma de ser donde la economía pasa a ser central. Somos quienes hemos de satisfacer las necesidades del Mercado y no al revés, como explicaba el economista John Kenneth Galbraith un poco antes, en 1958, en su obra La sociedad de la abundancia. ¿Cómo no sentir desarraigo y desamparo cuando lo importante, por mucho que el capitalismo quiera lavar su cara, no son las personas sino la cuenta de beneficios?

Porque esos beneficios serán los que diferencien a los consumidores de otros consumidores no tan hábiles en el arte de rentabilizar sus vidas. Si no consumes, no te diferencias, y si no te diferencias, no eres nadie. Pero es paradójico que esta lógica consumista se fundamente precisamente en la homogeneización y estandarización: ¡diferénciate pareciéndote a los demás en sus mediocres intereses! ¡Sé libre y al mismo tiempo cumple obedientemente con los dictados de una vida sometida al Mercado!

El consumismo es un individualismo, pero un individualismo narcisista y gregario, de rebaño. La sociedad de consumo es una herramienta de disciplina social, tanto más efectiva para los intereses de los grandes capitales por cuanto ofrezca la vana ilusión de que cada consumidor es libre en sus decisiones. Pero son decisiones condicionadas por el aparato de persuasión del márketing omnipresente, por ejemplo, en medios de comunicación, redes digitales y la élite cultural servilista.

Asimismo, el ciudadano reconvertido en consumidor se encuentra hipnotizado por los entretenimientos embrutecedores del espectáculo: mass media triviales que invitan al odio más visceral, plataformas streaming y redes sociales, con su juego incesante de sensacionalismos y distracciones varias. Y se hacen pedazos los lazos de solidaridad, como indicaba el filósofo Mark Fisher en Realismo capitalista: «Un consumo narcótico que pone un muro entre el sujeto y la esfera social.» Desvincularse de los demás genera una difusa sensación de abandono y se fracturan los vínculos afectivos, se deteriora la capacidad de amar y de forjar amistades. El consumismo consume la humanidad.

No debería extrañar que en la canción Brain Damage (lesión cerebral) escuchemos: “Hay alguien en mi cabeza que no soy yo”. La alienación, desear en un narcisismo exacerbado lo que el sistema de consumo necesita para su perpetuación es una forma de perder la razón. Convertimos a los demás en instrumentos para nuestros propósitos mezquinos al mismo tiempo que uno mismo se transforma en su propia herramienta de coerción: somos cosas que se relacionan con cosas que sólo ven y oyen lo que sirva a su rentabilidad económica, al inextinguible deseo de rendir culto al propio Yo. Es convertirse en una pieza más del engranaje diabólico que en lugar de procurar el bien común, privilegia los beneficios privados de una élite financiera.

Y el lógico desenlace no puede ser más que el Eclipse de todo lo que hace que la vida merezca la pena, precisamente porque lo más valioso es siempre lo que no se puede vender ni comprar, lo que no es una mercancía, lo que no se consume sino que se vivencia como un acto gratuito.

Time: una vida precaria

Y nos asfixia la sensación de estar perdiendo el tiempo, de malgastar nuestra vida bajo la amenaza de la frustración permanente, como escuchamos en la canción Time. Todo ha de entrar en el cálculo de la rentabilidad, en lo que el capitalismo llama útil. Todo lo demás es inútil, algo que sobra, como sobran las personas que no son rentables, las que no pueden convertirse en demanda solvente a ojos del capitalismo. El tiempo es oro, como propugnaba Benjamin Franklin, y el éxito se alcanza al precio de sacrificar el tiempo de vida a los valores de productividad monetaria. El escritor Eduardo Galeano decía de la persona de éxito en Las palabras andantes:

«No puede mirar la luna sin calcular la distancia. No puede mirar un árbol sin calcular la leña. No puede mirar un cuadro sin calcular el precio».

¿Y si valorásemos algo diferente al éxito? Pero hoy en día la quimera del éxito, también llamado liderazgo, se ha convertido en un valor incuestionable. Así ocurre en el sistema educativo, conforme al libro de Angélique del Rey La tiranía de la evaluación: se tiraniza a los escolares con las evaluaciones jerarquizantes; y ocurre otro tanto en las plataformas digitales que convierten la vida en una competición para atraer seguidores y convertirse en influencer.

En la época en la que se publicó The Dark Side of the Moon, Internet era todavía un proyecto militar-industrial llamado Arpanet. 50 años después, lo que Jonathan Crary llama “el complejo Internet” en su ensayo Tierra quemada es una máquina voraz que se alimenta de tiempo. Las redes sociales son cronófagas y parasitan la atención de los ciudadanos que no son más que simples usuarios, cuyo tiempo de vida se convierte en un recurso económico monetizable en beneficio de las grandes corporaciones digitales.

Adicción al smartphone, desvinculación social, hermetismo, exacerbación algorítmica de odios y tecnofascismos virtuales, polarización radicalizada y una extrema vulnerabilidad son algunas de las consecuencias de esta colonización del tiempo de vida a cargo de los dispositivos digitales. Y uno mismo se convierte en su propia marca, en su propia mercancía que se vende en el tiránico escaparate de la visibilidad y la autopromoción de las redes digitales.

Quizás una solución sería sencillamente retirarse a la soledad y el silencio, como un Henry David Thoreau contemporáneo que huye de los estragos del capitalismo, mientras escuchamos la canción Breathe: «Mira alrededor y elige tu propio terreno […] todo lo que tocas y lo que ves será tu vida».

Se trataría de desconectar para vivir con más intensidad. O, como quería Raoul Vaneigem, de saber que cualquier revolución ha de comenzar sencillamente en la vida cotidiana. Y reconectar con el mundo físico, con el mundo real, y encontrarse con los demás para recuperar lo común, más allá de las mediaciones tecno-mercantiles. Son otros modos de vivir, ajenos al deseo de poder, al deseo de adquisición y posesión y a las mezquindades de un capitalismo de la mediocridad.

On the run: la vida frenética

El psiquiatra Erich Fromm en Tener o ser señaló que “el afán de lucro, fama y poder se han convertido en el problema dominante de la vida”. Y no es extraño que tales modos de vivir causen malestar y frustración. El filósofo Franco Berardi en La fábrica de infelicidad lo expresaba de esta manera:
“No tenemos ya tiempo para el amor, la ternura, la naturaleza, el placer y la compasión. Nuestra atención está cada vez más asediada y por tanto la dedicamos solamente a la carrera, a la competencia, a la decisión económica”.

Cuando el tener se antepone al ser surge el desarraigo y la sensación de vacío y precipitación en una vida tan vertiginosa como la canción On the run. 50 años después, las advertencias de Paul Virilio acerca de los riesgos de la aceleración se han convertido en realidades. La fugacidad y lo efímero son patrones de comportamiento que conducen irremediablemente a la ansiedad y a la alienación, como ha mostrado recientemente el sociólogo Hartmut Rosa. Hay pavor a la lentitud, miedo incluso a no ser lo suficientemente veloz, cuando sabemos que lo que se hace rápido, por lo general se hace mal, y los tiempos del pensamiento han de ser necesariamente pausados. Pero nuestra vida es cada vez más vertiginosa.

No extraña que en nuestra sociedad embrujada por las banalidades digitales y el síndrome de la falta de tiempo proliferen las enfermedades mentales, que también son un negocio redondo: el mundo capitalista crea las ansiedades que a su vez generan más y más beneficios para la industria de la salud mental. Es la angustia a formas de vida inhumanas, expresada en los desgarradores gritos de la canción The Great Gig in the Sky.

Y de la sensación de desorientación y desarraigo nacieron los fascismos del siglo XX, como sugería Karl Polanyi en La gran transformación, que hoy en día vemos reverdecer en un mundo desquiciado y sin memoria.

Us and Them: la industria de la guerra y la violencia

Una de las canciones más significativas del álbum, Us and Them, aborda los conflictos que enfrentan a los individuos y los grupos sociales. Lo que nos convierte en enemigos, lo que nos separa en la cruenta e irreconciliable dicotomía del nosotros y ellos es esa violencia que en gran medida alienta el deseo patológico por el dinero.

René Girard sostenía que la violencia es fruto de lo que llamó “deseo mimético”: deseamos lo mismo, algo que es por definición escaso, como la riqueza, como el dinero, que sólo pueden poseer unos pocos y por tanto surge la lucha y la agresión.

¿No son todas las guerras a fin de cuentas causadas por el afán de lucro, por la ganancia, por el ansia de poder y dominación?, ¿no son todas las guerras una muestra de estupidez y locura?

La guerra no es solamente la continuación de la política por otros medios, como sugería Clausewitz, sino también un suculento negocio. Como todo negocio, se rige por el afán de lucro como principal motivación.

50 años después, asistimos con tristeza a la intensificación del militarismo más suicida. Es un gran negocio, al fin y al cabo, para el complejo militar-industrial una vez se normaliza el estado de guerra permanente. El mantra es tan simple que no deja de funcionar en una ciudadanía adocenada: nosotros, los buenos, que empleamos cantidades desorbitantes de dinero para fabricar armas porque tratamos de preservar la paz, la democracia y la libertad, en contra de ellos, los malos, los villanos.

Y del mismo modo, distraídos en los litigios de nosotros contra ellos, se alimenta la despreocupación también suicida acerca de los efectos devastadores e irreversibles que el capitalismo más predador y cínico produce en nuestro planeta agonizante. Guy Debord escribió en 1971 estas palabras en su ensayo El planeta enfermo:

“«Revolución o muerte»: esa consigna ya no es la expresión lírica de la conciencia rebelde, sino la última palabra del pensamiento científico de nuestro siglo”.


Quizás la música, el arte, la Kultura con K, en el sentido de formar un pensamiento crítico, disipen las quimeras que nos engañan acerca de cómo vivimos en realidad. Para hacer explícito lo implícito, como quería Paul Klee, o para hacer visible el misterio de lo visible, como sugería Oscar Wilde. Quizás nos ayuden a recuperar el derecho de soñar que postulaba Galeano en Patas arriba, la escuela del mundo al revés. En ese mundo imaginado,

«seremos compatriotas y contemporáneos de todos los que tengan voluntad de justicia y voluntad de belleza. […] En este mundo chambón y jodido, cada noche será vivida como si fuera la última y cada día como si fuera el primero».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.