Los dos fantasmas que acechan a Chile
De un lado, un médico, las urnas y la democracia. Del otro, un general golpista, las armas y la dictadura. Entre los protagonistas del 11 de setiembre de 1973, el panteón chileno debería poder elegir fácilmente. Y sin embargo…
Franck Gaudichaud *
Le Monde diplomatique, edición uruguaya, septiembre 2023
“Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”. De una parte y otra del espectro político, casi todas las chilenas y todos los chilenos conocen el último comunicado de Salvador Allende, de donde proviene esta cita. Este discurso, llamado “de las alamedas”, es pronunciado el 11 de setiembre de 1973 –durante el golpe de Estado fomentado por el general Augusto Pinochet– por el presidente chileno electo en 1970. Allende es encerrado en el palacio presidencial de La Moneda, con algunos allegados y las armas empuñadas. Sabe que no saldrá vivo del edificio presidencial. En este último discurso a la población, Allende pretende dejar “una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición” así como el testimonio “de un hombre digno que fue leal con la Patria”. A 50 años, como lo había predicho, el “metal tranquilo” de su voz continúa resonando y el primer presidente marxista democráticamente electo de la historia del Cono Sur sigue siendo una de las figuras centrales de la historia mundial de la izquierda en el siglo XX.
En plena Guerra Fría, la experiencia de la “vía chilena hacia el socialismo” duró menos de tres años (de noviembre de 1970 a setiembre de 1973). No obstante, transformó al país andino de nueve millones de habitantes y apasionó al mundo intelectual y militante, de una punta a la otra del planeta. La izquierda (reunida en torno al Partido Socialista y al Partido Comunista) que da origen, en 1969, a la coalición que toma el nombre de Unidad Popular (UP), propone una transición a la vez democrática y revolucionaria, institucional, electoral y no armada: ya no se trata de apostar a la guerrilla y a los kalashnikov, sino a la movilización de las clases populares y del movimiento obrero.
Basándose –de forma errónea– en lo que consideran una tradición histórica legalista del ejército y en una cierta flexibilidad del Estado chileno, Allende y los suyos apuestan a que los militares respetarán el sufragio universal y que será posible imponerle la voluntad mayoritaria a la oligarquía sin realizar el más mínimo disparo. Muy lejos de las opciones estratégicas de la revolución cubana, esta apuesta es considerada suicida por la izquierda extraparlamentaria, en la que figura el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), entonces dirigido por Miguel Enríquez.
La victoria de Allende, el 4 de setiembre de 1970 (con una mayoría relativa del 36,6 por ciento de los votos), frente a los candidatos de derecha y demócrata cristiano, suscita una inmensa ola de esperanza. Las “40 medidas” del gobierno, tomadas apenas iniciado el mandato, apuntan a fomentar el crecimiento, a redistribuir –de forma muy ambiciosa– las riquezas, a aumentar los salarios, a profundizar la reforma agraria iniciada bajo el gobierno anterior e incluso a poner los principales recursos nacionales (en particular los mineros) bajo el control del Estado. La nacionalización de varias decenas de grandes empresas y del 90 por ciento de los bancos permitió la constitución de un Área de Propiedad Social (APS) en la que se implementó un sistema de cogestión, entre asalariados y administraciones públicas. El sector privado, sin embargo, permaneció muy presente en la economía nacional. El país vivía un clima de efervescencia: las huelgas, las ocupaciones de tierras o de fábricas se multiplicaban… Pero la izquierda seguía siendo minoritaria en el Parlamento.
La reacción
La burguesía y los grandes propietarios reaccionaron a las políticas de la coalición como los vampiros al ajo: se estremecieron de espanto. El 6 de noviembre de 1970, el presidente estadounidense Richard Nixon declaraba ante el Consejo Nacional de Seguridad: “Nuestra principal preocupación respecto de Chile es la posibilidad de que él [Allende] pueda consolidar su poder y que el mundo tenga la impresión de que estaría alcanzando el éxito. […]. No debemos dejar que América Latina piense que puede emprender ese camino sin sufrir las consecuencias”. El presidente chileno había asumido sus funciones dos días antes. En 1971, la expropiación del cobre (primera reserva mundial), entonces en manos de empresas estadounidenses, fue interpretada como una declaración de guerra por la Casa Blanca. Allende se afianzaba, además, como un líder de los Estados No Alineados. Defendía el derecho de los países colonizados a la autodeterminación y denunciaba el sistema financiero internacional. Muy pronto, la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), la embajada de Estados Unidos, así como poderosas multinacionales afectadas por las nacionalizaciones, conspiraban para derribar en pleno vuelo esta experiencia radical original1.
En Santiago de Chile, la derecha –respaldada por Washington por medio de millones de dólares (como lo demostrará una investigación del Senado estadounidense)2– se fija como objetivo desarticular el bloque sociopolítico que respalda a la izquierda en el poder. Comienza a buscar apoyo en los sectores reaccionarios de las fuerzas armadas. Los atentados de Patria y Libertad, una organización de extrema derecha, hacen temblar a la población. Las grandes patronales y algunas profesiones liberales provocan boicots y lock-out para devastar la economía. Los medios de comunicación conservadores –en particular el diario El Mercurio–, engranajes esenciales de este dispositivo, no cesan de alertar sobre las “derivas” de la “dictadura marxista”. El cerco se cierra poco a poco sobre el proceso revolucionario, mientras que la explosión de la inflación, el boicot internacional y el desarrollo del mercado paralelo alejan a los estratos medios urbanos. En 1972, el Partido Demócrata Cristiano deja de lado sus dudas y se vuelca a la oposición frontal.
El movimiento obrero resiste. En respuesta a cada intento de huelga patronal, las formas de autoorganización y de poder popular, en especial dentro de los cordones industriales, se multiplican3. Pero la izquierda está cada vez más dividida mientras que el gobierno se obstina en creer que será posible evitar el enfrentamiento. En vano.
La mañana del 11 de setiembre de 1973, con el respaldo de la administración Nixon (pero también –hoy se sabe– de la dictadura brasileña)4, las diferentes ramas de las Fuerzas Armadas se sublevan. La izquierda está desarmada tanto en el plano político como en el plano militar. La batalla de Chile llega a su fin, de forma dramática5. Apoyándose en un catolicismo nacional-conservador y en la doctrina de la seguridad nacional, la dictadura civil-militar cierra el parlamento, reprime de manera sangrienta los sindicatos, proclama el Estado de sitio, practica la censura. Contra el “cáncer marxista”, el terrorismo de Estado se abate sobre el país. Durante 16 años, los militares y la policía política torturarán decenas de miles de personas, asesinarán a más de 3.200 individuos, más de mil de ellos permanecen aún hoy desaparecidos (no habiendo sido nunca encontrados sus cuerpos). Cientos de miles de personas se ven forzadas al exilio. Este período de violencia masiva coincide, desde 1975, con la de una terapia de shock económico que transforma a Chile en un laboratorio a cielo abierto del neoliberalismo: el país se convierte en el parangón de los “Chicago Boys” y de las teorías monetaristas apreciadas por el economista Milton Friedman.
El presente
A 50 años del golpe de Estado chileno, la guerra de las memorias causa estragos en un país profundamente fracturado. Apoyado por el Partido Comunista, es cierto que Gabriel Boric (Frente Amplio) logró vencer –con el 56 por ciento de los votos– a José Antonio Kast (Partido Republicano, PR), candidato de extrema derecha, durante la campaña presidencial de 2021, exhibiendo un programa crítico del neoliberalismo6. Sin embargo, Kast salió vencedor en la primera vuelta, dejando lejos atrás a los partidos tradicionales. Admirador confeso del general Pinochet, el hombre fuerte de la derecha chilena es hijo de un exteniente nazi que huyó de Europa. Católico fundamentalista, apoyó, como su familia, la dictadura (uno de sus hermanos incluso fue ministro). Por su parte, si bien Boric cita de buena gana a Allende como ejemplo, es sobre todo para hacer un llamado al respeto de las instituciones y de los derechos humanos frente a aquellos que atentaron contra la democracia en 1973, no para exaltar al militante antiimperialista. Sin mayoría parlamentaria, sin vínculo real con los movimientos populares y con una parte de su coalición objeto de un escándalo de corrupción, Boric gobierna en “el extremo centro” –muy lejos de las “alamedas” imaginadas por Allende–.
Sin embargo, dos años atrás, el fin del legado autoritario y del neoliberalismo parecía posible, gracias a la fuerza del gran levantamiento social de octubre de 2019. Hoy en día, son los reaccionarios quienes tienen el viento en popa. Tras el masivo rechazo por referéndum en 2022 al proyecto de Constitución, feminista y progresista, paradójicamente en la actualidad es el PR quien está a cargo de dirigir la redacción de una nueva Carta Magna, tras sus excelentes resultados en las elecciones constituyentes de mayo de 2023. Así, se les atribuye a los “hijos” de Pinochet la responsabilidad de remplazar la Constitución de 1980, imaginada por su mentor…
Dos fantasmas acechan entonces a la política chilena y dos caminos diferentes se perfilan para el país: un exdictador fallecido en 2006 y que nunca fue juzgado; un socialista pacifista, fallecido con una ametralladora en la mano. Desde hace 50 años, Chile titubea…
* Franck Gaudichaud, profesor de Historia y Estudios Latinoamericanos de la Universidad Toulouse Jean Jaurès. Autor, entre otros libros, de Découvrir la révolution chilienne (1970-1973), Les Éditions sociales, París, 2023. Traducción: Micaela Houston.
****
Evocación I
Salvador Allende
Régis Debray *
Vivió como un epicúreo; se dio la muerte como un estoico, el cañón del arma apuntando su boca. Ese 11 de setiembre de 1973, Allende, amante de la buena vida, tuvo un final a la romana. No estaba previsto que fuera a entrar en la leyenda y permanecer en las memorias. Había dos hombres dentro de él y, desde fuera, hasta ese entonces, yo mismo al igual que los demás, habíamos visto uno solo: un radical-socialista de buen humor, confiado en la cintura política, aficionado al pisco, a la buena comida, a las bromas y a la belleza. Porque Allende tenía sentido del humor, cosa rara en la izquierda, donde la seriedad es tradición, y no posaba al héroe que sería un día. No llevaba ni barba ni boina, el compañero presidente. Unos gruesos lentes de carey, un bigotito bonachón, la voz burlona y cálida, simpático, fraternal e incluso masón, como [Augusto] Pinochet, por lo demás. Tenía todo lo necesario, diría yo, para alejar las sombras fatídicas; y para despistar a su mundo.
Tras salir de la cárcel en Bolivia, durante semanas fui su invitado, de [Pablo] Neruda también, en su casa de Isla Negra, y todavía me arrepiento de mi tono pretencioso de sabelotodo marxista-leninista al conversar con el presidente de Chile ante la cámara de Miguel Littin. Él, el “reformista”; yo, el “revolucionario”. Un cliché. Un juego de roles. Los códigos de la época. Mi única excusa: casi cuatro años de aislamiento en una celda, más que suficientes para exaltarse y soñar, estúpidamente, con castillos en el aire.
El Chile de entonces, es cierto, eufórico y de playas (aunque el Pacífico es muy frío), escondía bien su juego. La Unidad Popular no era nada punitiva ni puritana. Optimista. No estaba concebida para el odio ni para la agresividad, pasión oscura y viscosa, y lejos estaba el suicidio del presidente [José Manuel] Balmaceda, en el siglo anterior. Los cacerolazos de los barrios ricos no llevaban a desdeñar las ostras, los maravillosos erizos y el sabroso vino blanco. Además de las criaturas amables, un Congreso muy activo, militares civilizados. Se decía: un perfume de Europa en el fin del mundo, una Inglaterra en América del Sur. Se olvidaba a la del Norte, que con sigilo preparaba y financiaba la guerra (diez millones de dólares, para empezar, en fondos especiales). Bloqueo, recursos, sabotajes y, cuando fuera necesario, asesinatos. Los camioneros, las minas de cobre, la Casa Blanca [sede del gobierno en Washington] y la CIA [Agencia Central de Inteligencia] no permanecían ociosos. Pero eso recién se sabría más tarde. La prensa a veces llega tarde, los militantes también. En el país de la bonhomía y de los acuerdos de última hora, no era correcto pensar mal. La ferocidad no estaba en el programa. Allende, que se dejaba tutear, sin rencor, a menudo me mostró sonriendo una foto en su escritorio dedicada por el Che: “A Salvador Allende, que por otros medios trata de hacer lo mismo”. Uno puede pensar legítimamente que otro camino lleva a otro lugar, pero aquello parecía una metáfora amable e irrealista.
“La democracia es un ejercicio de modestia”, decía [Albert] Camus. Se aprende con la edad y se pueden acortar sus plazos. No negaré que Chile, al que regresé con frecuencia hasta el golpe (presentido, pero bajo formas más o menos amables), aceleró el aprendizaje de un pequeño francés demasiado seguro de sí mismo. La inmolación de un gran señor, que no tenía ni la apariencia ni la pretensión, seguida del asesinato de tantos compañeros, nos recuerda que la tragedia aún puede, en Occidente y bajo máscaras apacibles, estallarnos en la cara. Una lección a guardar en algún rincón de la cabeza, aun cuando, como es mi caso, la cabeza se haya desinteresado del juego político. A condición de que el corazón recuerde que no siempre ni en todo lugar ese juego es anodino. Compañero Allende, no desaparezcas. Se te debe tanto en la olvidadiza Europa y más allá, en todos lados. Recordar, 50 años después, nunca está de más.
Régis Debray, escritor y filósofo francés. Traducción: Le Monde diplomatique, edición Chile.
****
Evocación II
Diez años antes
Eduardo Galeano *
En el invierno de 1963, Allende me había llevado al sur. Con él vi nieve por primera vez. Charlamos y bebimos mucho, en las noches larguísimas de Punta Arenas, mientras caía la nieve al otro lado de las ventanas. Él me acompañó a comprarme calzoncillos largos de frisa. Allá los llaman matapasiones.
Al año siguiente, Allende fue candidato a la presidencia de Chile. Atravesando la cordillera de la costa, vimos juntos un gran cartel que proclamaba: “Con Frei los niños pobres tendrán zapatos”. Alguien había garabateado, abajo: “Con Allende, no habrá niños pobres”. Le gustó eso, pero él sabía que era poderosa la maquinaria del miedo. Me contó que una mucama había enterrado su único vestido, en el fondo de la casa del patrón, por si ganaba la izquierda y venían a quitárselo. Chile sufría una inundación de dólares y en las paredes de las ciudades los barbudos arrancaban a los niños de los brazos de sus mamás para llevárselos a Moscú.
En esas elecciones de 1964, el frente popular (1) fue derrotado.
Pasó el tiempo; nos seguimos viendo.
En Montevideo lo acompañé a las reuniones políticas y a los actos; fuimos juntos al fútbol; compartimos la comida y los tragos, las milongas. Lo emocionaba la alegría de la multitud en las tribunas, el modo popular de celebrar los goles y las buenas jugadas, el estrépito de los tamboriles y los cohetes, las lluvias de papelitos de colores. Adoraba el panqueque de manzanas en el Morini viejo, y el vino Cabernet de Santa Rosa le hacía chasquear la lengua, por pura cortesía, porque bien sabíamos los dos que los vinos chilenos son mucho mejores. Bailaba con ganas, pero en un estilo de caballero antiguo, y se inclinaba para besar la mano de las muchachas (2).
Notas
(1) NdR: Frente de Acción Popular (FRAP), integrado por el Partido Comunista, el Partido Socialista y otros grupos, activo de 1956 a 1969. En 1964 Allende pierde la elección presidencial con Eduardo Frei Montalva, del Partido Demócrata Cristiano.
(2): Este fragmento pertenece al texto “Para que se abran las anchas alamedas”, contenido en Días y noches de amor y de guerra (1976).