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«Salvador Allende en perspectiva histórica del movimiento popular chileno» por Sergio Grez Toso

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El historiador británico Eric Hobsbawm sostiene que “en todos nosotros existe una zona de sombra entre la historia y la memoria, entre el pasado como registro generalizado, susceptible de un examen relativamente desapasionado y el pasado como una parte recordada o como trasfondo de la propia vida del individuo”. Y precisando su idea, Hobsbawm agrega que “para cada ser humano esta zona se extiende desde que comienzan los recuerdos o tradiciones familiares vivos […] hasta que termina la infancia, cuando los destinos público y privado son considerados inseparables y mutuamente determinantes. La longitud de esta zona puede ser variable, así como la oscuridad y vaguedad que la caracterizan. Pero siempre existe esa tierra de nadie en el tiempo. Para los historiadores, y para cualquier otro, siempre es la parte de la historia más difícil de comprender”[1].

Pienso que Hobsbawm tiene razón. Algo similar a lo que él describe me ocurre con la figura de Salvador Allende. Aunque varias generaciones nos separaban, alcancé a ser su contemporáneo y a vivir con la ingenuidad de la infancia, primero, y luego con la pasión de los años adolescentes, el tiempo del apogeo de su carrera política, que fue también el del punto máximo alcanzado por el movimiento popular en Chile en sus luchas por la emancipación.

Mi contemporaneidad con Allende e involucramiento personal en la causa de la izquierda y del movimiento popular son obstáculos adicionales que ponen a prueba mi juicio de historiador. Sin contarme entre quienes niegan la posibilidad de hacer “historia del tiempo presente”, aquella de la cual hemos sido actores o al menos testigos, debo reconocer que aún hoy, a 45 años del golpe de Estado y de la muerte de Allende, la emoción me embarga al evocar su persona y al escuchar “el metal tranquilo” de su voz.

No postulo que la historia (en el sentido historiográfico o conocimiento sistemático que tenemos acerca de los hechos del pasado) deba carecer absolutamente de emoción y de pasión, pero la sociedad espera que los historiadores tengamos un juicio lo más objetivo, justo y verdadero posible acerca de los acontecimientos históricos. Creo que sobre la historia de Chile de la segunda mitad del siglo XX (y de seguro bastante más atrás) mi mirada tendrá siempre la impronta de alguien comprometido con uno de los bandos en lucha, aun cuando por honestidad intelectual y personal haga los máximos esfuerzos por ponderar las “evidencias históricas”, que, como es sabido, pueden ser acumuladas para apoyar interpretaciones muy disímiles acerca del devenir de una sociedad o de un grupo humano a través del tiempo.

¿Cómo abordar entonces desde un punto de vista ensayístico al personaje histórico Salvador Allende?

Creo que en mi caso lo más conveniente es recurrir a la larga duración que sobrepase con creces su vida, insertándola en el transcurrir general del movimiento popular en Chile. De esta manera, tomando cierta distancia de las contingencias que enfrentó el personaje y que son, precisamente, aquellas que pueden empañar mi visión, quiero aportar un grano en la comprensión del papel de Allende y, al mismo tiempo, de algunos fenómenos de nuestra historia.

Me propongo sostener tres premisas:

1°) Salvador Allende encarnó mejor que nadie desde mediados de la década de 1930 y hasta su muerte en 1973 la continuidad histórica y la línea central de desarrollo del movimiento popular.

Como es sabido, las raíces de este movimiento se hunden hasta mediados del siglo XIX cuando algunos contingentes de artesanos y obreros calificados levantaron un ideario de “regeneración del pueblo” en base a una lectura avanzada y popular de los postulados liberales. El mutualismo y otras formas de cooperación fueron la expresión práctica de este proyecto de carácter laico, democrático y popular. Con el correr del tiempo, el desarrollo del capitalismo y la llegada de las ideologías de redención social provocaron desde fines de ese siglo el ascenso del movimiento obrero y con él una metamorfosis de la doctrina, las formas de organización y de lucha de los sectores populares. Desde comienzos del siglo XX el ethoscolectivo del nuevo movimiento se sintetizó en la aspiración (más radical) de la “emancipación de los trabajadores” y se expresó en el surgimiento del sindicalismo y la adopción por parte del movimiento obrero y popular de las nuevos credos de liberación social del anarquismo y el socialismo. Con todo, a pesar de la mutación en un sentido de mayor radicalidad (de la “cooperación” a la lucha de clases), un tronco de tipo ilustrado, regenerativo y emancipador representó una cierta continuidad entre esas dos fases o momentos del movimiento popular[2].

Salvador Allende hizo sus primeras experiencias políticas cuando el movimiento popular se aprestaba a transitar por los cauces institucionales que no abandonaría hasta que el golpe de Estado de 1973 lo interrumpiera brutalmente. Así, después de más de una década de convulsiones sociales y políticas, a mediados de los años 30, el movimiento popular y la izquierda, dando su “brazo a torcer”, optaron mayoritariamente por incorporarse al juego político institucional, retomando -después de algunas veleidades rupturistas- un transitar más evolutivo, pacífico, parlamentario y reformista, que era, en definitiva, el que siempre habían escogido los trabajadores toda vez que las clases dirigentes se los habían permitido.

Desde este “gran viraje” (según la acepción de Tomás Moulian) de mediados de los años 30 que inauguró la política de Frente Popular, la izquierda y el movimiento popular asociado a ella, optó clara y mayoritariamente por aceptar las reglas puestas por el “Estado de compromiso” proclamado por la Constitución de 1925, pero que recién por esos años empezó a hacerse realidad[3]. Allende, como esa sabido, jugó un papel destacado en esta “nueva” estrategia ya sea como ministro de Estado, parlamentario, dirigente partidario y -más allá de sus cargos formales- en tanto líder político popular. El Frente Popular, luego el Frente del Pueblo, el Frente de Acción Popular y, finalmente, la Unidad Popular, fueron los hitos aliancistas a través de los cuales la política de la izquierda y del movimiento popular se hicieron realidad. Esto fue, en síntesis, el contenido más esencial del “allendismo” como sentimiento y corriente política de masas. En este sentido, la acción y la persona de Allende -persistente hasta el último de sus días en un camino de unidad- fueron la expresión más paradigmática de una vía y de una estrategia para alcanzar el ideal de la emancipación popular.
2°) Salvador Allende encarnó la dialéctica no resuelta de reforma o revolución.

Aún cuando el apego de Allende a la vía parlamentaria y a las reglas del juego del “Estado de compromiso” fueron permanentes, la izquierda y el movimiento popular en los últimos años de la vida de este líder se vieron envueltos en un debate y en una encrucijada no resuelta que anuló los esfuerzos que en distintos sentidos se hicieron para dar conducción al movimiento y una salida al impassepolítico. Es el “empate catastrófico” entre las dos vías -la rupturista revolucionaria y la “moderada revolucionaria” del cual nos ha hablado Tomás Moulian en su Conversación interrumpida con Allende[4]. A 30 años de distancia, la disyuntiva ¿reforma o revolución? pierde los contornos que en la década de 1970 nos parecían tan nítidos. Si bien la revolución “con empanadas y vino tinto” preconizada por Allende, en esencia la vía electoral reforzada por la movilización popular, mostró sus límites en un contexto internacional de gran polarización, la “revolución” tal como la concebíamos entonces, ya no es posible y -más aún- ni siquiera deseable.

La “caída de los muros”, la terciarización de las economías, los cambios tecnológicos y de las estructuras sociales a nivel nacional e internacional, la emergencia de nuevas problemáticas y de un mundo unipolar dominado por un gran Imperio, amén de un sinnúmero de razones que apuntan en su gran mayoría a la consolidación del modelo de dominación, hacen de la “revolución” según el esquema clásico, un fetiche puramente nostálgico más allá de la eficiencia técnica (a estas alturas bastante hipotética) de sus métodos para asaltar el poder.

La oposición entre la vía reformista electoral y la vía revolucionaria armada no es ya un punto de quiebre al interior de la izquierda y del movimiento popular, pero sí lo son, por ejemplo, la adhesión o el rechazo al modelo neoliberal y a la dominación imperial. A la luz de esta nuevo dilema, la política de Allende adquiere renovada relevancia histórica. Su “reformismo rupturista” o “reformismo revolucionario” nos parece hoy día -incluso a sus críticos de izquierda de entonces- el sumun a lo que podríamos aspirar en estos tiempos de globalización neoliberal. Curiosa paradoja de la historia: lo que antes era considerado altamente insuficiente llega a ser “el bien mayor”. El allendismo del período de la Unidad Popular fue la expresión de una tentativa abortada por resolver en una síntesis dialéctica la disyuntiva entre reforma o revolución que el contexto histórico de los años 70 -ahora lo percibimos con claridad- no permitía solucionar. Con todo, a pesar de verse atrapado en ese callejón sin salida, Allende en el día de su muerte, y con su muerte, intentó dejar una herencia política de contenido “reformista revolucionario”.
3°) En la historia del movimiento popular, el golpe de Estado de 1973 representa un quiebre total, un “puente roto” que no se ha vuelto a reparar.

En su mensaje de despedida Salvador Allende vaticinó que “otros hombres” superarían ese momento gris y amargo. Esos nuevos hombres retomarían la senda interrumpida de la izquierda y del movimiento popular. Los heroísmos, sacrificios y reencantamientos militantes de la lucha de resistencia contra la dictadura parecieron reanudar la marcha del movimiento popular. El combate contra la opresión de la tiranía se inscribía perfectamente en la perspectiva general -y de muy larga duración- en pro de la emancipación popular. Pero la infinita “transición a la democracia” que vino enseguida, los acomodos y reacomodos de la clase política, la decepción y desmovilización popular, demostraron que sólo por un efecto de espejismo el movimiento popular había parecido rearticularse duraderamente al calor de las protestas de la década de 1980. En realidad, una vez que el “enemigo visible” se metamorfoseó tras el discurso de reencuentro y reconciliación nacional, el movimiento popular perdió su norte, quedando en evidencia que el ethos colectivo de la emancipación de los trabajadores que lo había animado durante tanto tiempo, se había extraviado o difuminado en medio del derrumbe ideológico que acompañó al fin del llamado “campo socialista” y en el empeño criollo por recuperar la democracia.

¿Cuál es el ethos colectivo del mundo popular en el Chile actual? ¿Hay un cuerpo de ideas básicas que articule sus demandas? ¿Se manifiesta una aspiración común -como fue en la época de Allende la conquista de un gobierno popular- que cristalice en un objetivo político fácilmente identificable las distintas reivindicaciones sectoriales? ¿Y si esto no es así, sin ese corpus mínimo de ideas y anhelos compartidos, es posible concebir la existencia de un movimiento popular?

La verdad es que los sectores populares han desaparecido en tanto sujetos políticos, quedando reducidos a la categoría de clientela que oscila entre las alternativas de administración “progresista” del modelo o gestión “populista” de derecha del mismo. El mercado ha reemplazado a las formas de asociatividad que hicieron posible la existencia de un movimiento popular que tuvo expresiones sociales y políticas, una de cuyas vertientes históricas más caudalosas y persistentes fue el allendismo. Es por ello que, al margen de las añoranzas, en términos políticos reales no hay allendismo actualmente en Chile (porque podría haber allendismo sin Allende como ha existido en otras partes peronismo sin Perón o gaullismo sin De Gaulle). Por las mismas razones no ha surgido un líder popular de la talla de Allende ni nada que se le parezca. Allende como hombre político -y esto es de Perogrullo- fue el producto de un tiempo, de una relación entre una personalidad descollante y un movimiento social y político del cual él fue intérprete y expresión.

Para que vuelvan a “abrirse las grandes Alamedas” (que aún permanecen cerradas) se necesitarán de “otros hombres” que estimulen el desarrollo de fuertes movimientos sociales, hombres y mujeres capaces de retomar el hilo conductor del movimiento popular en una perspectiva de futuro y no de mera evocación nostálgica. Mientras esto no ocurra, el legado político de Allende continuará siendo un capital inmovilizado, un icono desprovisto de significado histórico concreto y de operatividad política real.

 Sergio Grez es doctor en Historia y Profesor de la Universidad de Chile

Artículo publicado originalmente en Diario Universidad de Chile el Martes 4 de septiembre 2018 

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