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Dos policías (uno es francés, y el otro, estadounidense) conversan sobre árabes y judíos

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Roger Janin, inspector de la ‘Sureté’ francesa, conversa con Tim O’Ryan, inspector del FBI estadounidense (extracto de la novela ‘Los hombres de la cimitarra’)

 Arturo Alejandro Muñoz

Tim O’Ryan no podía entender por qué judíos y palestinos eran capaces de ofrendar sus vidas en una lucha despiadada y sin cuartel cuya única recompensa consistía en una franja de terreno árido, pedregoso, con escasos cursos de agua y cobijado por un clima que se le adhería a la piel cual mermelada al pan.

Su mentalidad de hombre occidental, proveniente del país más rico del planeta, acostumbrado a observar la Historia del mundo desde el sitial que ocupan siempre los vencedores, y merced a su profesión de agente de contraespionaje que le hacía distinto al resto de los mortales, acentuaba su desdén por aquellos pueblos que él consideraba semi bárbaros, como los árabes, quienes  a pesar de contar con más siglos en sus propios genes que aquellos vividos por los Estados Unidos desde el siglo XVI, no eran aún capaces de obtener un desarrollo tecnológico y político que les ubicara a la altura de los países industrializados.

Al sur de El Cairo había podido presenciar el paso de caravanas que se dirigían a remotos puntos del desierto, tal como seguramente otros hombres lo hicieron veinte o más siglos atrás.

Ahora, en Tel-Aviv, caminando por las abigarradas calles céntricas vigiladas por decenas de soldados montados en carros blindados y coches del ejército, O’Ryan seguía cuestionando la calidad de “pueblo elegido por Dios” que los israelitas insistían en poseer, ya que en su cerebro anglosajón no había cupo para entender que la formación de capitales financieros y el desarrollo tecnológico no siempre engarzaban necesariamente con el  vertiginoso crecimiento que caracterizaba a las ciudades de hormigón, vidrio y aluminio que él conocía, y que suponía modelos de moderno desarrollo dignos de ser imitados por el resto de los países pobres.

  • Opción, amigo mío, opción –le había dicho Roger Janin una tarde- Estos pueblos ya tenían tres mil años de Historia cuando mis paisanos parisinos se tomaron la Bastilla, o cuando la Reina Victoria dio curso a la revolución industrial. Ellos estaban ya aquí, desarrollando sus propias formas de vida, declinando sumarse a la locura fabril que caracterizó a occidente desde la segunda mitad del siglo dieciocho.
  • Los pueblos estuvieron comandando estos territorios desde hace doscientos o más años… ¿es que no fueron hábiles para aprender las bondades de la industrialización?
  • Oh, no crea usted que se trató de una cuestión de incapacidad…
  • Entonces, ¿de qué se trató?
  • Opciones, amigo querido, opciones. Ya se lo dije. Ellos optaron por continuar con su modelo de vida tradicional, y los europeos entendieron también aquello.
  • ¿Por qué?
  • El desierto, Monsieur O’Ryan… el desierto y los pocos cursos de agua. Establezca usted sus negocios en estos lugares y le aseguro que antes de cinco años se comportará y pensará igual que cualquier árabe. Aquí no hay sitio para la mentalidad occidental, si es que usted me entiende. ¿Puede imaginarse viviendo en el centro del Polo Norte como un típico habitante de Filadelfia? ¿Le serviría de algo en aquel desierto helado usar traje, camisa blanca y corbata, o llevar hasta allá su Chevrolet? ¿Podría alguien pavimentar el Polo? Por supuesto que no, ¿verdad? Bien, acá en el Medio Oriente ocurre algo similar. Por eso, estos hombres han hecho lo mejor que han podido realizar y viven con cierta mínima comodidad; pero sería una torpeza imperdonable tratar de moldearlos al estilo europeo, ya que tampoco se puede asfaltar el Sahara ni industrializar los escasos pozos de agua que nutren oasis aislados.
  • Quizás nadie se lo propuso seriamente –acotó O’Ryan, sonriendo con suficiencia.
  • Durante las Cruzadas, los europeos lo intentaron… el fracaso fue total. Luego, el entonces poderoso Imperio Británico quiso repetir la prueba… nuevo fracaso, como ocurrió con Lawrence, con Mussolini, Hitler, Rommel, y todos los demás.
  • Mi país podría realizarlo, si el Senado lo aprobase.
  • ¿Cómo en Vietnam, actualmente? –ironizó Janin.
  • Esa es otra historia, inspector –respondió el norteamericano, amostazado.
  • No, no… es la misma historia, Monsieur. Y la misma historia repetida una y cien veces por quienes se han sentido llamados a constituirse en guías de la humanidad, entre otros el mismo Napoleón en Rusia, lo que replicó Hitler con idéntico resultado, pese a su magnífica maquinaria bélica y a sus ejércitos arios. Mi país ya estuvo en Vietnam, con consecuencias catastróficas… no olvide lo acaecido en Diem-Bien-Phu… una derrota total, horrible. Nadie puede luchar contra climas ajenos ni contra pueblos que consideran la vida como un simple tránsito hacia estados espirituales más elevados.
  • ¡Estados espirituales elevados! –se mofó O’Ryan- ¡Pamplinas! No creo que un camellero desdentado pueda tener mejores valores que un taxista neoyorquino.
  • ¿Es usted cristiano, monsieur?
  • Protestante, descendiente de escoceses –replicó con orgullo el gigante rubio.
  • Por lo tanto, Jesús es su modelo. ¿Nunca se ha preguntado por qué Dios envió a su Hijo precisamente a estos lugares en aquella lejana y bárbara época? Pudo haber decidido hacerlo en otro sitio, y en un tiempo de mayor civilización. Las opciones otra vez. Dios eligió esos territorios, y lo hizo por algo que sólo Él sabe y conoce. Hasta ahora, nadie en el mundo discute que ella fue una buena y lógica decisión.
  • ¿Usted lo cree así? Me refiero a que haya sido una buena decisión.
  • Al momento de llegar Cristo a la tierra, estos lugares estaban en manos del mayor Imperio que conoció la humanidad… el Imperio Romano. El más grande, bestial y organizado maldito imperio del que haya memoria. Invencible, temido, odiado, respetado, admirado— ¿y en qué terminó su lucha contra estos desarrapados pastores y camelleros que prácticamente desconocían el uso de los metales? -Janin observó de reojo la cara congestionada del norteamericano- Y Roma, pese a las implacables persecuciones que los Césares desataron contra los cristianos, terminó siendo el bastión del catolicismo, la ciudad que el propio Mussolini ofreció a los Papas para instalar El Vaticano. ¿No cree usted que eso sí es un verdadero triunfo de los humildes y subdesarrollados pastores de cabras y ovejas? Sin disparar una sola flecha, ni lanzar una lanza… sólo llevando la Palabra…
  • ¿Qué quiere decirme con todo esto, inspector? Hoy existen armas, tecnologías y medios modernos. Quien los posee puede sustentar su dominio.
  • El problema, monsieur, es que nuestros inefables amigos judíos y los más inefables aún amigos árabes, también disponen de esos elementos. La diferencia estriba en que nosotros no sabemos si estaríamos dispuestos a usarlos masivamente contra poblaciones civiles indefensas… en cambio ellos, me refiero a palestinos e israelitas, no son sacudidos por la misma duda.

Desde aquella tarde, Tim O’Ryan evitó deambular como un turista más por las calles de Tel-Aviv, administrando también la “teoría de las opciones” que Roger Janin había explicitado tan crudamente, prefiriendo mantenerse al interior del cuartel de Interpol a la espera de la reunión con los hombres del Mossad.

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