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De Santiago a París… El pueblo en las calles

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LE MONDE DIPLOMATIQUE – Edición chilena

por Serge Halimi

Una nueva ola de protestas masivas contra el orden neoliberal y sus gobiernos está en curso. De Beirut a Santiago de Chile, pasando por París, el poder político parece incapaz de restablecer el orden, aun cuando recurre a la represión violenta.

A como Argelia, B como Bolivia, C como Chile, E como Ecuador, F como Francia… El punto de partida de las protestas no suele tener mucha importancia un mes después. Y la satisfacción de la demanda inicial de los manifestantes, poco efecto. Al anular un aumento del 4% en el precio del metro, Sebastián Piñera no despejó las calles de Santiago, como tampoco el gobierno de Hong Kong desarmó a sus opositores retirando un proyecto de ley de extradición. Una vez lanzado el movimiento, hay que ceder más. Si fuera necesario, enviar a la policía, al ejército. Prometer, en Irak, Chile y Argelia, que la Constitución será modificada.

Pero tan pronto como el fuego se extingue en un lugar, reaparece en otro. Las exigencias son enormes: “El pueblo quiere que el régimen caiga”. ¿Cómo lograrlo? ¿Para hacer qué? No siempre lo sabe, y sigue adelante. En Argelia, dentro de poco hará un año que se manifiesta. En Hong Kong, comenzó a marchar el pasado mes de junio. Su mérito es grande: el miedo a una feroz represión podría paralizar a los manifestantes. Sin embargo, no renuncian a nada. ¿Y qué está pasando en Irán, donde incluso el número de manifestantes asesinados se mantiene en secreto?

Un desafío general le sirve al movimiento popular como cemento o arcilla. Desafiar al liberalismo económico que perfecciona una sociedad de castas, con sus intocables en la cima y en la base. Pero sobre todo, desafiar la arrogancia y prevaricación del sistema político vigente que la clase dominante, “las elites”, transformaron en guardia pretoriana de sus privilegios.

La cuestión del medioambiente es un muestra de la impotencia. Tres años después de las solemnes proclamaciones de la COP 21, el barniz ya se agrietó. El planeta de los ricos no ha refrenado su apetito de consumo; los riesgos de recalentamiento se han hecho más evidentes. La alcaldesa socialista de París, Anne Hidalgo, reitera las peroratas ecológicas y cubre los grandes edificios de la capital con gigantescos anuncios luminosos de marcas de lujo o teléfonos móviles. Y al ministro de Transporte francés le encantan las carreras prometedoras en su área de responsabilidad: “Necesitamos 30.000 choferes para los próximos años, por lo que esta es una profesión que debe ser promovida, especialmente entre los jóvenes”. Más conductores en las rutas, más “vehículos Macron”, he aquí quién protegerá el ecosistema. ¿La carga ferroviaria, la empresa estatal SNCF? De ninguna manera, ya que hay que luchar contra el exceso de personal en las empresas públicas.

El cuestionamiento del sistema
En diciembre de 2010, el levantamiento tunecino abrió el ciclo de las “primaveras árabes”. En mayo del año siguiente se produjo el “movimiento de los indignados” español; la movilización de los estudiantes chilenos en junio; Occupy Wall Street en septiembre. Por consiguiente, el año que empieza marcará el décimo aniversario para todos. En aquella época ya se notaba la juventud, la espontaneidad, el uso de las redes sociales, la negativa a ser recuperados, la cólera nacida de políticas económicas en casi todas partes destinadas a absorber los daños causados por los bancos. Nueve años después, si bien una dictadura ha caído en Túnez, las demandas sociales que originaron este levantamiento no tuvieron ni un atisbo de solución. Y la situación no es más brillante en otras partes. En esas condiciones, se entiende la utilidad de las buenas noticias. Y la tentación de sobreestimar la existencia de una conciencia internacional, cercana a las prioridades que uno defiende, allí donde todavía sólo hay movimientos complejos e inestables, y que no prestan mucha atención a establecer vínculos entre ellos.

Desde finales del siglo pasado se vienen anunciando con una regularidad de metrónomo la muerte del capitalismo, la convergencia de las luchas, el agotamiento de la hegemonía de la globalización. Cien veces se diagnosticó al adversario en estado de agonía o dado por muerto. Pero siempre sabe cómo cambiar de rostro y de discurso. En el Reino Unido, cuarenta años después de la llegada al poder de Margaret Thatcher ese adversario acaba de triunfar una vez más. Y del otro lado del Atlántico su derrota en noviembre no es garantía de nada. Más vale saberlo, incluso si es reconfortante apartar la mirada de uno o varios fracasos -en Brasil, Grecia, Bolivia, Italia…-, tan pronto como se ve reaparecer el fuego en algún otro lugar.

Así pues, hoy los mismos combustibles se encuentran en casi todas partes. Y son económicos y políticos a la vez: la crisis financiera de 2008 no sólo benefició a sus principales responsables, sino que los grandes partidos tradicionales, de derecha e izquierda, se turnaron para imponer obstinadamente decisiones injustas a sus poblaciones. Por fuerza se vio afectada la legitimidad del “sistema”.

Precariedades y corrupción
Diez años después, está por el suelo. No obstante, observar tal bancarrota puede dar pie a interpretaciones ideológicas opuestas. Porque el “sistema” al que se acusa no es necesariamente el que está al servicio de la clase capitalista. Otros prefieren ver en él todo lo que, según ellos, protege indebidamente a la gente de al lado, un poco más desfavorecida, a los extranjeros, a los “asistidos”. Los privilegios de los dominantes aprovechan este tipo de resentimiento.

Texto completo en la edición impresa del mes de enero de 2020

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