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Los seis meses que transformaron Chile

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  • El 24 febrero, 2020

Balance transitorio de la revuelta contra la precarización de la vida[1]

Pablo Abufom Silva

Balance transitorio de la revuelta contra la precarización de la vida[1]

Pablo Abufom Silva
Militante de Solidaridad
23 de febrero, 2020

Entre octubre del 2019 y abril del 2020 se está jugando un cambio en el terreno y la dinámica de la lucha de clases en Chile. Entre el 18 de octubre y el 26 de abril, habremos visto desplegarse casi plenamente al conjunto de las fuerzas sociales y políticas, en busca de construir y conquistar mayorías para sus respectivos proyectos, desde la defensa de la Constitución de 1980 a través del terrorismo de Estado por parte de la derecha gobernante hasta defensas moderadas sobre los logros del «modelo» por parte de la ex Concertación; desde la posible recuperación de la iniciativa política de los sectores populares a través de la nueva Huelga General Feminista convocada por la Coordinadora Feminista 8M hasta la posibilidad de una Asamblea Popular Constituyente levantada por la Coordinadora de Asambleas Territoriales y otras organizaciones sociales que prepare y desborde el proceso constitucional diseñado por los partidos que firmaron el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución; desde la insurrección de los sectores más precarizados del país hasta nuevas formas de democracia directa en los barrios. En estos seis meses, Chile simplemente habrá cambiado para siempre.

El 2020 estará marcado por una coyuntura constituyente para un pueblo todavía falto de fuerza y proyecto, y constitucional para los partidos comprometidos con el orden que nos llevó a la crisis. Para estos últimos se juega garantizar la estabilidad del régimen mediante una nueva redacción de la misma Constitución, mientras que para el pueblo está abierta la oportunidad para articular por fin una fuerza y una alternativa de sociedad que constituya las bases de una ofensiva contra el régimen político-social que gobierna Chile desde 1973.

En este texto me propongo hacer un balance de este tránsito crítico, sabiendo que estamos al borde de una nueva apertura de la situación política nacional debido al esperado (y temido) retorno de un nuevo estallido de protestas masivas y transversales a nivel nacional en marzo. Quizá sea el último momento en varios meses más en que sea posible detenerse, evaluar y proyectar las tareas que demandan los nuevos escenarios.

El verdadero estado de emergencia son nuestras condiciones de vida

A comienzos del mes de noviembre del 2019, reunidos en una plaza en el centro de Santiago, donde hace semanas había comenzado a funcionar la Asamblea Autoconvocada del barrio, mi vecino Miguel levantaba entusiasta su puño izquierdo y gritaba junto a más de cien personas “¡el pueblo unido, jamás será vencido!”. Mi vecino es un veterano de la lucha contra la dictadura, y llevábamos varias semanas trabajando en organizar nuestro barrio en el contexto de una ola de protestas masivas que ha sacudido el país desde el 18 de octubre del 2019.  El así llamado “estallido social” había comenzado esa semana en las estaciones del tren subterráneo de Santiago, el Metro.

Cientos de estudiantes de secundaria protestaron contra el alza de 30 pesos en el pasaje organizando una campaña de evasión masiva cuya principal táctica fue saltar los torniquetes al son del grito “¡evadir, no pagar, otra forma de luchar!”. Con ese gesto, cristalizaban todo un programa de demandas y acciones que en pocas horas comenzaba a expresarse a través de manifestaciones en todo Chile, que iban desde espontáneas marchas multitudinarias en los centros urbanos hasta enfrentamientos con las fuerzas policiales enviadas a controlar el “orden público”, especialmente en estaciones de Metro, bancos, farmacias y supermercados, que con detallada precisión ideológica se convertían en blancos de saqueos y ataques incendiarios.

Saltar el torniquete era, al mismo tiempo, expresión de una demanda (gratuidad del transporte público) y reivindicación de una táctica (acción directa). Este sencillo, pero potente modo de conducirse en el medio de una crisis social fue una respuesta corriente por parte de los pueblos de Chile en los meses siguientes. Comunidades rurales que liberaron cauces de ríos secuestrados por terratenientes. Barrios completos que crearon asambleas para organizar la defensa contra la represión, el abastecimiento ante el alza de precios y la discusión sobre los cambios necesarios para una vida digna. Millones de mujeres en todos los territorios reclamando el espacio público para denunciar la violencia patriarcal cuya máxima expresión es un Estado que viola a través de sus políticas públicas tanto como a través de sus agentes represores, y con ello desplazando de facto la ocupación policial-militar impuesta por el gobierno como respuesta a la crisis.

El 18 de octubre reveló que en Chile se forjaban nuevas subjetividades populares que estaban a la espera de una explosión rebelde para expresarse públicamente. Las consignas que cubrieron el imaginario colectivo son muy significativas en este sentido. “No son 30 pesos, son 30 años” es la primera que apuntó el carácter de la crisis, que iba mucho más allá del alza del pasaje y se arraigaba en 30 años de administración democrática neoliberal (luego de 17 años de dictadura cívico-militar). “Chile despertó” daba cuenta de un cambio subjetivo total. No es que en Chile no supiéramos lo mal que se vive. Es que repentinamente esa mala vida dejó de enfrentarse con resignación y desesperanza. Chile despertó quiere decir los pueblos de Chile se reencontraron con la esperanza de que las cosas pueden cambiar. Finalmente, vuelve a aparecer una consigna polivalente que las feministas masificaron en dictadura: NO +. Se trata de la expresión concentrada del hartazgo anti-dictatorial que se extiende a las nuevas formas de la dictadura del capital. Contra la violencia patriarcal y las pensiones indignas, contra la privatización de las aguas y las violaciones a los DDHH, el NO+ cubre las paredes acompañado de todas las formas de la opresión con las que se busca acabar. Y como si fuera poco, las feministas dicen “NO+ porque SOMOS+”.

Esta es la primera característica del “estallido social” de octubre en Chile: se trata de una protesta masiva contra las condiciones de vida, cuya chispa fue el alza del precio del transporte público, pero que abrió el cauce de una fuerza social contenida que ha impugnado el régimen político-social en su conjunto. Es un movimiento plurinacional, intergeneracional y compuesto mayoritariamente por trabajadoras y trabajadores empobrecidos por la crisis. Es una revuelta contra la precarización de la vida.

El momento represivo del giro autoritario de la democracia liberal en Chile

La respuesta del Estado fue brutal. Al gobierno del empresario derechista Sebastián Piñera le tomó unas pocas horas declarar un Estado de Emergencia que autorizaba a militares a ocupar las calles para controlar el orden público. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso que no respeta nada ni nadie”, dijo Piñera la noche del 20 de octubre, apostando a criminalizar la protesta social y apelando a un supuesto electorado sediento de seguridad policial urbana. Estas declaraciones tuvieron un doble efecto. Por un lado, envalentonaron a las fuerzas armadas y de orden a reprimir con alevosía a las masas que no dejaban de manifestarse a pesar y en contra del toque de queda y la presencia de militares en las calles; y por otro, envalentonaron a un pueblo que había decidido que no se dejaría amedrentar más. El efecto neto de esta subida de la apuesta por parte del gobierno fue quedar expuesto a un progresivo debilitamiento de su capacidad de controlar el relato y el escenario. Haber utilizado la carta militar la primera noche de la revuelta fue su primer gran error.

La convicción con la que respondieron los sectores populares a la represión tuvo un costo alto. En una crueldad sin límites, los policías comenzaron a dirigir sus ataques con perdigones a los cuerpos y rostros de quienes se manifestaban. Esto tuvo como resultado que al día de hoy alrededor de 500 personas tengan daños oculares, incluyendo ceguera total en ambos ojos. El costo de haber despertado, parece decir el Estado, es perder los ojos. A lo anterior se suma una violación sistemática de DDHH a través de detenciones ilegales, torturas, mutilaciones, asesinatos, violaciones y otras formas de violencia político-sexual llevadas a cabo por agentes del Estado contra niños, niñas, jóvenes y personas adultas en todo Chile.[2] Otra de las tácticas represivas ocupadas por el Estado ha sido el uso de medidas cautelares como el arresto domiciliario o la prisión preventiva para miles de personas detenidas durante la revuelta. Lo anterior permite aseverar una vez más que en Chile hay prisioneros y prisioneras políticas.

La segunda característica general de esta crisis es que dejó totalmente expuesta, para las generaciones de la post-dictadura, el profundo compromiso de los partidos que han gobernado Chile desde 1990 con el régimen político-social neoliberal. Enfrentados a una crisis social causada por dicho compromiso, amenazada la estabilidad de la normalidad capitalista en Chile, la primera y principal respuesta fue desatar la violencia estatal de manera masiva. Pero la presencia militar en las calles se enfrentó con una juventud que no tuvo miedo.

Junto con ello, quedaba en evidencia algo que se venía anunciando desde hace algunos años: las democracias liberales están en medio de un giro autoritario que, ante una dificultad creciente para conducir al conjunto de la sociedad en crisis, las lleva a gobernar por decretos y vías administrativas, y a utilizar cada vez más el terrorismo de Estado como modo de tramitar conflictos sociales y políticos. A través del Estado de Emergencia y de posteriores iniciativas legislativas sobre control público, el gobierno derechista de Chile simplemente aprovechó la oportunidad para acelerar y darle legitimidad institucional a ese proceso.

Continuidades y rupturas

La sensación generalizada, para los distintos bandos que se fueron configurando al calor de la revuelta, tanto en los sectores populares como en los partidos de gobierno y oposición, fue que algo había cambiado sustancialmente durante ese octubre caliente. Pero no se trataba de la aparición de algo nuevo, sino de la revelación de algo ya presente. Se trataba de que una profunda crisis social del modo de vida en Chile hacía estallar una aguda crisis política en toda la superficie institucional. Se trataba de un momento en el que era posible encontrar las continuidades entre pre-octubre y post-octubre solo si se ponía mucha atención a las rupturas.

Demandas: de los derechos sociales a la Asamblea Constituyente

A lo largo de la lenta recomposición de las organizaciones de la clase trabajadora durante la post-dictadura, fueron emergiendo un conjunto de demandas sociales que daban cuenta de las contradicciones del “modelo chileno”: fin al lucro en el sistema educativo, nuevo sistema de pensiones basado en el reparto solidario y no el ahorro individual forzoso, vivienda social digna, autonomía política y territorial para los pueblos indígenas, aborto legal, un código laboral que garantice el derecho a huelga y la negociación por rama, un sistema único de salud financiado públicamente, entre otras. Era posible detectar en estas demandas un hilo conductor en lo que llegó a llamarse “derechos sociales”, aquellos aspectos de la reproducción de la vida de cualquier persona que debiesen asegurarse pero que no son garantizados por el Estado chileno.

Estas demandas formuladas a lo largo de décadas por diversos movimientos sociales, partidos y sindicatos ocuparon rápidamente la opinión pública en los primeros días de la revuelta de octubre. Pero comenzaba a fraguarse un salto en el registro de las demandas. Un fuerte énfasis en las pensiones y la salud, dimensiones centrales de la crisis de reproducción social que experimenta Chile, dio paso a una consigna que permitía englobar la cuestión de los derechos sociales en una demanda política única: Asamblea Constituyente. En términos programáticos, es allí donde encontramos el mayor salto en la conciencia política de la clase trabajadora en Chile como resultado de la revuelta de octubre. Los riesgos de una reducción de las aspiraciones a un cambio constitucional hecho por expertos están muy presentes, pero la Asamblea Constituyente aparece hoy como una demanda progresiva en la medida en que identifica la fuente del problema en una dimensión estructural y global, que requiere mucho más que ajustes de política pública o leyes específicas.

La única formulación comparable a este encuadre político de las demandas es el ejercicio de desarrollo de programa que ha hecho el movimiento feminista en los últimos dos años. El primer Encuentro Plurinacional de Las que Luchan (EPLL, diciembre 2018, 1500 participantes), emanó una primera aproximación al Programa de la Huelga que se agitó en la Huelga General Feminista del 8 de marzo del 2019, que busca plantear de manera articulada y no por separado el conjunto de las demandas populares, de modo tal que el feminismo aparece como un hilo conductor de demandas transversales y con ello como proyecto emancipador global, no solo como un punto del pliego de demandas o un mero sector particular de la clase trabajadora.[3] Este año, la participación en el EPLL se duplicó y junto con un plan de lucha para el 2020, se trabajaron 16 ejes programáticos que van desde educación no sexista y derecho a la ciudad hasta antirracismo y seguridad social.[4]

Actores: la nueva clase trabajadora plurinacional

El fuego social que ha recorrido Chile de manera ininterrumpida desde octubre del 2019 ha visibilizado las nuevas subjetividades la clase trabajadora de Chile. Esta revuelta tiene un carácter fuertemente intergeneracional, plurinacional y feminista, puesto que es una expresión de las resistencias de una clase trabajadora altamente precarizada, fragmentada, cuya diversidad interna en términos de género, raza y nación se entrecruza con la segregación urbana y la multiplicidad de expresiones ideológicas que han ido encontrando su lugar en el mapa de los sectores populares.

Además de esta compleja composición de clase, la revuelta ha tenido una fuerte diferenciación interna que permitió expandir su alcance. En torno a las masivas movilizaciones se fue conformando un anillo de auto-defensa que fue bautizado como “primera línea”. Esta línea de defensa contra la represión ha alcanzado una existencia material preponderante en todos los centros urbanos y una existencia simbólica casi mitológica en el imaginario de la revuelta. Compuesta por una diversidad de sujetos, desde adolescentes marginales hasta trabajadoras de oficina, la primera línea representa la principal innovación político-militar de esta revuelta y es imaginable que ya no haya vuelta atrás.

Además de las manifestaciones masivas y las dinámicas de auto-defensa, surgieron en los primeros días de la revuelta formas de auto-organización de carácter territorial. Se llamaron asambleas y cabildos, y se organizaron para resistir la represión, organizar las manifestaciones y discutir los contornos de este nuevo Chile que veíamos nacer al ritmo de nuestros cacerolazos, gritos y barricadas.[5]

Uno de los principales rasgos de estas instancias territoriales es que reúnen a una diversidad de expresiones sociales y políticas en espacios comunes de trabajo y deliberación colectiva, reclamando para sí el carácter de “autoconvocadas”, en señal de protesta contra la instrumentalización por parte los tradicionales partidos políticos de izquierda que son percibidos con profunda desconfianza. Muchos de sus participantes, como mi vecino Miguel, son ex militantes de partidos de izquierda. Aun reconociendo el rol histórico de los partidos, hoy se sienten llamados a construir una fuerza política desde los territorios, que no se vea tensionada por las negociaciones con los de arriba, sino que pueda desplegar toda su potencia auto-organizada en la protesta, la asamblea y la autogestión barrial.

El riesgo del localismo está presente en cualquier iniciativa con arraigo en un territorio particular. Pero en el caso de las asambleas, la coyuntura nacional las impulsó a vincularse casi desde el comienzo de la revuelta. En Santiago, desde fines de octubre comenzó a organizarse la Coordinadora de Asambleas Territoriales (CAT), una iniciativa que buscaba articular la diversidad de experiencias organizativas que estaban surgiendo en la Región Metropolitana. Al día de hoy, en la CAT participan más de 50 asambleas y el 18 de enero convocó a un Encuentro que reunió a 1.000 personas para discutir un plan de lucha para el año 2020. Actualmente se está levantando una coordinación nacional para organizar un Encuentro Nacional de Asambleas a fines de marzo.[6]

Tácticas: la emergencia de la violencia democrática

El segundo día del “estallido”, conversando sobre las tácticas de la revuelta, una vecina me dijo “bueno, el pueblo retoma la lucha allí donde la dejó la última vez”. La belleza y potencia de esta imagen debe ser acompañada de una mirada a los saltos que vemos en esta revuelta. Una forma de vida en pleno proceso de transformación implica una forma de lucha transformada.

En los últimos 4 meses hemos asistido a la re-emergencia en Chile de una forma particular de violencia política de masas: la violencia democrática. Se trata de una validación práctica y simbólica de la violencia con fines políticos que se organiza en torno a la ruptura con la normalidad capitalista y la apertura de un periodo de desestabilización que en sí mismo no garantiza un nuevo orden social, aunque hace posible visualizarlo.

Se trata de una violencia democrática contra el terrorismo de Estado, lo que se fue verificando en cada barricada que desafiaba el toque de queda, en cada ocupación del espacio público que logró sacar a los militares de la calle (luego de casi 10 días de Estado de Emergencia), en cada marcha espontánea que ha reunido a vecinas y vecinos de un mismo barrio para continuar el debate político por otros medios.

Si uno no se deja convencer por el relato catastrofista de la prensa tradicional y los personeros de los partidos del orden, es posible percibir el carácter democrático de las formas de la revuelta: es colectiva y no individual, distribuye tareas sin jerarquías, tiene perfecta claridad de sus blancos y no ataca al mismo pueblo.

Finalmente, es una violencia democrática porque es la “primera línea” de un proceso que, en su conjunto, no puede alcanzar su programa sino es a través de una democracia popular y revolucionaria en Chile: popular, porque requiere ser protagonizada por las masas en sus diversas expresiones organizativas, y revolucionaria, porque necesita una transformación radical de las instituciones existentes para abrirle un espacio a los intereses de la nueva clase trabajadora plurinacional de Chile. Solo de ese modo es posible el programa “mínimo” de esta revuelta: verdad y castigo para los responsables políticos y criminales de las violaciones a los DDHH, transformaciones básicas en salud, salario, pensiones, educación, aborto y otros derechos sociales, y una Asamblea Constituyente libre y soberana, sin ataduras al Congreso o el Gobierno.

La forma más acabada de esta violencia democrática tuvo su antecedente en la Huelga General Feminista convocada por la Coordinadora Feminista 8M el 8 de marzo del 2019. Ese día representó el retorno a la escena de la táctica de la huelga general de un modo inédito: convocada por mujeres trabajadoras, empleadas con salario, precarias y trabajadoras sin remuneración, abrió la vía para una fuerte politización de amplios sectores feminizados de la clase trabajadora en torno a una táctica que se suponía restringida a los trabajadores sindicalizados.

Hipótesis estratégicas: el nuevo pacto social versus la profundización de la crisis política

La huelga general volvió a la palestra el 12 de noviembre del 2019, cuando se produjo una explosiva combinación de paralizaciones efectivas en el sector público y privado con cortes de ruta, manifestaciones y barricadas en todo Chile.[7] El 12N permitió revelar posiciones. El gobierno y sus partidos, habiendo agotado el posible factor sorpresa de la carta militar muy temprano, se vio obligado a negociar con los partidos de oposición. En 48 horas se propusieron sacar adelante un “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” que permitiera, al mismo tiempo, cuadrar a las fuerzas políticas del establishment con la urgencia de restituir el orden público, y reducir la extensión de la crisis social y política al ámbito de la redacción de una nueva Constitución. La madrugada del viernes 15 de noviembre, a través de una transmisión digna de un reality show, se firmaba este Acuerdo que representaría el golpe de timón que devolvió la iniciativa política al gobierno y a un nuevo partido ampliado del orden que incluía a la coalición gobernante de derecha Chile Vamos, a los viejos partidos de la Concertación y el nuevo progresismo del Frente Amplio.[8]

La decisión del Partido Comunista (junto a la franja izquierdista del Frente Amplio que pronto decidió abandonar la coalición) de no firmar dicho Acuerdo fue la garantía de que fracasara el intento de cerrar la coyuntura desde el flanco político-institucional. Las dirigencias sindicales del PC y de diversos movimientos sociales, así como el conjunto de las asambleas territoriales, salieron a rechazar el Acuerdo porque al mismo tiempo que criminalizaba la violencia democrática que era activamente reivindicada por ellas, reducía las posibilidades de una Asamblea Constituyente soberana a un proceso llamado Convención Constitucional hecho a la medida del régimen (no se pueden discutir los tratados de libre comercio) y de los partidos (con un quorum de 2/3 y un sistema de elección de representantes que excluye a mujeres, pueblos indígenas e independientes sin partido).

No cabe duda de que la oportunidad de redactar una nueva Constitución es resultado directo de la revuelta, y es algo a lo que el gobierno se había negado explícitamente poco tiempo antes. Desde ese día, y cada vez más, la disputa política nacional gira en torno al itinerario constitucional que establece el Acuerdo (y particularmente el Plebiscito del 26 de abril donde se podrá “aprobar” o “rechazar” la necesidad de una nueva Constitución). Pero con mirada de largo plazo, lo que ha hecho el Acuerdo es clarificar los bandos en torno al carácter y las potencialidades de la crisis.

Para los sectores de gobierno y sus co-legisladores en la Concertación y lo que quedó del Frente Amplio, esta crisis es una oportunidad para un “nuevo pacto social”. Este nuevo pacto tiene características muy claras: conservar los aspectos fundamentales de la normalidad capitalista en Chile (desde la autoridad presidencial y del Congreso hasta la predominancia del mercado en la provisión de servicios públicos y el control privado de la tierra y el agua como fuentes de materias primas) y actualizar los mecanismos de control social que permitan enfrentar las crisis venideras en un mejor pie (lo que incluye una serie de leyes represivas que aumentan penas de cárcel para saqueos, barricadas y enfrentamientos con fuerzas de orden, y la posibilidad de que militares puedan salir a las calles sin necesidad de declarar un Estado de Emergencia). Buscando re-editar la llamada “política de los acuerdos” de la transición democrática de los noventa, este nuevo partido ampliado del orden revela una estrategia conservadora en un escenario global tremendamente inestable, que podría fracasar estrepitosamente ante sectores derechistas anti-establishment en momentos de crisis más aguda.[9]

Para la izquierda y los sectores populares organizados en movimientos sociales y asambleas, esta coyuntura ha representado una oportunidad para avanzar en una estrategia de profundización de la crisis política que abra un proceso de clarificación programática, articulación de fuerza social y política, y contraofensiva para hacer caer el régimen político y social neoliberal. Este amplio y heterogéneo sector político-social identificó correctamente que la impugnación generalizada de la forma de vida en Chile tiene el potencial de crear una correlación favorable para la nueva clase trabajadora plurinacional. Por lo mismo, ha prevalecido una actitud de movilización permanente en las calles y barrios, y una postura de confrontación con respecto al itinerario constitucional.

Esta estrategia de profundización de la crisis política es coherente con el carácter prolongado de la coyuntura, un rasgo que se hizo evidente cuando ni siquiera el Acuerdo por la Paz lograba aplacar las movilizaciones todavía masivas a más de un mes del 18 de octubre. Pese a la larga trayectoria de organización previa a la revuelta, y al surgimiento explosivo de nuevos ámbitos de auto-organización popular, nuestro octubre nos pilló con una baja capacidad política, es decir, sin una alternativa consistente y sin los niveles de organización que hacen falta para que el derrumbe de un régimen sea reemplazado por la instauración de un nuevo orden social que responda a los intereses populares.

Por todo lo anterior, la naturaleza impugnadora de esta coyuntura prolongada demanda una estrategia de acumulación de fuerzas de mediano plazo en la que toda intervención se oriente a elevar la capacidad que tengan las fuerzas sociales y políticas de la clase trabajadora plurinacional para llevar a cabo una ruptura transversal con el régimen. Es imaginable que esta ruptura solo será posible en un escenario de mayor crisis social, una vez que los mecanismos de integración a través del gasto social se vean fuertemente limitados por una agudización de la actual crisis económica. En este escenario, solo una confrontación de carácter expropiatorio hará posible una salida favorable para el pueblo, puesto que del otro lado se ubicarán las presiones por aumentar la precarización de la vida de nuestros pueblos, con la consiguiente represión.

Los problemas del momento

Quisiera cerrar esta reflexión sobre el octubre chileno con una revisión de algunos problemas a los que se enfrentan las fuerzas sociales en Chile.

El impasse del Acuerdo por la Paz y el camino a la Asamblea Popular Constituyente

Pese a que la revuelta ha representado avances en términos subjetivos, sus alcances objetivos son mucho más humildes. Millones en las calles y una huelga general expresan una recomposición y un rearme muy potente, pero hasta ahora el resultado neto de la coyuntura es una agenda social cuyo principal avance es una reforma previsional que se abre a mecanismos de reparto solidario, leyes represivas aprobadas con amplias mayorías parlamentarias y un itinerario constitucional hecho a la medida del régimen. El gobierno ha apostado por separar la “agenda social” y la “agenda política”, la primera reducida al retorno a la normalidad y la segunda reducida a lo constitucional. Las fuerzas de izquierda se enfrentan hoy a repetir, a su modo, esa misma separación, si es que no logran articular la lucha contra la impunidad, la conquista de demandas sociales básicas y la disputa del proceso constitucional. Este es el programa mínimo de la coyuntura.

Las últimas semanas han sido agitadas para las organizaciones que se han movilizado o que han surgido desde octubre. La premura por tomar posición ante el itinerario constitucional del Acuerdo por la Paz, y particularmente por el plebiscito del 26 de abril, se ha sentido en todos lados. Surgen hoy las principales amenazas del momento: que la necesidad de tomar partido nos lleve a dividirnos y, al mismo tiempo, que la falta de posición nos margine de la coyuntura.

Por lo mismo, solo una táctica que articule la movilización popular (en la forma de protesta callejera tanto como en la forma de organización territorial constituyente) en torno a ese programa mínimo podrá enfrentar adecuadamente el momento presente. Esa táctica requiere la máxima unidad posible en torno a los puntos comunes y una voluntad explícita de co-existencia táctica entre fuerzas sociales y políticas que comparten el mismo programa (y el mismo enemigo principal, la derecha en el gobierno).

Hasta ahora, la propuesta que más consenso genera tanto en los sectores que participarán como en los que se niegan a participar del itinerario constitucional es la de una Asamblea Popular Constituyente (APC), que sea auto-convocada por asambleas, movimientos sociales y sindicatos, y que tenga un carácter feminista y plurinacional. Si esta Asamblea se realiza entre los meses de mayo y octubre (antes de la Convención Constitucional que proyecta el Acuerdo) serviría como una instancia de unidad en torno al debate constitucional, y prepararía una fuerza popular constituyente que tenga un impacto “por dentro” y “por fuera” del proceso constitucional oficial. Si tan solo fuese capaz de redactar mandatos constituyentes que pudieran servir como trincheras programáticas desde donde las organizaciones populares pudiesen defender su posición en un debate constitucional a nivel nacional (participando o no en la Convención Constitucional del Acuerdo), entonces habría cumplido su objetivo mínimo. Pero es esperable que también resulte en nuevas alianzas y el surgimiento de fuerzas políticas que logren encarnar la combatividad y el programa de la revuelta para una nueva etapa.

En lo inmediato, cualquier participación en el plebiscito de abril debe subordinarse a la necesidad de llevar a cabo este ejercicio de soberanía programática. La conclusión táctica necesaria es que a menos que se abra un proceso efectivo de cambio constitucional no es posible ni siquiera imaginar una Asamblea Popular Constituyente. Por lo mismo, a menos que las movilizaciones de marzo logren modificar el itinerario constitucional del Acuerdo, el escenario más favorable para convocar una APC es una alta participación en el plebiscito, un triunfo con mayoría sobre el 70% del Apruebo y una votación similar para la Convención Constitucional. Un triunfo de la opción Rechazo significaría un triunfo para la derecha (la más interesada en que no haya un cambio constitucional), y una baja participación por el Apruebo probablemente signifique que las fuerzas políticas tradicionales de la centroizquierda asuman un rol protagónico ya que representaría la votación de su sector más duro.

La “ilusión de octubre”, sobrestimar las fuerzas populares en una coyuntura reformista

Una de las cuestiones que subyace a los debates políticos del momento es la cuestión de hasta dónde llega esta coyuntura y, por lo tanto, de cuál es la verdadera correlación de fuerzas. Algunos sectores en las barricadas y en las asambleas, expuestos a los alcances fascinantes de la revuelta, han quedado atrapados en lo que llamaría la “ilusión de octubre”, una posición según la cual la masividad y la radicalidad de las jornadas de octubre darían cuenta de una fuerza elevada que permitiría 1) actuar completamente al margen de los tiempos del itinerario constitucional, 2) responder ante el carácter prolongado de la coyuntura con una revuelta permanente, 3) hacer caer al gobierno por el solo hecho de la movilización callejera. Pero hoy debemos leer la realidad aceptando escenarios abiertos y sin las premisas del pasado. Las asambleas no son soviets, la primera línea no es un ejército y la baja aprobación en las encuestas del gobierno y las instituciones no es una crisis de hegemonía.

Por lo anterior, tiene sentido afirmar que esta no es una coyuntura revolucionaria, que lo que se está expresando no es una revuelta contra el Estado y el capital, sino una revuelta contra la precarización de la vida y por una democracia popular revolucionaria (tal como las he descrito más arriba). Y una coyuntura de este tipo, con un programa más bien reformista y redistributivo, se encuentra con un pueblo que todavía no tiene la fuerza para dar un golpe final al régimen, porque le falta el nivel de organización y el programa para hacerlo. En este contexto, el pueblo no tiene todo el poder para imponer o decretar una Asamblea Constituyente libre y soberana, sino que tiene que identificar cuáles son las formas de intervención política y social en el terreno que abrió la revuelta (hasta ahora, un escenario de acumulación de fuerzas y un itinerario constitucional) para alcanzar ese objetivo. Sería un grave error caer en un continuismo de ultraizquierda, en el que la mera consigna “lucha y organización” que venimos repitiendo desde los años noventa reemplace una lectura concreta de la situación política y de nuestras propias fuerzas.

Hoy, se prepara en todos los territorios un marzo feminista que promete reabrir la coyuntura. La Coordinadora Feminista 8M ha impulsado un trabajo de articulación y orientación política que será crucial en ese sentido. La Huelga General Feminista del 8M y 9M tiene la potencialidad de devolverle la iniciativa política al movimiento de masas si es que logran instalarse las dos cuñas que podrían impulsar un nuevo momento: la salida de la derecha del gobierno, y la convocatoria, por parte de un gobierno de transición, a una Asamblea Constituyente libre y soberana que no requiera el confuso y pantanoso plebiscito de abril. La fidelidad con octubre requiere no sobreestimar las fuerzas, sino encontrar el camino adecuado para que se desplieguen y desarrollen. Todavía no podemos imponer por nuestros propios medios una agenda política nacional de carácter anticapitalista, lo que corresponde es ocupar el 2020 para construir la fuerza necesaria para hacerlo.

Conclusión: seguir ejercitando la musculatura del poder popular

Entonces, ¿qué hacer para construir esa fuerza de la clase trabajadora plurinacional?

En primer lugar, seguir adelante, no disminuir la disposición a avanzar. Continuar ejercitando la musculatura de la deliberación en el territorio, de la autodefensa en la calle, de la organización de nuevos espacios de acción colectiva, de la articulación de nuestras demandas en un horizonte de lucha unitaria que no solo diga lo que queremos sino que oriente lo que hacemos. Si el 2020 no es el «año decisivo» de un proceso revolucionario en Chile, sino el ensayo general de una nueva dinámica de la lucha de clases, entonces la primera tarea es prepararnos. Pero no podemos olvidar que la mejor forma de ejercitar la musculatura es poner a prueba los avances actuales.

Por eso, el desarrollo organizativo de las asambleas territoriales, del movimiento feminista, de la reactivación secundaria, de las brigadas de salud, de los sectores sindicales dispuestos a pelear, de la primera línea (y todas las líneas que le siguen), debe ser puesto a disposición de desestabilizar los puntos de apoyo del enemigo. Esto significa enfrentar a la derecha y el bloque centroizquierdista, que defienden juntos el régimen y la agenda precarizadora, en todos los terrenos. En las jornadas de marzo, en el plebiscito de abril, en el ahora impredecible lapso entre mayo y octubre, y en el resto del itinerario constitucional si es que sigue su curso, no podemos ni soltar la calle ni bajar las banderas de nuestras demandas contra la precarización de la vida y contra la impunidad.

En segundo lugar, es indispensable consolidar el nuevo tejido social que se ha ido creando al calor de la revuelta, a través de una alianza firme entre viejos y nuevos sectores movilizados y organizados. Lo mínimo que podemos exigirnos este año es que las expresiones organizadas como la CF8M, la CAT, el MSR, las organizaciones y gremios que forman Unidad Social, avancen hacia la conformación de una nueva oposición político-social sobre la base de un programa común de transformaciones estructurales al carácter del Estado y el modelo de desarrollo. Solo si somos capaces de dar el salto hacia una oposición con un programa, con capacidad de movilización de masas y con una organización que reúna a distintos sectores bajo un principio de unidad en la diversidad, entonces habremos convertido los hilos de octubre en la cuerda que podrá derribar el régimen.

Finalmente, para no dejarnos encerrar en el acotado espacio del proceso constitucional del Acuerdo, una tarea central es levantar las trincheras programáticas que nos permitan asegurar los principales avances subjetivos hasta ahora: la idea de que no hay vuelta atrás y que seguiremos peleando hasta que valga la pena vivir. Para esto es necesario que la Asamblea Popular Constituyente y todos los demás ejercicios de encuentro, deliberación y desarrollo de programa, no se limiten a imaginar una nueva Constitución a la manera de las democracias liberales, sino que reúnan las más profundas aspiraciones de los sectores populares. No hay salida al impasse político ni fin a la impunidad en Chile sin una alternativa que desmonte el poder de las Fuerzas Armadas y de Orden en el régimen; no hay solución a la crisis social y ecológica sin un nuevo régimen de propiedad basado en la propiedad social y comunitaria; no habrá vida digna en los territorios si no son las comunidades quienes toman las decisiones sobre cómo se vive, cuánto se trabaja y para qué se produce; no se acabará la opresión contra mujeres y disidencias sexo-genéricas hasta conquistar la autonomía de todos los cuerpos, ni podemos imaginar una sociedad justa sin la autodeterminación de todos los pueblos; en otras palabras, las soluciones duraderas a la crisis social y política estarán contenidas en un programa anticapitalista de carácter feminista, plurinacional y libertario.

Por todo lo anterior, este 2020 será una ventana de oportunidad crucial para conquistar las posiciones organizativas y programáticas que marcarán los próximos años. Esa es la consecuencia más profunda de que Chile haya despertado.


[1] Una versión de este texto fue publicada en la Revista CEPA (Colombia).

[2] Informes de Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la ONU confirman la existencia, la extensión y sistematicidad de estas violaciones.

[3] Véase Alondra Carrillo, “Clase y vida cotidiana. Sobre las potencias políticas del feminismo en Chile”, disponible en https://www.revistaposiciones.cl/2018/07/16/clase-y-vida-cotidiana-sobre-las-potencias-politicas-del-feminismo-en-chile/

[4] Se puede descargar la Síntesis del EPLL 2020 en http://cf8m.cl/wp-content/themes/cf8m-theme/img/resumen/sintesisEPL2020.pdf.

[5] Los cacerolazos son una forma de intervención en el espacio público en la que se golpean ollas o cacerolas vacías. Surgió como una protesta impulsada por mujeres de clase alta contra el gobierno de Salvador Allende, pero fue exitosamente recuperada y reivindicada desde la dictadura por las combativas mujeres trabajadoras que resistieron la dictadura en las calles y los barrios, en la casa y en la plaza. 

[6] Puede encontrarse más información en www.asambleasterritoriales.org

[7] Puede encontrarse un análisis y balance de la Huelga en http://cipstra.cl/2019/balance-huelga-general-12n/.

[8] “Firman Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”, noticia de la Cámara de Diputados, disponible en https://www.camara.cl/prensa/noticias_detalle.aspx?prmid=138442. El texto mismo del Acuerdo está disponible en https://media.elmostrador.cl/2019/11/Acuerdo-por-la-Paz-Social-y-la-Nueva-Constitucio%CC%81n-1.pdf.

[9] Los sectores de ultraderecha que habían intentado abrirse un lugar en esta coyuntura estaban arrinconados en su rechazo del “vandalismo” y las demandas sociales demasiado “izquierdistas” para su gusto, que luego se tradujo en su rápida articulación en torno al voto de “Rechazo” de una nueva Constitución. En ese sentido, el itinerario constitucional les dio un lugar como representantes oficiales de la contra-revuelta.

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