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Reforma constitucional en Chile, ¿el retorno de la democracia tutelada?

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PABLO ABUFOM SILVA

La derrota del proyecto constituyente en Chile dio lugar a un nuevo proceso de reforma constitucional tutelado por las fuerzas tradicionales. Los movimientos sociales y la izquierda radical están a tiempo de organizar una respuesta política a la nueva situación.

Imagen: Un niño observa un ritual mapuche durante una manifestación el primer día de la Convención Constitucional. (Felipe Figueroa / SOPA Images / LightRocket via Getty Images)

Después de la estrepitosa derrota del proyecto de nueva Constitución en el plebiscito del 4 de septiembre, quedó definitivamente sepultado el primer ensayo constituyente del siglo XXI en Chile. Fue una derrota que se venía incubando desde el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución de noviembre 2019, firmado por la mayoría de los actores políticos con representación parlamentaria. Este acuerdo definió el camino hacia un proceso constituyente con altos niveles de control por parte de los poderes constituidos, pero que de todos modos terminó siendo el órgano más democrático que haya tenido el país en sus 213 años de historia republicana.

Otro elemento que contribuyó a esa derrota fue la insuficiente organización de la izquierda y los movimientos sociales para capitalizar el empuje de cambio de la revuelta del 2019, sumado a la falta de una visión o un proyecto de sociedad que englobara la lista de cambios constitucionales propuestos. Pero quizá la razón más estructural de la derrota constituyente del 4S fue la situación de crisis económica pandémica, que reforzó las posiciones más defensivas (e incluso reticentes al cambio) de los sectores populares sin tradición o experiencia organizativa. Esos sectores que hace poco habían inundado las calles demandando un cambio, al cabo de dos años de una crisis que pagaron con sus propias vidas y ahorros, se enfrentaron a la mayor disputa política del siglo sin las mediaciones organizativas o comunicacionales que la clase trabajadora tuvo en el pasado. Sin partidos, ni sindicatos, ni movimientos sociales que pudiesen iluminar colectivamente el momento histórico, hubo millones de trabajadoras y trabajadores que fueron a votar Rechazo sin más orientación que la de los medios de comunicación masiva y la sensación de caos y temor que éstos transmitieron.

Esto último no es un resultado espontáneo, sino una apuesta de los sectores más duros de la derecha y el empresariado chileno. El plebiscito fue el momento en el que estos grupos pudieron cosechar los frutos de una táctica política audaz que inició al mismo tiempo que se inauguraba la Convención Constitucional en la que quedó en minoría absoluta. La derecha decidió restarse del debate constituyente como tal, y se enfocó durante un año y medio en la disputa del sentido común (y mediático) en torno al proceso. Más que referirse a los temas constitucionales, se refirieron al órgano y sus constituyentes, a quienes acusaron de amateurs, subversivos o aprovechadores de las arcas fiscales.

Pero esa táctica exitosa no logra cerrar la cuestión constitucional en Chile. El 12 de diciembre del 2022, 98 días después del plebiscito, la mayoría de los partidos políticos con representación parlamentaria firmaron el llamado Acuerdo por Chile, que sentó las bases para un nuevo proceso de cambio constitucional. En este segundo acuerdo, los partidos políticos fueron más lejos que en el Acuerdo del 15 de noviembre de 2019: no solo se definen los términos del órgano redactor, sino que además se establecen doce «bases constitucionales» que definen de antemano los contenidos de la nueva Carta. Lo que se anuncia con este Acuerdo es la consolidación de un giro tutelar que reedita la llamada «política de los acuerdos» que ha caracterizado el proceso político chileno desde el fin de la dictadura.

Del proceso constituyente a la mera reforma constitucional

El Acuerdo por Chile, que ya ha sido aprobado en el Congreso chileno, contempla un órgano de reforma constitucional en tres partes: un Consejo Constitucional con 50 representantes electos siguiendo el sistema electoral para el Senado, con representación regional; una Comisión Experta con 24 miembros designados por la Cámara de Diputados y el Senado y un Comité Técnico de Admisibilidad con 14 miembros también designados por los mismos congresistas. La Comisión Experta será convocada inicialmente para redactar un anteproyecto de Constitución creado a partir de las mencionadas doce «bases constitucionales». El Consejo Constitucional tendrá que redactar el borrador de proyecto a partir del insumo de los expertos, y el Comité Técnico tendrá el rol de garantizar que se cumplan las «bases» acordadas por los partidos en el Acuerdo Por Chile y el marco institucional general de la República.

Por su parte, estas «bases» no son otra cosa que un amarre que los partidos firmantes imponen al nuevo proceso, y en ese sentido puede entenderse como una reforma parlamentaria de la Constitución. En las 12 bases constitucionales del Acuerdo se incluye una reafirmación de los principales nudos institucionales que preocuparon a la elite política en el proceso constituyente del 2022: el carácter unitario del Estado, la subordinación de los pueblos indígenas a la «nación chilena, que es una e indivisible», la conservación de un parlamento bicameral con un Senado oligárquico y con poder de veto, la así llamada «libertad de enseñanza» que garantiza un nicho de negocios a la educación privada, la consagración constitucional de las Fuerzas Armadas y de Orden y los estados de excepción necesarios para continuar la política de enemigo interno que caracteriza la relación del Estado de Chile con pueblos indígenas y grupos subalternos rebeldes.

Pero llama la atención que las 12 bases introducen al menos dos elementos nuevos que adelantan el encuadre jurídico que los partidos sostendrán a lo largo de este proceso tutelado. En primer lugar, se establece que «La Constitución consagrará que el terrorismo, en cualquiera de sus formas, es por esencia contrario a los derechos humanos». Se trata de un sonsonete derechista que venimos escuchando desde hace décadas, y que fundamentalmente ubica dentro del marco de la «guerra contra el terrorismo» a las reivindicaciones político-territoriales del pueblo mapuche y a las insubordinaciones sociales de sindicatos y movimientos sociales. Esto evidencia una disposición ofensiva por parte de la derecha en materias de seguridad interior.

En segundo lugar, las «bases constitucionales» agregan que «Chile es un Estado social y Democrático de Derecho, cuya finalidad es promover el bien común; que reconoce derechos y libertades fundamentales; y que promueve el desarrollo progresivo de los derechos sociales, con sujeción al principio de responsabilidad fiscal; y a través de instituciones estatales y privadas». Si bien la consagración de Chile como «Estado social y democrático» era parte del proyecto constitucional de la Convención Constitucional de 2022, resulta tremendamente preocupante que el ejercicio de los derechos sociales esté constreñido al principio de responsabilidad fiscal y que contemple tanto a instituciones estatales como privadas. Ambas especificaciones son un antecedente muy peligroso para las aspiraciones de la clase trabajadora chilena, que lleva décadas luchando por garantías universales y públicas de los derechos sociales. Considerando que la experiencia chilena pone en evidencia la bancarrota de los sistemas privados para la provisión de derechos como las pensiones, la salud, la educación y la vivienda, estas especificaciones simplemente refuerzan la estructura neoliberal que ya tenemos en Chile: gasto social focalizado (no universal), rol mínimo del Estado en la economía, y ventaja para proveedores privados y su lógica basada en la ganancia por sobre el beneficio común.

Todo lo anterior deja en evidencia que el nuevo proceso constituyente no es más que una reforma constitucional encubierta en un simulacro democrático, y refuerza con ello un rasgo fuerte de la democracia chilena de la posdictadura: el tutelaje del proceso político por parte de los partidos con representación parlamentaria, que son los únicos que tienen derecho a elegir expertos y proponer candidaturas para el Consejo Constitucional. Estos partidos se concentran principalmente en el eje derecha (la coalición Chile Vamos) y centroizquierda (la exConcertación, hoy Socialismo Democrático), pero al que hoy se suman nuevas fuerzas progresistas (Frente Amplio y Partido Comunista, de la coalición Apruebo Dignidad) y reaccionarias (Partido Republicano y Partido de la Gente).

Con respecto al momento constituyente que se abrió en 2019 nos encontramos ante un momento doloroso: el paréntesis antielitista de la revuelta se cerró con el plebiscito del 4 de septiembre, y el establishment ha recuperado la iniciativa.

¿Y ahora qué? Escenarios y tareas para la izquierda

Tanto las listas de consejeros constitucionales como de ambos equipos de expertos ya están definidas, y excluyen a los sectores que mostraron el mayor dinamismo en la Convención Constitucional de 2021-2022. Independientes, dirigencias sociales y de pueblos indígenas quedaron fuera del proceso de cambio constitucional del 2023. Los partidos dejaron en claro que querían que los «expertos» marcaran la pauta esta vez. Es decir, reafirmaron el guión tecnocrático que caracteriza a la política chilena desde comienzos de los noventa, donde no tiene lugar el protagonismo directo del pueblo «inexperto», sino solo la mediación autorizada de los profesionales.

Todavía es demasiado pronto para saber si esto vuelco tutelar en el proceso de cambio constitucional equivale al cierre de la impugnación al régimen chileno. Al menos desde los sectores que han mantenido arriba las banderas de las transformaciones sociales, la respuesta al nuevo proceso de reforma constitucional no se hizo esperar. Para la Coordinadora Feminista 8M, por ejemplo, este proceso no es otra cosa que “la revancha de los impugnados”, que castigan la insurbodinación de los pueblos en la revuelta y la Convención Constitucional. Agregan que el «marco constitucional [necesario para enfrentar la crisis política y social en Chile] no va a provenir, ya no provino, de los mismos que durante más de 30 años no han podido ni han querido cambiar la actual Constitución dictatorial».

Otro movimiento social que fue clave en el proceso anterior, el Movimiento por la Defensa del Acceso al Agua, la Tierra y la Protección del Medio Ambiente (MODATIMA), plantea en su declaración pública que se trata de “un proceso ilegítimo y antidemocrático” e incluso apunta que «muestra la desorientación absoluta del proyecto político del Frente Amplio y Apruebo Dignidad en el oficialismo, después del 4 de septiembre, que cedió el protagonismo a la derecha, con sus chantajes, arrogancia política y berrinches populistas». Al igual que con el Acuerdo parlamentario del 2019, la definición elitista de los términos del cambio constitucional evidencia la brecha que existe entre los partidos políticos, incluso los progresistas, y los movimientos sociales. En los momentos decisivos, los partidos defraudan una y otra vez la expectativa democratizante y redistributiva que ha caracterizado a los movimientos sociales del siglo XXI en Chile.

Pero esta brecha no responde únicamente a la estrategia de alianza de gobernabilidad con el centro que asumió la coalición del presidente Boric (Apruebo Dignidad), sino también a la insuficiencia política de los movimientos sociales y la izquierda no oficialista, todavía carentes de su propia estrategia de disputa nacional del poder, o de una alternativa organizativa unitaria para los sectores populares con disposición a movilizarse por las transformaciones. Y aunque el internacionalismo del movimiento feminista (en torno a la Huelga Feminista) y del movimiento ecologista (a partir de conflictos frontales con las industrias extractivas o energéticas) les han permitido una densidad particularmente relevante para interpretar la crisis del capitalismo en Chile, no necesariamente ha permitido visualizar un programa de superación de esa crisis que se encarne en un nuevo bloque histórico alternativo al progresismo del Frente Amplio y al reformismo tradicional del Partido Comunista.

Entonces la pregunta es, ¿cuáles son los caminos que pueden transitar los movimientos sociales y la izquierda para articular esa estrategia, esa alternativa organizativa y ese programa?

Un escenario posible sería una conservación del statu quo actual, que es un estado de repliegue posplebiscito, de reforzamiento de la división de tareas entre los movimientos dedicados a las luchas sectoriales y los grupos o protopartidos de izquierda dedicados a «hacer política» (la mayor parte del tiempo reducida a la disputa electoral). Esta podría ser una manera de interpretar la lección del plebiscito: que es un error que las organizaciones territoriales o los movimientos sociales intenten entrar en la disputa política, y que deben en realidad dedicarse a la movilización por demandas sectoriales; y por otro lado, que los grupos políticos no pueden contar con activistas o dirigencias sociales para la disputa política, y que lo que viene ahora es que los cuadros políticos asuman esa tarea. Nada bueno puede salir de esta reafirmación de trayectorias ya fracasadas.

Otro escenario, que se viene asomando lentamente desde antes del plebiscito, es la conformación de múltiples polos protopartidarios en el que confluyen movimientos sociales, exconstituyentes, referentes políticos como alcaldes o concejales y sus respectivas fuerzas políticas. Este es el caso de la Coordinadora de Movimientos Sociales, donde se encuentran la CF8M, Modatima, exconstituyentes de distintas regiones y algunos otros grupos políticos y territoriales más pequeños. También es el caso del Partido Igualdad, que está en proceso de recuperar su legalidad como partido, o del movimiento Transformar del alcalde de Valparaíso, Jorge Sharp, que reúne a algunos exconstituyentes en el camino de formar un nuevo partido. Algo similar podría esperarse de algunas experiencias de poder local lideradas por independientes de izquierda (Pudahuel y La Cisterna en la Región Metropolitana, Santa Juana en la Región del Bíobio, y concejalías a lo largo del país) que eventualmente podrían articular una alternativa política desde lo municipal.

El desafío más inmediato que nos plantea el segundo escenario descrito sería la superación de una conducta mezquina y sectaria que ha aquejado a la izquierda chilena durante décadas. Esta forma de conducirse políticamente de la izquierda radical no responde a actitudes interpersonales o voluntades de tales o cuales cuadros. No es un problema de carácter personal o político, aunque se expresa en personalidades caudillistas o grupos que prefieren la disputa eterna antes que la construcción conjunta. Creo que este problema es el efecto más duradero de la doble derrota estratégica del golpe de 1973 y la transición pactada en 1989, así como de la ausencia de un serio debate programático al alero de las transformaciones del modo capitalista de organizar la reproducción social. Lo anterior ha llevado a que nuestra izquierda carezca de una visión de largo plazo para su propia acción, y tienda a responder más bien con miradas de corto plazo, ubicadas en el marco de las tácticas y del control de los grupos sobre sus propios aparatos. Al carecer de un programa y una estrategia (de un partido en el sentido histórico), la mezquindad y el sectarismo son simples reflejos para la izquierda.

Hoy en Chile son dos las amenazas que deben movilizar el proceso de articulación de una alternativa política de cambio en Chile. En primer lugar, la emergencia de sectores reaccionarios que no son nuevos, pero se presentan como elementos de renovación política: el Partido Republicano de José Antonio Kast (representante del pinochetismo interno y el bolsonarismo externo) y el Partido de la Gente (que encarna la política populista neoliberal del Franco Parisi, y moviliza el deseo arribista y el resentimiento incel de un sector de la clase trabajadora chilena). En segundo lugar, la profundización de la crisis económica y la consiguiente precarización de la vida. La inflación sigue en dos dígitos, no hay indicios de una recuperación de los salarios, el empleo es altamente precario y las reformas clave (tributaria y de pensiones) adelgazan cada vez más con respecto a las promesas y pretensiones iniciales de la coalición gobernante. Nada indica que la recuperación que anuncian algunos vaya a ser en beneficio de los sectores populares.

A partir de estos elementos (todavía muy generales), se abren tres ámbitos de acción para construir una nueva izquierda en Chile:

1) Para enfrentar las dimensiones más inmediatas de la crisis, la izquierda debe ofrecer soluciones allí donde el Estado ha abandonado a la población. Las cooperativas de abastecimiento, las redes de apoyo comunitario ante la violencia, las ollas comunes, las iniciativas barriales en salud, seguridad y educación, deben formar parte de un plan estratégico de la izquierda radical para mostrar que la propia fuerza popular es condición necesaria para las transformaciones estructurales. Este ámbito de resistencia cotidiana ofrece una oportunidad para organizar la rabia, el resentimiento y la desesperanza provocadas por la crisis, y no dejársela a los populistas de la nueva derecha chilena.

2) Para resistir el ajuste que implica la actual crisis económica, la izquierda debe retomar un camino de lucha reivindicativa en territorios, barrios, centros de estudiantes y lugares de trabajo, que ponga en perspectiva las demandas por una mejora en las condiciones de vida y de lucha, y fomentando una salida activa del letargo pesimista posplebiscito. Dicho en otras palabras, retomar de manera prioritaria y articulada a escala nacional la tarea de: a) mejorar el ingreso de la clase trabajadora (el salario directo, pero también la provisión de derechos sociales y las pensiones), y b) mejorar las condiciones de organización que permiten llevar a cabo esas y otras luchas (profundizar la reducción de la jornada laboral para permitir el ocio y la militancia, avanzar hacia la negociación por rama de la economía, asegurar el flujo de recursos de las instituciones hacia las organizaciones sociales y comunitarias). Todo lo anterior implica poner en segundo plano la disputa constitucional, al menos por ahora.

3) Para proyectar una alternativa en cada ámbito de la vida nacional, es necesaria una apuesta contundente para enfrentar las elecciones municipales del 2024 y las elecciones nacionales del 2025. La disposición que mostraron los movimientos sociales a disputar la Convención Constitucional es un rasgo distintivo de este ciclo político, y no puede quedar en el pasado. Debe proyectarse hacia una disputa electoral que rompa con el encuadre reformista (que el pueblo debe elegir sus representantes para que hagan cambios en el Estado tal como existe) hacia una disputa institucional rupturista (que reconozca el rol de la disputa política para fortalecer a las organizaciones populares con visibilidad, redes, infraestructura y capacidad de imponer sus términos en el debate público). Pero si se quiere construir una izquierda radical que no repita el giro al centro del Frente Amplio, no hay espacio para la ilusión de que los triunfos electorales preceden a la construcción de partido, estrategia y programa. La disputa política debe reconocer en las elecciones un momento de su despliegue, pero no reducirse a ella.

Demás está decir que estos ámbitos de acción se entrecruzan todo el tiempo, como cuando las iniciativas de salud barrial cooperan con un municipio, o cuando las luchas sindicales son respaldadas por cuadros políticos en las instituciones. El rol de la izquierda será precisamente construir una fuerza política nueva en ese lugar donde los ámbitos de acción popular se cruzan y se proyectan hacia la superación de la crisis.

PABLO ABUFOM SILVA

Traductor y magíster en filosofía por la Universidad de Chile. Editor de Posiciones, Revista de Debate Estratégico, miembro fundador del Centro Social y Librería Proyección y parte del colectivo editorial de Jacobin América Latina

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