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Aunque no lo parezca, aún nos queda la tercera y más disruptiva fase de la Globalización

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EL BLOG SALMÓN

Algunos sectores ya dan por muerta una globalización que tiene muchas caras, y que todavía no se puede dar ni mucho menos por desmontada de cara al futuro. Aunque parezca tan sólo una tendencia económica de los últimos lustros, lo cierto es que esta polifacética globalización ha seguido un largo proceso iniciado hace décadas (si no siglos), y que ha desembocado en las últimas tendencias globalizadoras.Pero el motivo por el que les decía que no se puede dar por muerta la globalización es porque, según analizaremos en el artículo de hoy, hay ciertos aspectos de la misma que son imparables. Estos aspectos, aún por venir, van a seguir trayendo profundos cambios a nuestras socioeconomías, y, aunque traten de resistirse, como dicen los anglosajones, «Resistance is futile», al menos en lo que se refiere a algunos puntos relacionados con un progreso tecnológico que nadie va a tener forma de frenar.

Las fases de la globalización desarrolladas hasta ahora

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Según puede leer en esta interesante entrevista de Quartz a Richard Baldwincon motivo de la publicación de su nuevo libro, el economista académico en Ginebra compagina sus responsabilidades con la de ser presidente del Centro para la Investigación de Política Económica de Londres (Centre for Economic Policy Research o CEPR), y ha estado estudiando la globalización y el comercio desde hace más de 30 años. En el marco del actual debate y medición de fuerzas entre la globalización y la anti-globalización, su nuevo título «La gran convergencia: la tecnología de la información y la nueva globalización» llega en un momento crucial. Para los que no tengan tiempo de leerse la entrevista completa, les reproduzco a continuación las ideas principales porque son interesantes, y porque además sustentan el análisis posterior que haremos sobre ello.

Como pueden leer en el enlace anterior, Baldwin sostiene que la globalización ha tomado forma en tres fases claramente diferenciadas: la capacidad de mover mercancías, la capacidad de mover ideas, y finalmente, la capacidad de mover personas. Desde principios del siglo XIX, el coste de las dos primeras ha caído en picado, auspiciando el espectacular crecimiento del comercio internacional que ha caracterizado a la economía global moderna.

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Baldwin explica cómo, cuando no había comercio internacional de escala masiva, cada ciudad, cada pueblo… tenía su propio carnicero, panadero, etc. Durante un milenio, la economía permaneció con este foco local. Fue alrededor de 1820 cuando la humanidad empezó a ser capaz de generalizar el transporte de mercancías de forma rápida y eficiente en largas distancias, momento en el cual surgieron las grandes fábricas y complejos industriales. Pero seguía siendo costoso y complejo mover ideas atravesando distancias, motivo por el cual éstas permanecieron en el Norte. Así el G7, que con honrosas excepciones más o menos coincide con ese «Norte», experimentó un fuerte crecimiento basado en el conocimiento que le distanció de las cifras de los países en vías de desarrollo.

La tercera fase de la globalización está viniendo de la mano de la tecnología

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En palabras del autor, este proceso culminó a principios de los 90, cuando había un gran desequilibrio entre el know-how por trabajador de los países ricos y los países en vías de desarrollo. Entonces llegó la revolución tecnológica y de las telecomunicaciones, que permitió a las compañías empezar a mover conocimiento a través de las fronteras. Esto ha traído la desindustrialización de los países más desarrollados, y en paralelo, un rápido crecimiento económico y del empleo a los países emergentes. Con el añadido de que los trabajadores de países desarrollados se están enfrentando a competir con trabajadores de otros países con un coste laboral incluso superior a un orden de magnitud, pero que a la vez están compitiendo con robots en su propio país.

Y el tema central del asunto es que Baldwin afirma que la tercera y más disruptiva fase de la globalización está por llegar. Según sus tesis, la tecnología acabará por llevar la globalización al sector servicios, muy intensivo en mano de obra. No hace falta que les diga que, además, este sector terciario es el principal sustento del empleo en los países desarrollados. Con ello, la conclusión es clara: con esta tercera fase, en los países desarrollados, la globalización sacará del carril todavía más empleos de lo que lo ha hecho con el sector manufacturero en las últimas décadas. Y lo disruptivo de esta última fase no vendrá por movimientos transfronterizos de trabajadores, sino porque la tecnología dará alternativas sustitutivas al «estar ahí».

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Este economista afirma que, en esta tercera fase, serán claves la telerobótica y la telepresencia. Actualmente son aún tecnologías caras y poco desarrolladas como para pretender su despliegue a gran escala. Pero sin duda algún día (más pronto que tarde) la telepresencia permitirá esa alternativa al «estar ahí» que citábamos antes, y la telerobótica permitirá que un teletrabajador haga la limpieza de una nave industrial en Europa con ayuda de un robot que operará remotamente desde un lejano país con costes laborales muy inferiores.

Baldwin aboga por proteger a los trabajadores, no los trabajos

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Baldwin afirma que no debemos intentar proteger los trabajos, que eso no tiene sentido, porque, por mucho que lo hagamos, sólo podemos aspirar a retener temporalmente unos trabajos que se acabarán yendo igual dentro de unos años, bien sea porque serán sustituídos por robots, bien sea porque serán deslocalizados igualmente a terceros países. Baldwin predice que, si un fabricante estadounidense es forzado fabricar en suelo estadounidense, eso le hará más ineficiente que la competencia, y ésta acabará llevándose de una forma u otra sus puestos de trabajo.

Ante lo inevitable del futuro que se avecina, y ante el hecho de que no se va a poder parar de ninguna manera el progreso, Baldwin por el contrario es partidario de proteger a los trabajadores, no a los trabajos. Y esta idea hace las veces de nexo de unión con la última parte de este análisis. Tras la declaración de intenciones de las Instituciones Europeas de hace unos meses, seguidas la propuesta de Bill Gates de hace unas semanas, vemos confirmada una vez más la idea que fuimos los primeros en proponer hace cerca de un año en el post «La robotización de la economía y la sostenibilidad de las pensiones pueden ser compatibles«. Efectivamente, ya que es imposible retener los trabajos por mucho que los protejas, cambiemos el foco y pasemos a valorar proteger lo único que podemos proteger: a los ciudadanos. Es la única forma que un servidor concibe para poder permitir que el sistema siga siendo sostenible, sin acometer un cambio radical del sistema, lo cual entrañaría otros riesgos de orden más que relevante.

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La tecnologia va a traer irremisiblemente este futuro de la tercera fase de la globalización, y sus efectos en los mercados de trabajo serán no sólo disruptivos, sino profundamente transformadores. No se puede frenar el progreso, siempre va a haber alguien en algún lugar del planeta que lo va a acometer, aplicando la tecnología a su modelo empresarial y sus productos, y tomando así una ventaja competitiva que acabará forzando a los demás competidores a tomar también el camino del progreso tecnológico. Así que lo mejor es coger el toro por los cuernos, y tratar de transformar ese aspecto potencialmente peligroso de la disrupción que trae el progreso, convirtiéndolo en algo beneficioso y de futuro.

El necesario debate en los medios salmón por fin ha llegado a las portadas

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Pero no voy a exponerles aquí de nuevo la propuesta que ya les detallé en su día, ni saco de nuevo este tema de las cotizaciones sociales de los robots a colación por el hecho de verlo de nuevo refrendado por voces de primera línea, ni para abrir un debate con ustedes que ya hemos mantenido. Este tema vuelve a teñir las líneas que les dedico semanalmente porque, tras las personalidades relevantes que están ahora abogando públicamente por esta idea, se ha abierto en las portadas salmón un interesante debate al respecto, en el cual, como precursor de la idea originaria, me creo en la obligación de participar y seguir aportando modestamente. Ha habido articulistas que han tratado el tema desde muchas perspectivas, pero a un servidor le resulta especialmente señalable este artículo al respecto que publicó el economista Daniel Lacalle en su sección «Lleno de Energía» del diario online El Español, frecuentado por un servidor haciendo justicia a la calidad económica del contenido que Daniel muchas veces nos trae.

El señor Lacalle destaca por méritos propios entre las olas de este mar salmón en el que nos movemos, motivo por el cual creo que es su artículo el que merece una respuesta desde estas líneas que fueron de las primeras alumbrar la idea que él ahora contraargumenta. Su principal argumentación, para nada descabellada, es que es una medida como imponer cotizaciones sociales al trabajo robótico frenaría la competencia y el progreso económico y tecnológico, y sería evidentemente fiscalizadora. Uno de sus razonamientos más fundamentales se basa en que, en la historia tecnológica, hasta ahora todo progreso tecnológico ha acabado trayendo más trabajo.

La respuesta de las líneas precursoras de la idea al reputado señor Lacalle

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En primer lugar, debemos matizar que efectivamente la tecnología ha traído más trabajo siempre (hasta ahora), pero en el largo plazo, dejando para el corto y el medio plazo como mínimo una gran incertidumbre abierta. Esta gran incertidumbre (o incluso penurias económicas reales según sea el caso) se pueden acabar traduciendo en una peligrosa inestabilidad del sistema, como de hecho ha ocurrido en diversos momentos de la Historia. Es algo que también está ocurriendo hoy en día, con masas de votantes desempleados que eligen aquello en lo que simplemente ven un halo de esperanza, según expuse en este interesante y revelador artículo, que analizaba desde una original perspectiva el nexo entre el Sueño Americano roto y la victoria de Trump (y que también analizaba el Sueño Español roto). Y es entonces cuando esa proyección de empleo a generar en el largo plazo, plantea sus dudas sobre si compensa el riesgo del corto y medio plazo, porque puede llegar muy probablemente una catástrofe socioeconómica como una depresión o una gran guerra (a menudo relacionadas), que a muchos difuntos no les permitirá llegar a poder disfrutar de ese empleo del largo plazo.

Eso por no hablar del riesgo que supone un sistema inestable, que puede acabar trayendo como resultado un régimen de terror que se perpetúe en el tiempo, y con el que incluso tener un empleo sea algo insufrible al venir bajo la bota del totalitarismo. La tecnología existente ya nos hace asignarle a este tipo de sucesos una probabilidad cada vez mayor, como analicé en el post «La profecía de George Orwell o El 1984 de las Redes Sociales«. Pero la contraargumentación no se queda aquí. Es que, es más, asumir como seguro el progreso socioeconómico y la generación de puestos de trabajo en el largo plazo podría ser en este caso un gran error, y les razono el porqué.

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Igual que en bolsa las rentabilidades pasadas no aseguran rentabilidades futuras, en tecnología y mercado laboral lo más o menos beneficioso de revoluciones tecnológicas pasadas no tiene por qué asegurar lo beneficioso de las futuras. La correlación no tiene por qué ser significativa, puesto que, para empezar, al abanico de potenciales avances tecnológicos posibles es tan amplio que decir que, por el mero hecho de serlo, todos serían 100% beneficiosos es como poco aventurado. Y realmente no podemos predecir exactamente todos y cada uno de los avances tecnológicos que se acabarán imponiendo, de la misma manera que fue difícil prever en los ochenta que el poco novedoso VHS se acabaría imponiendo al ya establecido Betamax o al innovador Video2000 (que por cierto, tecnológicamente era mucho mejor y un auténtico avance), o de la misma manera que era muy difícil presagiar en los noventa el advenimiento de las redes sociales. Incluso la bomba atómica es fruto del progreso tecnológico, y no tiene por qué considerarse por ello que ha traído algo bueno a nuestro mundo.

Sin poder preverlo a día de hoy, puede que tengamos por delante una nueva tecnología muy disruptora, pero que ponga en grave riesgo nuestros sistemas. No debemos caer en absoluto en ser catastrofistas ni retrógados con la tecnología, de hecho yo soy un gran defensor de la innovación y el progreso tecnológico, pero de ahí a asumir que toda tecnología es buena per se (o más bien: todo lo que esa tecnología permite, pues es una mera herramienta), hay un trecho. Ese extremo sólo nos puede llevar a no saber ver los peligros que asoman en el horizonte de un futuro siempre impredecible. Un servidor no dice en ningún caso de frenar el progreso tecnológico, todo lo contrario: lo que digo es que hay que anticiparse a él en la medida de nuestras posibilidades. Sólo así podremos acercarnos algo a saber ver qué riesgos puede entrañar, y de esta manera podremos tratar de transformar ese potencial riesgo en algo que acabe siendo beneficioso para el conjunto de la sociedad, y que sea fuente de progreso verdadero.

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Creo que nadie puede discutir que la robotización de nuestras economías es el paso tecnológico y socioeconómico más disruptivo de la Historia, lo cual no hace sino aumentar la ventana de incertidumbre que abre ante el futuro. Debemos pues por ello ponernos en modo trabajo a diseñar todo lo que podamos ese futuro desde el presente. Dejar de hacerlo no resulta nada recomendable, y, aunque es humano aferrarse a lo conocido, no tiene mucho sentido basarse en comparar con cambios tecnológicos anteriores para proyectar lo que se nos viene encima en esta ocasión. Se hace acuciante la necesidad de anticiparse para transformar para bien el cambio que la robotización trae bajo el brazo, y poner coto al riesgo cierto de que pueda tirar abajo el sistema laboral y socioeconómico, aunque sea (supuestamente) sólo en el corto y medio plazo. Debemos trabajar desde ya para abordar el cambio de paradigma socioeconómico desde el enfoque más ambicioso, para afrontar el desafío que supone la innovación más disruptora de cuantas ha habido en la Historia de la Humanidad.

El objetivo siempre constructivo de esta contraargumentación

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Dicho todo lo anterior, no me puedo despedir sin aclarar que deben enmarcar estas líneas estrictamente bajo el ambiente de cordialidad y crítica siempre constructiva existente entre el señor @dlacalle y un servidor, autor con el que me une un profundo respeto (creo que mútuo), y muchas veces planteamientos económicos en sintonía. Realmente Daniel a veces me ha hecho una crítica que me ha desmontado medio artículo, y lejos de atrincherarme en razonamientos probablemente erróneos, le agradecí públicamente su contribución a mejorar mis puntos de vista. Pero de la misma manera, con espíritu siempre constructivo, en este caso discrepo con el, lo cual ocurre además en un tema en el que me sentía con especial responsabilidad de contestar, debido a que, como les decía, hasta donde tengo conocimiento, un servidor fue el primero que puso la idea en cuestión sobre la mesa.

Y además aprovecho para recordarles aquello de que «cuando dos piensan siempre igual es que hay uno que no piensa». Aunque siempre habrá gente que discrepe, personalmente yo sólo puedo decir que Daniel Lacalle a mí me ha demostrado ser una mente libre con ideas propias, y sé que él a su vez valorará igualmente este artículo como una modesta muestra de que otros analistas también tenemos juicio propio, y de que no tiene por qué coincidir necesariamente con el suyo. Aquí estamos haciendo un mero (y productivo) ejercicio de razonamiento socioeconómico conjunto.

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Muchos sacarán como conclusión de este artículo que hay profundas discrepancias en este tema que nos separan al señor Lacalle y a mí: siento decirles que no nos conocen a ninguno de los dos. Lejos de separamos, este tipo de contraargumentaciones nos unen en respeto mutuo y en alumbrar nuevas tesis más depuradas por ambas partes que las respectivas iniciales, que es precisamente el resultado que espero de este debate público. No dudo de que Daniel tiene razonamientos de peso para contraargumentar de nuevo, y si lo hace, o bien contribuirá a que la teoría de los impuestos a los robots sea mejorada, o bien conseguirá que le aplauda y directamente le dé la razón, como ya ha ocurrido en alguna ocasión anterior: en cualquiera de los dos casos, gana la comunidad económica con el progreso de ideas en un debate económico clave para el futuro de todos.

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