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El desaparecido cine “Santiago” cuando la ciudad capital de Chile era aún algo provinciana

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Arturo Alejandro Muñoz

De aquel viejo Santiago de Chile quedan en mi retina y en mi alma los recuerdos de lugares y eventos que coadyuvaron en la formación de una buena parte de mi generación.

Usted, amigo lector, de seguro cree que sólo escribo artículos dedicados a los afanes políticos, pues en estos últimos años (no puedo siquiera discutirlo) ese ha sido mi principal quehacer. Sin embargo, reconozco hidalgamente que mi verdadera pasión literaria es retratar el pasado a través de la escritura convertida en crónicas y artículos. Y cuando digo “el pasado”, me refiero específicamente a aquellos lejanos años en los que recorrí lugares y sitios… agarrando experiencia, como decía Cantinflas.

Allá por la década de 1950 (y también durante la primera mitad de los ’60), Santiago de Chile era todavía una ciudad con cierto aire provinciano (si se le comparaba con Buenos Aires, Sao Paulo o Ciudad de México), una metrópolis amable donde las entretenciones que congregaban mayor número de público eran el cine, el teatro, el fútbol y los espectáculos del vodevil (entiéndase, Bim-Bam-Bum, Picaresque, Humoresque, Burlesque, La Sirena, Lucifer, Tronío, etcétera).

En el centro de la ciudad (o ‘downtown’, como dicen ahora…) se congregaban los principales cines. Podría marear al lector entregando el listado de ellos, aunque me parece suficiente nombrar a algunas de aquellas salas que desparecieron hace varios lustros, como por ejemplo el cine “Club de Señoras” (en calle Monjitas), “Baquedano” (en plaza Italia, hoy Teatro de la Universidad de Chile), “Cervantes” (en calle Matías Cousiño), “Roxy” y “Plaza” (en calle Compañía), “City” y “York” (en calle Ahumada), etc. Pero había uno, muy especial, que deseo recordar en estas líneas para regalarle nostalgia a su memoria.

Era el Cine “Santiago”, que alzaba su estructura en calle Merced, casi frente a la “Casa Colorada” donde vivió don Mateo de Toro y Zambrano, el Conde de la Conquista. Los días domingo aquella sala se repletaba de público… pero no de cualquier público… no… ¡qué va! Era una clientela especial, muy fiel… y resultaba paisaje habitual observar largas filas de gente frente la boletería, especialmente mujeres, que deseaban disfrutar de las películas del momento, y de los ‘hits’ musicales que esos filmes contenían. Entienda, amable lector que en aquellos años no se conocían los megaeventos que hoy son paisaje rutinario para los vecinos de Ñuñoa que habitan en las cercanías del Estadio Nacional. Ni siquiera el Festival de la Canción de Viña del Mar contaba con algo de la parafernalia que hoy conocemos, ya que por esos tiempos los cantantes que actuaban en la Quinta Vergara eran principalmente chilenos, como el inigualable bolerista Marco Aurelio y la estupenda Ginette Acevedo.

No, pues… el grueso del público del viejo Cine Santiago (en particular los días domingo y festivos) estaba conformado mayoritariamente por empleadas de casa particular (nanas) y conscriptos del ejército (también Carabineros) en día franco. Era todo un espectáculo, pues a ellos les acompañaban ‘choros’ y muchachones que trabajaban en la Vega Central, en la locomoción colectiva, en Ferrocarriles, en empresas metalúrgicas. Por cierto, había también algunos ‘chulos’ (peinados a la gomina de terno y corbata) dispuestos a dar concreción a sus aires de conquistadores.

Sin embargo, a mediados de los años ’50 (debemos convenir en ello) en la clientela habitual del cine ‘Santiago’ no todos ni todas sabían leer… o, siendo estricto y riguroso, muy pocos alcanzaban a leer en su totalidad los subtítulos del cine con la rapidez que exigen los filmes norteamericanos, franceses y británicos. Por ello, las películas que exhibía esa recordada sala eran exclusivamente de habla castellana… mexicanas y argentinas. Mexicanas, principalmente.

¡¿A ver?! No venga usted, amigo lector, a festinarme diciendo que yo asistía a ese cine porque leía como las reverendas. Se equivoca de plano si así piensa, pues siempre he leído estupendamente bien, desde mis ya olvidados 12 años de edad, cuando en el colegio los profesores siempre me pedían animar y locutear todo espectáculo cultural. Incluso el alcalde de mi ciudad natal, Curicó, –en aquellos tiempos don Jacinto Valenzuela, para que se sepa–, me eligió como presentador oficial para la Fiesta de la Primavera que engalanaba la hermosa plaza de la ciudad de las tortas. Así que, sin dármelas de ‘encachado’, yo leía bien, rápido, fuerte, claro (y entendía lo que leía, asunto principal en esa materia).

Para decirlo con sencilla mención, de vez en cuando asistía también al cine Santiago para disfrutar de alguna película mexicana. Me encantaba la voz de Jorge Negrete, la frescura de Pedro Infante y la cadencia musical de José Alfredo Jiménez, Antonio Aguilar, ‘Cuco’ Sánchez y Miguel Aceves Mejías. Encontraba que Sara García, Cantinflas, Tin Tan, Piporro y María Félix eran ‘actorazos’. Pero, por sobre todo, me atraía aquel aroma a “pachulí” que emanaba de las muchas chiquillas que se sentaban cerca de mí y me miraban considerándome “rara avis” (ya estaba en mi primer año de universidad) en ese ambiente de milicos, pacos y chulos.

Allí aprendí a valorar, respetar y amar la música latinoamericana de raíces populares y folclóricas, pues desde esas nostálgicas películas transité luego hacia Violeta, Chabuca, los Chalchaleros, Zitarrosa, el Quila, el Inti, los Parra, Víctor, el ‘Piojo’ Salinas, Joao Gilberto… Todo comenzó (para mí) en el viejo Cine Santiago, allí donde Pedro Infante le escribió-cantó a ese ‘pelado’, la carta a Eufemia.

O en esa película donde Jorge Negrete (¡qué voz!) se enfrentó al inmortal Pedro Infante en aquellas coplas que, siempre al escucharlas, me invade la ‘saudade’ y algunos lagrimones escapan de mis ojos. Eso ocurrió en la película ‘Dos tipos de cuidado’… ¡cuánto disfruté ese film! (agregando que allí conocí a Emita, una pizpireta chicuela de 22 años que trabajaba en el barrio alto de la época –Avenida El Bosque– en casa del doctor Arenas).

Mi madre, española de aquellas (luchadora, republicana, culta, informada), me orientaba diciéndome que era Mario Moreno (Cantinflas) a quien yo debía analizar, seguir e imitar (en el aspecto sociopolítico) si mi norte apuntaba a sumar mi concurso a la lucha popular por una democracia verdadera y una libertad sin ataduras. “Te gustan las coplas”, me dijo un día, luego que se enteró de mi predilección por Negrete e Infante. “Entonces aprende estas”, y me regaló el dinero para pagar la entrada a una película de Cantinflas donde el astro mexica se lució sin remilgos (“A volar, joven”).

¿Qué tal? México lindo y querido, ni más ni menos. Aunque en esa época el PRI ya era mafia. Pero, en fin, fue en el viejo Cine ‘Santiago’ donde comenzó mi inclinación al anarco-sindicalismo… y habrían de ser Cantinflas, Negrete e Infante algunos de los responsables de ello.

¿Cómo no los he de recordar? Especialmente al bufo mexicano Mario Moreno, cuya actuación en la película “Su Excelencia” alcanzó grados superlativos cuando se despachó un discursillo que no reflejaba a Cantinflas, el personaje, sino al mero Mario Moreno, el político.

Mientras mis compañeros de universidad asistían a presenciar el film de Luis Buñuel, “El discreto encanto de la burguesía”, del que nadie (y me incluyo) entendió maldita la cosa pero tuvieron que mentirle a Luis Rivano, profe de Filosofía, diciéndole que era una película “única y magnífica”, yo privilegiaba nuestras raíces gozando, riendo, cantando y aprendiendo con lo que el cine de habla hispana me entregaba.

Luego, años más tarde, vendrían la crisis de los misiles en Cuba, la ‘primavera de Praga’, la revolución de mayo y Daniel Cohn Bendit en París 1968, la muerte del Ché en Bolivia, la reforma universitaria chilena… y yo entendería todo… claro que lo entendería, pues ya me había preparado para defender lo que significaba la patria grande latinoamericana y los compromisos con la libertad, la independencia y la democracia real.

Han pasado más de 50 años (medio siglo), y aún te llevo en mi agradecido corazón. Hoy ya no existes… tu lugar lo ha ocupado una especie de (para variar) pequeño Mall o pseudo Caracol comercial; pero mi mente y mi alma continúan observando tu vieja y querida estructura en ese sitio de calle Merced, donde Cantinflas, Infante, Negrete, Aceves Mejías, Piporro, María Félix, Cuco Sánchez y tú, ya no existen físicamente… pero siguen vivos en mi corazón. Y eso es lo que importa. ¿O no?

 

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