Los avatares del reformismo en Cuba
El campo reformista es –en la presente coyuntura– la variable más interesante del sistema político cubano. Si el Estado no puede convivir con él no es porque plataformas como Cuba Posible sean sediciosas, sino porque la elite política solo admite el alineamiento sin fisuras.
Haroldo Dilla Alfonso *
Nueva Sociedad, enero 2018
Hasta los años 90, el discurrir post-revolucionario de Cuba era lento y pastoso. Era excesivamente oficialista para ser interesante, excepto cuando, desde el propio oficialismo se producía alguna purga política que llenaba a la isla de rumores y a la elite de temores. La política era representada desde una óptica binaria, como la lucha prometeica de dos campos irreconciliables. Por un lado, estaba el bando «bueno» –revolucionario y socialista– compuesto por patriotas virtuosos y alineado sin fisuras con el Estado, el Partido Comunista y lo que se daba en llamar «el liderazgo histórico». Del otro lado estaba el bando «malo» –contrarrevolucionario y pecaminoso– alineado con el gobierno de Estados Unidos – «el enemigo histórico»– y la «mafia de Miami». Para los primeros se destinaba el privilegio de participar en un proyecto histórico estratégicamente irrefutable, aunque tácticamente perfectible. Para los segundos, solo había dos destinos posibles: la cárcel o el exilio.
Esto comenzó a cambiar cuando la caída del Muro de Berlín se llevó con ella no solo la base económica del modelo cubano –una afluencia sin precedentes de subsidios soviéticos– sino también los referentes ideológicos de un mundo mejor. Buscando la superación de una espantosa crisis que eufemísticamente se denominó «Período Especial», el gobierno se vio obligado a limitar sus controles en el campo de la economía y a permitir la entrada al casino de tres jugadores incómodos: el mercado como asignador de recursos, internet como anaquel informativo y comunicacional, y los emigrados como sostenedores de las economías familiares y del siempre maltrecho sector externo. Luego, avanzado el siglo XXI, la biología sacó del escenario político a quien había sido durante medio siglo su actor más importante. Fidel Castro. Finalmente, en 2015, un presidente liberal norteamericano, Barak Obama, decidió que la confrontación era estéril e inició un acercamiento diplomático de dos años que mostró a la sociedad cubana la otra cara de una relación y colocó a la elite en una posición particularmente incómoda.
Obviamente, este proceso ha implicado una redistribución de cuotas de poder. Y, en consecuencia, la sociedad ha comenzado a incubar un proceso de diversificación ideológica y cultural con la emergencia de nuevos campos y tendencias políticas. El acotado espacio público cubano es ahora transitado por numerosas identidades existenciales que abogan por constituirse como identidades políticas (étnico-culturales, de género, locales, etc.), al mismo tiempo que se tuercen los campos preexistentes para dar lugar manifestaciones de la topografía clásica de izquierdas y derechas.
Pero estos campos políticos larvados se desenvuelven en medio de un sistema totalitario en desbandada –que cada vez pide menos el corazón de los súbditos y más la obediencia– y son rehenes de la mezquindad binaria lealtad/deslealtad política respecto del gobierno. En consecuencia, estos campos políticos tienden a manifestarse de manera errática, sin capacidades para articular discursos estructurantes de la propia realidad que quieren modificar. Las ideologías no se distinguen por la sistematicidad de sus ideas acumuladas sino por su capacidad de interpelar a la sociedad y de conformar subjetividades. Si esta última capacidad no existe, las ideologías permanecen larvadas y sujetas a evoluciones narcisistas. Y ello les impide madurar como interpelaciones ideológicas –acerca de lo existente, lo bueno y lo posible– que informen a la sociedad cubana y le permitan escoger democráticamente las pautas para su futuro.
Los nuevos actores
Podemos decir que el signo más interesante de la sociología política cubana actual es el surgimiento de nuevos campos y actores políticos más complejos y sofisticados. Estos actores pueden ser aprehendidos de muchas maneras, por ejemplo por sus posicionamientos ideológicos sistémicos (derecha, izquierda…) o sectoriales (feministas, etnicistas, ambientalistas…) pero es indudable que lo que los ordena a todos –no podría ser diferente en un sistema de fuerte vocación totalitaria– es el grado de alineamiento con el Partido/Estado. Siguiendo esta lógica, y de manera muy esquemática, se pueden identificar tres grandes campos definidos por sus posicionamientos frente al gobierno: el oficialismo, la oposición y el reformismo.
El campo oficialista, por ejemplo, ha experimentado un notable desangramiento y en su interior son distinguibles posiciones diferentes que de alguna manera recuerdan su reestructuración en 2009, cuando militares, tecnócratas y burócratas partidistas cerraron filas para conservar la unidad de la elite en una convivencia llena de sobresaltos. En un sistema político cerrado como el cubano, estas discrepancias no afloran en público, pero se manifiestan en los continuos zigzagueos de la política bajo el comando de Raúl Castro, cuyo lema «sin prisas, pero sin pausas» revela el acuerdo de la elite en tópicos generales así como las dificultades crecientes para lograr conciertos en aquellos detalles que animan las políticas en curso.
El campo opositor también ha experimentado una diversificación en varios sentidos. Por ejemplo, en el plano ideológico, dando albergue a grupos socialdemócratas progresistas tanto como a franjas derechistas que asumen el trumpismo como virtud política. Pero también en sus métodos, de manera que si en los años 90 estos grupos adoptaban formas organizativas partidistas, en la actualidad reúnen activistas culturales, blogueros, conatos de partidos, redes asociativas identitarias, etc.
Pero probablemente el dato más novedoso del escenario político insular es la emergencia de un campo reformista que en otros lugares he denominado «crítico consentido» para explicar dos características. La primera, que a diferencia de la oposición radical, estos son grupos que no cuestionan la legitimidad del orden establecido y tratan siempre de encontrar espacios para mostrar su coincidencia con el oficialismo en todos los temas en que sea posible. Pero a diferencia de este último, el reformismo es crítico respecto de la realidad sistémica en aspectos diversos, en ocasiones con una lucidez intelectual que no alcanza ningún otro campo. Esta ambigüedad lo coloca en un dilema ético permanente, al mismo tiempo que le crea un dilema operativo al gobierno en cuanto a cómo controlar el diapasón crítico sin recurrir a actos represivos políticamente costosos.
Este tipo de espacio político/intelectual ha sido común desde los años 90. Cuando entre 1990 y 1996 el país vivió un período de tolerancia por omisión, emergieron numerosos grupos y organizaciones de esta naturaleza, la más relevante de las cuales fue el Centro de Estudios sobre América, víctima de la represión del Partido Comunista en 1996. Pero lo que distingue a estas organizaciones de las actuales es que, en los 90, la inmensa mayoría de ellas emergió como instancias estatales o partidistas descontroladas. Por el contrario, las presentes son plataformas autónomas, acotadas por la represión simbólica (que sus dirigentes asumen) pero sin filiaciones institucionales. Dado que tampoco hay espacios civiles para ellas, operan en un limbo legal.
En la actualidad, el espacio crítico consentido más relevante es la plataforma Cuba Posible. Esta tuvo como antecedente a Espacio Laical, una revista crítica emergente de la Iglesia católica, en una coyuntura en la que esta ensayaba un nuevo arreglo de convivencia con el gobierno cubano. Tras la ruptura con la jerarquía eclesiástica, Cuba Posible comenzó a articular una suerte de red que atrajo a algunas de las figuras intelectuales más prominentes del país, en unos casos veteranos reciclados de los lejanos tiempos de la revista Pensamiento Crítico y del Centro de Estudios sobre América, en otros, jóvenes que aún creían en los Reyes Magos cuando los primeros discutían la necesidad de renovar al socialismo.
Cuba Posible resume la tragedia mayor de la política cubana. Aunque esta plataforma nunca ha sido reprimida directamente –como ocurre con los opositores– siempre vive bajo la sombra de la represión simbólica. La clase política hace lo posible por mantenerla distante y callada, aun cuando nada en ella indique un afán subversivo. En muchas cuestiones, sus integrantes coinciden con el Estado, y cuando lo hacen, tratan por todos los medios de resaltar esas coincidencias. Entre ellos hay intelectuales de calibre a los que vale la pena escuchar, que no aspiran a un cambio político radical, sino al aggiornamento sistémico. No gritan, solo susurran. Asumirlos y abrirles un espacio de comunicación sería una ventaja desde muchos puntos de vista para el propio gobierno, incluyendo el toque de estética política que sin duda necesita. Pero el sistema es duro, aunque a la vez muy frágil, y tiene tanto horror a la crítica como desprecio por sus intelectuales.
Un ejemplo de esta represión simbólica ha sido la reciente andanada política desde un grupo de apparátchiks devenidos escribas oficiosos en el espacio bloguero. Ellos han confeccionado una argumentación acusatoria contra Cuba Posible, a la que acusan de «centrista», un recurso metonímico remanente que le permite al gobierno identificarse con la izquierda y lee toda posición crítica como un corrimiento hacia la derecha. Han confeccionado un folleto denominado «Centrismo en Cuba: otra vuelta de tuerca hacia el capitalismo» y que constituye una de las piezas políticas más procaces en una isla donde la política no se caracteriza por su elegancia. Permítanme citar –por elocuente– un párrafo de la blogosfera oficial. Allí se define al centrismo en Cuba como una auténtica «contrarrevolución» «organizada con recursos materiales y humanos, (que) tiene fortalezas, dinámicas fluidas y funcionamiento articulado, así como amplias conexiones diplomáticas. Sus integrantes se repiten y retratan entre los invitados de importantes visitantes a Cuba siempre provenientes de países aliados a Estados Unidos o el mismo Washington. Se diferencia de la contrarrevolución tradicional, porque según la política obamista necesita que sus empleados interactúen con la institucionalidad revolucionaria, sus medios de comunicación y sistemas académicos. Para eso se declaran ‘de izquierda’ y nacionalistas, pero siempre apartados y en contra del Estado Cubano, el Partido Comunista y su tradición antiimperialista».
Sin lugar a dudas, este campo reformista consentido es –en la presente coyuntura– la variable más interesante del sistema político cubano. Si el Estado cubano no puede convivir con ella no es porque Cuba Posible sea sediciosa, sino porque la elite cubana solo admite el asentimiento y del alineamiento sin fisuras. Esta requiere la paz social imprescindible para reproducir su proyecto de poder autoritario y su propia metamorfosis burguesa. Enfrentada a una sociedad que busca su lugar bajo el sol, esta elite se revuelca en una crisis orgánica que parece nunca terminar. «Un terreno –recordando una frase de Gramsci– donde se verifican los fenómenos morbosos más diversos».
* Haroldo Dilla Alonso, sociólogo e historiador cubano, entre 1980 y 1996 fue investigador y director de estudios latinoamericanos del Centro de Estudios sobre América en La Habana.