EL BLOG SALMÓN
25 Diciembre 2018 – Actualizado 27 Diciembre 2018, 05:40
En un tema tan omnipresente y opaco como la corrupción, los ciudadanos ya no es que acaben dudando casi automáticamente de todo político que se precie, sino también de los que no se precian (nunca mejor dicho). Y la filosofía popular dice que todo político (y toda persona) tiene un precio, pero me consta que hay políticos que no se corrompen, aunque otro tema es la suerte que acaben corriendo.
Pero más allá del nivel de permeabilidad de corrupción en nuestros sistemas socioeconómicos (que en algunos casos roza la pantanosa inundación), la pregunta que cualquier hombre de bien que paga puntualmente sus impuestos es: ¿Pero cuánto nos cuesta la corrupción y qué mordisco se lleva en total? Pues bien, Naciones Unidas ha dado respuesta a esta peliguda pregunta.
Naciones Unidas pone negro sobre blanco, dejando claro lo muy nocivo de la corrupción
Según pueden leer en la página web de la propia organización, y como también habrán ido leyendo a lo largo de los artículos en los que hemos ido tocando este tema desde estas líneas (uno de los más interesantes «El parecido entre la alta corrupción en España y el metro de la Nueva York de los 80), lamentablemente no es sólo que con la corrupción alguien se enriquezca aprovechándose de su posición ilícitamente, sino que literalmente ese dinero destinado a corruptelas provoca grandes perjuicios en el sistema socioeconómico en general, y a los ciudadanos de a pie en particular.
Por boca de su propio secretario general, António Guterres, Naciones Unidas afirma sin cortapisas que la corrupción implica obvia e inevitablemente la pérdida para el sistema de unos recursos económicos que se podrían haber traducido en más escuelas, mayor número de hospitales y mejor calidad asistencial sanitaria, un mejor sistema educativo, y así hasta un largo etcétera que sólo se puede medir en «lo que nos quitan», en vez de en simplemente «lo que se llevan».
Además, la ONU no sólo hace un claro llamamiento a combatir la lacra de la corrupción, y un alegato a favor de no perder nunca de vista el ideal de conseguir un sistema socioeconómico sin corrupción. La organización también se ha atrevido a poner una cifra concreta a ese «mordisco» que la corrupción le pega a la socioeconomía mundial. Naciones Unidas afirma que anualmente se pagan 1 billón de dólares en sobornos, mientras que otros 2,6 billones de dólares de dinero público son directamente robados por la corrupción.
El único «pero» que se puede poner a la publicación de la ONU es el inevitable carácter forzosamente estimativo de las cifras que se aportan. El problema no tiene que ver con la calidad de las estadísticas manejadas por la institución, ni por sus técnicas econométricas. El problema real es que el mundo de la corrupción es tremendamente opaco (por la cuenta que les trae), especialmente en lo relativo a las cifras concretas con las que se cierran los cierran los «tratos», necesarias para tratar de cuantificarlo.
La mayor parte de las veces, las cifras finalmente «negociadas» (por decir algo) no salen de entre las cuatro paredes de algún lúgubre despacho, y tan sólo se acaban traduciendo en un saldo de una cuenta en algún paraíso fiscal, nutrido a base de anónimos maletines y abultados ingresos en efectivo.
Y la corrupción es una lacra mundial, pero hay grados y grados
Naciones Unidas deja meridianamente claro que la corrupción es una lacra de carácter mundial. Y no podemos estar más de acuerdo, porque corrupción como tal la hay absolutamente en todos los países. Pero tampoco se puede obviar que, evidentemente, hay grados y grados.
Para nada se puede equiparar el nivel hasta el que llega la marca de la inundación corrupta por ejemplo en países del norte de Europa, y en los del sur. Aunque lamentablemente en toda sociedad siempre va a haber individuos con pocos escrúpulos que se van a corromper (o van a corromper a otros con su dinero), en la población en general hay notables diferencias entre la percepción de la corrupción y, lo que es aún más importante, la penetración de la corrupción.
Es una lacra ideológica típica de los países del sur de Europa, con España entre ellos, el pensar que el dinero público no es de nadie, cuando el único pecado que ha cometido ese dinero es ser dinero de todos. A menudo, cuando alguien roba dinero público, se minimiza la percepción del robo porque no le han robado a uno euros directamente de su cuenta, cuando en realidad lo han recaudado antes via impuestos y luego nos lo han robado. Lo que en la práctica viene a ser lo mismo.
Pero lo corto de miras llega a tintes dramáticos cuando no se ve esto, e incluso cuando algunos justifican la corrupción con sorprendentes frases que uno personalmente ha llegado a presenciar como que «si roban unos que sean los nuestros». No puede haber una actitud más destructiva socioeconómicamente para el correcto gobierno de un país que este tipo de argumentarios perversos y (en el fondo en el fondo) probablemente autoindulgentes.
Aunque he de reconocerles que la cosa todavía puede ir a peor: de hecho lo hace en siempre demasiados casos. Hay veces que la corrupción al por menor incluso puede llegar a adquirir tintes institucionalizados, y simplemente les recuerdo aquella política del «café para todos» que ciertos políticos llegaron a poner en práctica abiertamente. Con ese cafetal popular se pretendía acallar el descontento social que lógicamente produce una mala gestión, muchas veces corrupta, y trataba de tapar bocas con el reparto dinero entre bases de la población.
Como si que todos nos robásemos a nosotros mismos fuese una estrategia maestra, y como si fuese sostenible en el tiempo más allá del margen necesario para esquilmar definitivamente las arcas públicas y zafarse. Eso por no hablar de que repartirse entre esas bases de población en realidad se reparten las migajas, mientras que esos políticos corruptos (que no son todos) se la llevan blanca.
En el tercer mundo la lacra se torna en pandemia letal
Pero si están ustedes sensibilizados con el nivel de corrupción en los países latinos, no se depriman (al menos no más que lo que pueden deprimirse otros): hay países que están todavía (mucho) peor que nosotros. Y es que, en algunos países en vías de desarrollo, no sólo la corrupción esta inoculada en todos los aspectos de la vida pública y privada, sino que además una parte nada desdeñable de sus terribles lacras nacionales en realidad son internacionales, puesto que son sufragadas con dinero de agentes socioeconómicos occidentales.
Además, el perjuicio de las corruptelas tiene diferentes implicaciones dependiendo del caso. Lo cierto es que en el primer mundo, si la cosa no se sale de rango como a veces ha ocurrido, el perjuicido suele traducirse casi principalmente en dinero robado y servicios que no llegan a prestarse.
Pero en el tercer mundo la cosa es mucho mucho mucho peor, pues la corrupcion muy frecuentemente se traduce en sobreexplotacion de recursos naturales, materias primas e incluso personas. Y todavía más, también puede ser hasta origen de interesados conflictos armados, que a veces tienen como finalidad tener bajo control una zona de interés económico y asegurarse un suministro o un recurso. Incluso en ocasiones la industria del cine se ha hecho eco de esta terrible realidad en cintas como la excelente «Diamante de sangre».
No les estoy teorizando desde un argumentario de corte populista; la verdad es que, lamentablemente, les estoy hablando con un terrible conocimiento de causa (y de primera mano). Un buen amigo médico, que fundó una importante ONG en África, me contó una vez cómo en África es muy típico que, cuando en una zona descubren un yacimiento de recursos naturales, acto seguido se produce un éxodo masivo de población, que huyen despavoridos hacia otras zonas. Y ustedes se preguntarán, ¿Y por qué huyen, si esa riqueza recién descubierta se puede traducir en trabajo para ellos?
Nada más lejos de la realidad: en la práctica, no sólo los trabajos generados no son de apenas calidad y en unas condiciones que muchas veces son de esclavitud, sino que además, en unos pocos días tras el nuevo descubrimiento, empiezan a aparecer mercenarios y paramilitares. Estos grupos, que nadie sabe a ciencia cierta de dónde salen exactamente, se caracterizan por aparecer casi siempre armados hasta los dientes, ejercer indiscriminadamente la violencia contra la población, y acabar tomando el control de las nuevas zonas productoras.
¿Y qué se puede hacer por evitar (y evitarnos) esta terrible enfermedad inoculada con nuestro propio dinero?
Pues realmente poco se puede hacer por evitar oscuros tratos que ocurren entre bastidores y su consiguiente enriquecimiento ilícito. Los prejuicios además trascienden lo mas evidente, y entran de lleno en dañar el tejido socioeconómico en el sentido más amplio, al vulnerar la libre competencia, evitar que se imponga el mejor, y no premiar la excelencia sino la capacidad de untar mantequilla. Pero es harto difícil evitar que ocurra lo que realmente no se sabe ni cuándo ni cómo ocurre, y lo que es peor: ni siquiera se sabe a ciencia cierta si ocurre en cada caso.
Pero sí que se pueden hacer muchas cosas a nivel socioeconómico para evitar que ese presente llegue a ocurrir, y la via es hacerlo a lo «Minority Report»: antes de que llegue a ocurrir. Las soluciones también admiten un enfoque a lo «Regreso al futuro»: modelando el futuro desde el presente, para que el temor ante las consecuencias posteriores produzca un esencial efecto disuasorio. Ya que algunas naturalezas siempre van a ser como son, que al menos ellas mismas se pongan un auto-freno de mano precisamente para manos «sueltas».
Obviamente, ese gran factor socioeconómico que es la educación (no lo olviden, en los colegios pero también en las familias), es la mejor receta que podemos diseñar para los plazos más largos. A la vista están los resultados en el norte de Europa, donde la educación de calidad, también en unos valores correctos en este sentido, ha creado una base de la población que cuenta con una envidiable tolerancia cero ante la corrupción.
Y oigan, que eliminar la corrupción de la faz de la Tierra será un ideal inalcanzable, pero oigan más aún: el gran error es flexibilizar la intransigencia ante el corrupto, porque una vez abierta la veda a interpretaciones y relativizaciones subjetivas (y a veces hasta interesadas), acaba cabiendo todo lo que interese al político de turno (de oficio). Renunciar al ideal, supone en este caso renunciar también a evitar que un mal inicialmente localizado se propague.
Y a futuro, (también obviamente) tenemos la persecución legal de la corrupción, para lo que debo serles franco en que muchos corruptos se corrompen asumiendo el riesgo de una pena «ligera», en una cárcel poco conflictiva, muchas veces en módulos específicos y más seguros o incluso en módulos de mujeres, etc. Porque robar es rentable monetariamente, faltaría más (creerán haber inventado algo), pero lo rentable no es sólo que sin apenas esfuerzo caen los millones, sino que tristemente mucha gente firmaría por tener unos millones en una cuenta suiza, a cambio del riesgo de que se haga realidad el peor caso de tener que pasar un tiempo en presidio.
Mientras esto ocurra, se seguirá robando a manos llenas. Habría que tener leyes (¿Por qué no las tendremos ya?) que no sólo impongan penas a los corruptos, sino que les desprovean de todo fondo cuyo origen legal no puedan demostrar. Y si cuentan con fondos en el extranjero, estimando sus importes por las declaraciones del resto de imputados y registros documentales (sic por los paraísos fiscales y los secretos bancarios), que se les imponga una cadena perpetua revisable hasta que devuelvan hasta el último céntimo (más bien millón) que no sean capaces de justificar.
Si es necesario que se amplíen los plazos de la obligación legal de mantener registros bancarios, de alargar cuando prescriben los delitos económicos, de un montón de iniciativas que se pueden hacer todavía y que inexplicablemente no se hacen. Porque puede haber dificultades legales, dificultades organizativas, problemas sistémicos… pero son todo obstáculos que se pueden ir superando conforme nos vayamos enfrentando a ellos. El tema es que muchas veces ni siquiera tienen la intención de recorrer ese recto y ético camino.
El fin realmente no justifica los medios, pero sí el intermedio: sí que justifica que al menos haya que emprender la marcha con el ideal en el horizonte. Es por el bien de todos, y por el progreso socioeconómico del país. Para los ciudadanos de bien, todo son ventajas, así que, el que no apueste por ello con decisión, ya pueden tener por seguro que es porque cree tener una ventaja todavía mayor (y muy censurable) en algún otro lado. Y ahora vayan y voten, si es que creen que quedan opciones sin mácula…
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