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Otro diciembre, otra Argentina

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La historia contemporánea argentina está marcada por sus diciembres. Cercano a las fiestas se produjeron tanto las rebeliones masivas del 19 y 20 de diciembre de 2001 que terminaron con la presidencia de Fernando de la Rúa, el incendio del local nocturno de República de Cromañon en 2004, el clímax de la lucha del gobierno de Cristina Fernandez contra Clarín (en el denominado 7D) en 2012, y la huelga policial y los disturbios sociales, saqueos y muertos que esta trajo consigo en 2013. Diciembre es el mes del drama argentino, y de la catarsis colectiva de sus heridas mal curadas.

Pablo Touzon *

La Diaria, 23-12-2017

https://findesemana.ladiaria.com.uy/

Mauricio Macri y el gobierno de su coalición Cambiemos tuvo en estas semanas su bautismo de fuego, reproduciendo la clásica trilogía nacional de las épocas de vacas flacas: ajuste-represión-cacerolazo. Durante los dos años que transcurrieron entre el 10 de diciembre de 2015 y la actualidad, el macrismo procastinó la agenda económica y social, entendiendo con acierto la paradoja de su victoria. Versados en el mapeo de los humores sociales, su propio big data les señaló desde el inicio los límites de sus posibilidades: el hastío generalizado con el kirchnerismo no implicaba necesariamente la adopción de una agenda (sobre todo económica) neoliberal. El nuevo gobierno de Cambiemos vivía una situación análoga a la del gobierno de la Alianza que reemplazó al peronismo menemista en 1999: en aquel entonces, el rechazo masivo a la corrupción de los gobernantes y sus desbordes se complementaba con un adhesión igual de masiva a la piedra angular de su política económica, la convertibilidad, que fijaba por ley la paridad entre el dólar y el peso. El recuerdo marcado en piedra de la hiperinflación de 1989 y 1990 había hecho de este instrumento económico uno de los mas populares que tuvo Argentina en el siglo XX.

Aunque suene paradójico tratándose de un gobierno compuesto mayoritariamente por CEO de grandes empresas y con una fuerte impronta de centroderecha, el macrismo no fue votado “para hacer el ajuste”. Al menos, no de manera literal. Puede decirse que en el seno del gobierno de Cambiemos conviven dos almas: una encabezada por el gurú electoral ecuatoriano Durán Barba, que, monitoreando el humor social con la ciencia del focus group y la filosofía política del algoritmo, declara que “el ajuste es imposible”; y la otra, ligada al núcleo del área económica, que proclama, en voz baja, que “el ajuste es inevitable”.

Los dos primeros años fueron claramente duranbarbianos. El único ajuste del gobierno, el de los “tarifazos” de los servicios públicos de gas, luz, agua y demás naufragó parcialmente, entre reclamos a los tribunales y las idas y vueltas de la misma administración. Le tomó en ese entonces meses para ejecutarlo, y fue la primera derrota política de su primer año de gobierno. Optó entonces –y lo hizo público en foros nacionales e internacionales, frente a inversores y empresarios de todo tipo– por priorizar la variable política. El argumento frente a los sectores del poder económico que se preguntaban “¿Cuándo empieza el gobierno de Macri?” era contundente, y podría resumirse así: “Somos un gobierno resultado de un balotaje, con minoría en ambas cámaras, en un país de una cultura política históricamente populista. No es posible consolidar una gobernabilidad alternativa al peronismo empezando por las medidas antipáticas de un ajuste masivo. Tenemos que ganar las elecciones antes, y las elecciones se ganan siendo populistas. La agenda de reformas tendrá que esperar”. Era el teorema del país del ajuste imposible, explicado por aquellos que se suponía que debían realizarlo. El leninismo macrista inventó su propia Nueva Política Económica –tal como hizo la joven Unión Soviética–, financiada por la toma de deuda masiva posible gracias al pago del juicio a los holdouts y la salida del default.

En octubre de este año, el momento llegó. Las elecciones parlamentarias consolidaron y ampliaron de manera dramática los resultados obtenidos dos años antes, y el país entero se tiñó con los colores del “Cambio”. El resultado electoral (en el que la referente principal de la oposición, la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, fue derrotada por un ignoto y anodino candidato oficialista, Esteban Bullrich, en la estratégica provincia de Buenos Aires) profundizó aun más la crisis del peronismo en la oposición, y sobre todo el foso existente entre aquellos sectores con alguna responsabilidad de “gobierno” (gobernadores, intendentes, sindicalistas y movimientos sociales inclusive) y el kirchnerismo, aislado casi del Estado y con muchos de sus dirigentes presos o camino a serlo, como el ex candidato a vicepresidente de 2015 Carlos Zannini. Sin nada que perder, el cristinismo profundiza su deriva maximalista. Con todo para perder, el peronismo “de gobierno” profundiza su deriva acuerdista. Y con la crisis profunda del peronismo massista (que se veía a sí mismo, y así hizo campaña en 2015, como una “avenida del medio” entre el macrismo y el kirchnerismo) se perdió toda interfaz posible entre ambos polos.

El resultado electoral, el panorama opositor y su propia preocupación frente al crecimiento del déficit estatal dejaron sin excusas a Cambiemos, que presentó entonces el mes pasado una versión embrionaria del paquete de “reformas estructurales” que hasta entonces sólo se discutía en sordina.

Paquete de reformas

El gobierno decidió, en un primer momento, atar una reforma a la otra: la reforma laboral con la previsional con la tributaria. El contenido es un clásico, y no dista del recetario prototípico de los organismos multilaterales, con un agregado fundamental. La construcción del consenso con los gobernadores peronistas implica una reorientación de los recursos de las cajas previsionales a las cajas provinciales, atando el destino del pago de los empleados estatales al desfinanciamiento de los fondos de retiro. El cuadro se completa con una pieza económico-política clave para su propia ingeniería política con la discusión sobre los recursos de la decisiva provincia de Buenos Aires. Una maniobra inteligente que aspiraba a economizar recursos, y a cerrar en una sola ronda de discusiones (y de política) el corpus fundamental del resto de su agenda de gobierno.

Fin de año parecía el momento ideal, luego del espaldarazo electoral y antes de las largas vacaciones de verano que en Argentina todo lo disuelven. La agenda electoral nacional parece diseñada por Dick Morris y su “campaña electoral permanente”: la proliferación de instancias electorales hacen que los momentos políticos “sin elecciones” sean muy pocos. Por ende, la ventana de oportunidad para “meter un ajuste” dura muy poco. El gobierno calculó bien, en ese sentido, el tiempo y la oportunidad. Pero algo pasó.

Parejas letales

Jubilados y neoliberalismo son una pareja letal en la Argentina moderna. Desde los años 90, el régimen previsional argentino es blanco y caja de distintas administraciones que cifran en su reforma gran parte de su esquema de financiamiento. Esto hizo que una discusión técnica y palaciega se viralizase en los medios y redes sociales: por una vez, la discusión no devenía abstracta ni moría en los eslóganes de la oposición cristinista. Se hizo carne en la sociedad y los sectores medios argentinos, que ven asomarse, detrás de la reforma, el horizonte de futuras reformas posteriores. El gobierno finalmente había tocado un tabú, recordando a la anterior reforma de la Alianza, cuando el gobierno de Fernando de la Rúa quitó 13% de sus ingresos a los jubilados.

Pero el ingrediente principal para la tormenta perfecta lo aportó el Ministerio de Seguridad, que preside Patricia Bullrich. Desde el inicio de la gestión de Cambiemos, la ministra quiso consolidar un papel de halcón en la administración macrista, tratando de hacer realidad la promesa más difícil de cumplir del presidente: la de terminar con los “piquetes” y demás formas de protesta social callejera. En grajeas y en pirotecnia verbal ya iba adelantando lo que fue un ensayo general el jueves de la semana pasada: un giro de 180 grados en la política de no represión a la protesta social que había marcado, con sus más y sus menos, la forma global de encarar el tema en los últimos 12 años.

La dura represión llevada a cabo en una de las principales plazas políticas del país, en un país con fuerte tradición de activación política callejera, contra militantes, diputados de la oposición, fotógrafos de diarios y transeúntes en general, constituyó la ruptura de otro tabú, y no sólo hizo caer la primera ronda de sesión parlamentaria. También sentó las bases violentas de la próxima. Parece que en este punto también el gradualismo ha tocado su límite.

Fantasma cacerolero

El jueves 14 de diciembre Argentina se despertó diferente, en un clima caldeado y violento como no se vivía en años. Fueron días de furia en los que el Gobierno logró retener el apoyo del peronismo federal y conseguir un “ni” del triunvirato sindical, cristalizado en la foto con los gobernadores y el presidente y en el paro sólo parcial de la CGT.

El voto positivo del Congreso fue un triunfo del oficialismo, a un costo singularmente alto. No sólo por las imágenes de las protestas violentas, los desmanes y la represión posterior que dieron vuelta al mundo. Tampoco solamente por el costo de volver a asociar a las políticas neoliberales con el desfinanciamiento de los “abuelos” argentinos. Más bien, por haber vuelto a despertar el fantasma de todo gobernante argentino posterior a 2001: el cacerolazo de los sectores medios urbanos contra una medida de su gobierno. No puede Cambiemos atribuir esta forma de protesta a resistencias corporativas de sindicatos o movimientos sociales, a “mafias enquistadas en el poder” o al demonio kirchnerista. Para un gobierno singularmente preocupado por el humor social, y que ha elevado su monitoreo a la categoría de ciencia, este es un dato preocupante. ¿Un primer límite a la hegemonía macrista?

Sea como sea, un etapa parece haber terminado. Incluso con resultados electorales favorables, las imágenes de gases lacrimógenos y sangre en las calles parecen hablar del fin de la etapa “fácil” del reformismo cambiemista. Tal vez, del fin de cierta forma de primavera.

* Pablo Touzon. Una versión de este texto aparece en Nueva Sociedad.

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