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Cultura – Doscientos años del nacimiento de Walt Whitman

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Cuántos, quiénes, en una voz

Martín Palacio Gamboa

La Lupa, 20-12-2019

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Para empezar, digamos que Walter Whitman nació en West Hills, Long Island, el 31 de mayo de 1819, y fue el segundo de nueve hermanos. Su padre fue un carpintero no muy afortunado, y parece que Walt sacó poco de aquel hombre rudo y taciturno. Su madre debió de ser el verdadero sostén de la familia. El poeta se refiere a ella como “la más perfectamente amada”. De atenernos a su vasta correspondencia, quizá ese vínculo sirva para explicar su bisexualidad, tan borroneada de las correcciones que los editores de la época hicieron sobre sus textos más explícitos.

En 1823 lo encontramos en Brooklyn junto con su familia y, por falta de recursos económicos, tiene que dejar la escuela a los 10 años para ponerse a trabajar en algunos periódicos e imprentas. Ese bache de su enseñanza formal es compensado, casi de un modo caníbal, con la lectura de los clásicos y de todo lo que cae en sus manos: la Biblia y Shakespeare, William Blake y los filósofos griegos, los diarios de viaje y las revistas de actualidad. El periodismo se transforma en un impulso constante de exploración verbal y en 1846 ya cuenta con la experiencia suficiente para convertirse en editor del Eagle, un floreciente periódico que servía de expresión al partido demócrata. Eso colaboró a darle cierto prestigio local, aunque poco después fue despedido por atacar la esclavitud. Durante los años inmediatamente anteriores a 1855, su ocupación verdadera fue de orden interior: una gradual evolución creadora, que lo llevó a publicar la primera edición de Hojas de hierba. Si bien se ha conjeturado desde los más diversos puntos de vista para explicar la eclosión de un poeta peculiarísimo, que jamás se podría haber previsto en sus crónicas y artículos, hay una certeza: la lectura de las obras de Ralph Waldo Emerson (“Yo hervía, hervía, hervía. Emerson me llevó a la ebullición”) fue un verdadero caldo de cultivo para su inspiración. Bajo la influencia de la filosofía racionalista y romántica alemana, así como del hinduismo, Emerson proponía el trascendentalismo, una vía intuitiva basada en la capacidad de una conciencia individual que no necesitaba milagros, jerarquías religiosas ni mediaciones. La admiración de Whitman no fue unidireccional; Emerson, que ya contaba con un prestigio nada desdeñable en los más amplios círculos intelectuales y políticos de la época, saludó con efusión y lucidez crítica la aparición del poeta y su libro.

Con todo, esa primera edición de Hojas de hierba no tuvo la repercusión que hoy podríamos creer esperable. Los lectores de los pocos ejemplares que se vendieron se encontraron con 12 poemas (incluido “The song of myself”) y un prefacio en el que el autor explicaba su lineamiento estético. Allí avizoramos que en Whitman resuena, de un modo único, un tópico que se inaugura con él: el del individuo moderno que, siendo testigo de la desdivinización del mundo, lo resignifica a través de una subjetividad que busca abordarlo todo.

Whitman es la encarnación de un paradigma propio del siglo XIX. En ese paradigma está el hombre, el yo que domina la naturaleza y construye su espacio histórico, la ciudad; el hombre que cree en los descubrimientos de las ciencias acerca del mundo y sus orígenes, que vive el presente como progreso hacia el futuro, el verdadero paraíso secularizado; el hombre que se autoproclama el único dios existente. Whitman, poeta épico, nos permite oír este mito hablando por su propia boca, con la serenidad de quien se acuesta en la playa y contempla las olas echado en la arena. A través de un tono expansivo, su escritura en versículos que remiten a los salmos bíblicos es una celebración constante de lo que ese paradigma ofrecía como modelo antropológico y político. En ese yo, que abarca al hombre y a la mujer por igual, se genera un movimiento dialéctico en el que los ecos y las voces múltiples se conjugan, dan paso a la otredad, permiten la filtración del mundo.

El poema largo –innovación formal necesaria para dar cuenta de esa nueva mirada sobre el universo– reúne dos operaciones aparentemente disímiles: contar y cantar. Su origen, sabemos, es la épica, lo narrativo. Sobre ese aspecto, anotaba Octavio Paz que “casi todos los grandes poemas modernos son poemas extensos. Las obras características del siglo XX –pienso, por ejemplo, en las de Eliot y Pound– están animadas por una ambición: ser las divinas comedias y los paraísos perdidos de nuestra época. La creencia que sustenta todos estos poemas es la siguiente: la poesía es una visión total del mundo o del drama del hombre en el tiempo”. Aquí hay algo que resulta obvio, pero que es, finalmente, engañoso: una visión total del mundo necesita de cierta extensión para ser expresada. Tal vez lo que quiere decir Paz es otra cosa: que el poema largo revela una total confianza en la poesía. Y eso, a su vez, nos lleva a otra pregunta: ¿por qué ciertos poetas modernos eligen un formato que de por sí es complejo y presenta innumerables problemas técnicos para expresar esa confianza en la palabra poética como fundamento del ser y la realidad? Volvamos a Paz: “Para el gusto moderno la poesía es, ante todo, concentración verbal, y por eso el poema largo se enfrenta a una dificultad casi insuperable: reunir extensión y concentración, desarrollo e intensidad, unidad y variedad, sin hacer de la obra una colección de fragmentos y sin incurrir tampoco en el grosero recurso de la amplificación”.

La poesía moderna se caracteriza por una violenta ruptura con la tradición, lo que no deja de ser paradójico: el espíritu transgresor necesita de una de las formas más antiguas de la poesía –la que proviene de la épica– para desarrollarse. Además, esta visión totalizante de la realidad busca ser fundacional: el poema largo va a encarnarse en la forma de poéticas o manifiestos estéticos. Antes de Pound y Eliot, Walt Whitman, con el poderoso saludo optimista de Hojas de hierba, se transforma en el primer poeta en presentar una visión totalizante de la realidad. De su trabajo vienen no sólo las Odas de Alberto Caeiro y los versos largos de Aullido, de Ginsberg, sino también el Neruda del Canto general. Con todo, es interesante notar que, aunque el poeta estadounidense no está preocupado por seguir las normas clásicas del género épico, reitera detalles fundamentales de su estructura, como la comparación con civilizaciones antiguas, exhibiendo el propósito de excederlas, o la presentación de los ideales y los valores que alimentan el orgullo de pertenecer a su patria y que son olvidados por un instante, pero sólo para admirar a los hombres totales o a un hombre total e ideal, que es exactamente el poseedor de tales valores.

El hecho es que, frente a la escasa respuesta, Whitman insistió con una segunda edición en 1856. Allí aparecieron 20 nuevos poemas y la cita de una alabanza de Emerson. Pero esta edición apenas gozó de mejor éxito que la del año anterior, y el poeta volvió a su labor periodística como editor del Times de Brooklyn. Sin embargo, no se dio por vencido: en 1860, con 124 poemas nuevos, Hojas de hierba logró, al fin, una enormísima popularidad. A partir de entonces, el libro pareció responder a una suerte de plan: una llamada universal a todos los individuos libres de Estados Unidos para que se unieran en la gran democracia, en la solidaridad de la fraternidad común y en el renacimiento de un paganismo que sacralizara, sin culpa, el cuerpo y sus pulsiones eróticas. Los poemas “Calamus” y “Out of the Craddle” pueden interpretarse como un canto fúnebre a un amor perdido, e inducen a suponer que Whitman había hallado y perdido un amante masculino y que esa pérdida fue para él una tragedia, cuya contrapartida fue dar rienda suelta a un verso de gran imaginería y con períodos más largos y sostenidos, que logra diferenciarse de los de “Song of Myself”. En diciembre de 1862, Whitman se marchó a Virginia para encontrarse con su hermano George, que se encontraba herido en Fredericksburg, en el frente de guerra. Allí sufrió tanto por los soldados de la Unión como por los Confederados. Regresó a Washington y consiguió un puesto como empleado en la Oficina de Paga del Ejército. Buena parte de su tiempo la dedicó a visitar soldados heridos y enfermos. La impresión que le dejó el tétrico espectáculo de los cuerpos mutilados quedó reflejada en la edición definitiva de Hojas de hierba, de 1871. Ya en 1865 el autor había publicado Drum‑Taps (Redobles de tambor), que, aunque carece del osado autodescubrimiento de sus versos más tempranos, es considerado, junto con Escenas de batalla (1866), de Herman Melville, una de las respuestas más crudas e inspiradas al panorama que dejó la guerra civil.

Tras ese episodio histórico, el poeta regresó a la prosa y publicó Democratic Vistas, en 1871, Memoranda During the War, en 1873, y Specimen Days, en 1882. Pese a que su reputación como escritor se había vuelto algo más que indiscutida, Whitman fue considerado el proverbial profeta sin honor en su tierra. Sólo en Europa recibió la atención crítica que merecía, especialmente en Inglaterra, Alemania y Dinamarca. El reconocimiento entre los suyos –que no surgió de su círculo de allegados– se dio en 1880 con una nota de Edmund Clarence Stedman, considerado uno de los críticos literarios más agudos de la escena estadounidense. Sin aprobar las alusiones sexuales de Hojas de hierba, Stedman no regateó alabanzas a una obra que había ido creciendo en cada edición. Pero, para ese entonces, el poeta se encontraba enclaustrado en la casa de su hermano, en Candem, después de haber sufrido, en 1873, una apoplejía que lo obligó a jubilarse del trabajo que había tenido en Washington desde el final de la guerra. Sufrió al menos otro ataque y nunca recuperó la buena salud que había celebrado en clave poética. En 1884 se trasladó a una pequeña casa de su propiedad en la calle Mickle, donde se entregó de nuevo a escribir y planificar nuevas ediciones de Hojas de hierba, y donde lo visitaban algunos amigos ilustres, entre ellos, Oscar Wilde.


Un recorrido por la obra en prosa del poeta

Las narraciones de Walt Whitman

Leonardo Cabrera

Brecha, 20-12-2019

Veinticuatro relatos y dos folletines escritos entre 1941 y 1952 conforman la obra de ficción de Walt Whitman. ¿Puede la lectura de esta obra temprana ampliar nuestro conocimiento del poeta o deberíamos, tal cual era su deseo, dejarla caer en el olvido?

El 5 de noviembre de 1842, la edición del semanario neoyorquino The New World publicó este anuncio: “¡Saludos a los amigos del antialcoholismo! Franklin Evans, o el borracho: un relato de nuestros días, por un popular autor estadounidense”. El popular autor era Walter Whitman. La novela apareció en la edición del 24 de noviembre, en la colección Books for the People, y se vendieron 20 mil ejemplares, una cifra que ninguna edición de Hojas de hierba alcanzó durante la vida del poeta. Whitman ganó 75 dólares por la novela.

En mayo de 1888, en una charla con uno de sus discípulos, Horace Traubel –quien se convertiría en su biógrafo–, Whitman se refirió en estos términos a Franklin Evans… “Dudo de que quede un ejemplar. Yo hace muchos años que no tengo ninguno. […] El ofrecimiento de dinero contante y sonante era muy tentador y, como yo iba muy corto por aquellos tiempos, me puse manos a la obra de inmediato […]. En tres días de trabajo frenético acabé el libro […]. Era una auténtica porquería de la peor calaña. Eso de la novela no era para mí, y ahí es donde puse punto final. Nunca más tropecé con la misma piedra”.

No era la primera vez que Whitman renegaba de su prosa de juventud. En el prefacio de Specimen Days and Collect (1882), en el que se recogían nueve de los más de veinte relatos que publicó durante la década del 40, el poeta se excusaba y, de algún modo, también pedía clemencia: “Mi deseo más ferviente sería que todos esos escabrosos relatos de juventud se quedaran en el olvido, pero, con el fin de evitar las molestias que causaría una publicación subrepticia […], he decidido, contra mi pesar, incluirlos aquí”. De hecho, cuando Whitman se enteró de que un crítico tenía previsto volver a publicar aquellas piezas juveniles, dijo: “Estaría tentado de pegarle un tiro si tuviera la ocasión”.

Está claro que la prosa de Whitman siempre fue un medio de subsistencia para él y que los enjambres de académicos que han buceado en ella en busca de los indicios germinales del genio poético han tenido que hacer auténticos malabares voluntariosos para asignarle alguna trascendencia. Whitman escribió con seudónimo, o directamente de forma anónima, muchos artículos para diversos periódicos, desde una serie de columnas de opinión hasta una guía para la salud y el entrenamiento masculino. Del mismo modo, su ficción breve, comprendida entre 1841 y 1848, responde tanto a una búsqueda ligeramente personal como a la necesidad de producir piezas vendibles.

Publicados en insignes representantes de la penny press –periódicos que costaban un centavo–, los relatos de Whitman son perfectos representantes de una clase de ficción sensacionalista y moralizante muy popular en la primera mitad del siglo XIX, con intenciones didácticas y modos siempre afectados y sentimentales. Whitman vendió su primer relato en 1941 a Democratic Review. Desde ese primer relato, titulado “Muerte en el aula (un hecho real)”, se vuelven evidentes los recursos que utilizará con mucha frecuencia en su ficción breve: la truculencia, el efectismo, la voz de un narrador muy poco sutil, que impone su interpretación de los hechos y sus conclusiones. Whitman veía en la ficción una herramienta para la reforma de la sociedad, por lo que sus textos están plagados de lecciones y sermones de índole calvinista. Así, en “La tentación de Lingave” (1842) se lee: “Arrópate en tu propia virtud, y búscate un amigo y el pan de cada día. Si mientras lo logras encaneces con el honor impoluto, bendice a Dios y muere. Esa es la enseñanza de alguien cuyos consejos deberían grabarse en los corazones de la juventud”. El escritor tenía 23 años cuando publicó ese relato.

Es difícil no estar de acuerdo con el crítico Thomas L Brasher, especializado en el poeta: “Por mucho que se tenga en cuenta la seriedad de los temas que trata en sus relatos, la verdad, se mire por donde se mire, es que Whitman no tenía ningún tino para la ficción”. Y, sin embargo, hay que señalar que estos textos guardan chispazos que, a la luz de la vida ulterior del poeta, funcionan como confesiones apenas susurradas. Es el caso de “El defensor del niño” (1941), en el que un pendenciero salva a un muchacho de una reyerta en un bar, para luego darle refugio en su habitación. El hombre y el muchacho pasan la noche en la misma cama y Whitman hace un supremo esfuerzo por eludir cualquier carácter reprobable en la escena, reforzando su castidad. Llega al límite de hacer aparecer un ángel “por encima de los durmientes”, para que “con una sonrisa benigna” los bendiga.

Con frecuencia, a lo largo de los relatos, se percibe que el deseo homoerótico es expresado de una manera destilada a través de una ínfima grieta en la represión, es decir, como una fuerza que quiere manifestarse y ocultarse al mismo tiempo, y que no busca alarmar a nadie, sino ganar la tolerancia del lector a través de disfraces edulcorados, inofensivos. Es posible que Whitman comprendiera, en el transcurso de esa década de prosa, que la ficción no era el vehículo correcto para sus intenciones –unas intenciones que quizá ni siquiera había descubierto todavía–. A medida que su visión se ampliaba y se volvía más profunda y matizada, surgió en él una necesidad expresiva que no podía ser constreñida por los límites del género.

El reformista conservador

Volvamos a Franklin Evans… para entender cómo la novela folletín de Whitman se inscribió en un particular momento de expansión del movimiento antialcohólico. Para 1842 ya se habían publicado al menos setenta novelas antialcohólicas. God’s Revenge Against Drunkenness (1812), de Mason Locke Weems, se basaba en la tesis de que el alcohol era un demonio que suplantaba la razón y la virtud del alma humana. Y esa idea, con mil variantes, fue la que predominó en las primeras organizaciones de la temperancia, impulsadas por el Segundo Despertar Evangélico, que ejerció un fuerte influjo disciplinador en las clases trabajadoras al asociar el consumo de alcohol con la pobreza, el desorden social y la delincuencia.

No fue sino hasta fines de la década del 30, con la depresión económica conocida como “el pánico de 1837”, que la lucha antialcohólica fue asimilada por las clases trabajadoras, que ablandaron el discurso admonitorio hasta sustituirlo por la confianza en el poder regenerativo de la voluntad del alcohólico para enmendarse. Fue entonces que surgieron “los washingtonianos” (1840), un conglomerado de sociedades de ayuda mutua que utilizaron las narraciones confesionales de alcohólicos redimidos para propagar su mensaje a favor de la abstinencia.

Muy influida por la retórica washingtoniana, la novela de Whitman cuenta la paulatina degradación de un muchacho que llega a Nueva York para buscar su destino, comienza a beber y a frecuentar tabernas, teatros y casas de alterne, cae en la delincuencia –su vicio les cuesta la vida a dos esposas–, viaja al sur esclavista, toca el fondo de la miseria, abandona la bebida, tiene un golpe de suerte, se convierte en hacendado y vuelve a casarse, ya regenerado como miembro útil de la sociedad.

Franklin Evans…está atravesada por frases como esta: “El borracho, aunque haya caído muy bajo, es un ser humano”. El carácter conservador de la novela no es más que una extensión del discurso imperante en la época, que ponía el énfasis en la fuerza del carácter, la perseverancia y el temple del individuo, pero era incapaz de abordar las causas políticas y económicas que habían convertido el alcohol en un problema social.

La idea de que la suma de reformas personales daría como resultado la reforma de la sociedad hacía que la víctima del problema también fuera la única responsable del mal que padecía y del que generaba para los demás. Y Franklin Evans… adhiere a esa idea conservadora con fervor: “Lo cierto es que cuando los hábitos de la bebida se apoderan del cabeza de familia son una influencia nefasta, pues engendran un nubarrón negro que lo cubre todo, emponzoña el hogar y poco a poco va descomponiendo la paz que hubiere, al tiempo que acaba por privar a los demás miembros de la familia de toda esperanza de aspiración social”.

Una mentira dickensiana

Cuando Whitman le dijo a Traubel que luego de Franklin Evans… nunca había vuelto a tropezar con la piedra de la novela, mintió. La mentira tuvo una larga vida, hasta que, en 2017, el investigador Zachary Turpin encontró una nueva novela de Whitman, Vida y aventuras de Jack Engle (1952), publicada también en formato de folletín en el Sunday Dispatch, de Manhattan. La novela se editó de forma anónima y es una comparsa llena de huérfanos, asesinatos accidentales, villanos ruines, caritativos bienhechores, borrachos reformados y un final feliz.

La fama de Dickens en ese momento era inmensa en Estados Unidos. Whitman había explicitado su admiración por el británico: “No puedo dejar escapar la oportunidad de decir el mucho afecto que le profeso y la estima que le tengo por todo lo que me ha enseñado a través de sus obras”. Dickens está por todos lados en Jack Engle, pero –como apunta con admirable lucidez Valerie Miles en el prólogo– “la novela importa por el capítulo 19”. ¿Qué pasa en ese capítulo? Nada, justamente. Allí, Whitman pausa la peripecia, pone a Jack en un cementerio y le permite contemplar, nada más que contemplar: “La hierba alta y tupida me cubría la cara. Sobre mí estaba el verdor, algo cobrizo, de los árboles que se nutren de la decadencia de los cuerpos de los hombres”. Y en ese momento sentimos el pinchazo del reconocimiento: Whitman deja de impostar a Dickens y escuchamos su propia voz, una voz incapaz de urdir tramas, una voz que para existir plenamente tuvo que crear su propio lenguaje.

Pero, bien, ¿cuál es la conclusión? ¿Whitman era un prosista mediocre? Ciertamente. Entonces, ¿qué es lo interesante de recorrer la prosa torpe de un poeta inmortal? Tal vez, recordar que la mitificación siempre es una falsificación. Gracias a la mitificación, Whitman ha sido utilizado para vender sopa, autos, vaqueros. Recordar que el poeta reverenciado en sus últimos días como un profeta no fue otra cosa que un hombre, y que como tal hizo suyos muchos de los errores de su tiempo, es una forma de descartar el camino, siempre más fácil, del mito. Cuando uno da por sentada la condición de genio de alguien, inmediatamente hay algo que deja de percibir en él. La construcción de un genio necesita de un grueso recubrimiento de falsedad gloriosa; por eso, quizá sólo la desmitificación nos permita volver a leer la poesía de Whitman desde un lugar más auténtico. Quién sabe qué encontraremos, entonces, en ella.

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