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Allende otra vez: En el umbral de un nuevo periodo histórico

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Allende otra vez: En el umbral de un nuevo periodo histórico

Aníbal Quijano
Opinión
16/09/2003
En los últimos treinta años, ha habido dictaduras más prolongadas y más brutales, dentro y fuera de América Latina. ¿Por qué, entonces, tantos en todo el mundo se alistan hoy a conmemorar precisamente el ominoso comienzo de esta particular historia? El que produjo el régimen de Salvador Allende no era el más radical, ni el más profundo, de los procesos de cambios históricos que tenían lugar en ese mismo momento en América Latina. ¿Por qué, entonces, concitó por sobre todos los otros la esperanzada atención de todo el mundo? ¿Y puesto que era un régimen establecido según todas las reglas de la democracia liberal y vuelto a legitimar del mismo modo, dos años después, en elecciones municipales, por qué el Estado de Estados Unidos, cuya hegemonía no era entonces contestada entre los socios del mundo imperialista, decidió, junto con sus socios chilenos, destruirlo de manera sangrienta, alegando que lo hacía nada menos que en defensa de la democracia?
Treinta años no son siempre suficientes para producir una perspectiva eficaz que desoculte los sentidos históricos de los procesos y de los sucesos ocurridos en su curso. Al cerrarse éste, sin embargo, ahora no es difícil advertir que estas no son tres décadas cualesquiera, sino el tiempo de un específico período histórico cuya singular importancia apenas comenzamos a entrever, porque las implicaciones de los cambios históricos que ha producido apenas están comenzando a desplegarse, inclusive un modo diferente de producir nuestro conocimiento de la historia. Puesto que no dispondré aquí del espacio necesario para presentar y discutir de modo sistemático las respectivas cuestiones, me restringiré a señalar y abrir las que pueden ser consideradas como decisivas.
Crisis y globalización de la contrarrevolución
Este período histórico se abrió con la más profunda y duradera de las crisis, que aún no termina, del actual patrón de poder mundialmente dominante. Y se desarrolló, hasta aquí, como un victorioso proceso contrarrevolucionario. Esta última dimensión del proceso no consiste sólo, y quizá no tanto, en la derrota y en la desintegración del «campo socialista» como rival principal del imperialismo y junto con él, inclusive de las entonces minoritarias corrientes y organizaciones antagonistas del capitalismo. Consiste también, y ante todo, en la aceleración y en la profundización abruptas de las tendencias centrales de este patrón de poder, a partir de aquellas derrotas de sus rivales y antagonistas. Eso no podía dejar de implicar, y ha implicado, la rápida intensificación de la dominación política imperialista y de la explotación capitalista del trabajo, a escala mundial.
En otros términos, este proceso ha producido la derrota social y política extremas de los dominados y explotados del mundo. Se trata, por eso, de un proceso mundial de contrarrevolución del imperialismo capitalista. Tal es el carácter básico de lo que la prensa capitalista llama «globalización». Y el Golpe de Pinochet, el 11 de setiembre de 1973, que llevó a la muerte de Salvador Allende y a la destrucción del régimen de la Unidad Popular en Chile, fue el evento mayor con el cual se inició este específico período histórico y en particular su dimensión contrarrevolucionaria(1).
El contexto histórico que produjo la crisis Lo que la prensa gringa bautizó como «stagflation», la inusitada combinación de estancamiento productivo con inflación, inédita en la historia capitalista, estalló ese mismo año de 1973, casi al mismo tiempo que la formación de la OPEP y poco después del Golpe de Pinochet. La asociación histórica entre dichos acontecimientos no es difícil de establecer.
La OPEP era una señal dramática, por la importancia del petróleo para el capitalismo, de la intensificación de la lucha mundial por la desconcentración del control del poder, recomenzada al término de la Segunda Guerra Mundial como proceso anticolonial y antiimperialista en Asia, Africa y América Latina, y que en algunos pocos casos había avanzado hacia una alguna redistribución real de dicho control (China, Cuba, o Bolivia tempranamente derrotada entre 1952 y 1964).
En América Latina en particular, ambas dimensiones de ese conflicto aparecieron asociadas. Los «nacionalistas» y los «socialistas» se daban la mano, pues tenían un interés común: el control del Estado.
De un lado, las luchas guerrilleras que después de Cuba se extendieron a Colombia, Venezuela, Argentina, Uruguay, Bolivia, pugnaban por una redistribución del control del poder. Y los propios trabajadores, de manera mucho más profunda y radical en el caso de la Asamblea Popular de Bolivia, víctima de un Golpe Militar un año antes que el de Pinochet. De otro lado, las corrientes «modernizadoras» y «desarrollistas» de las capas medias y de algunas fracciones burguesas, pugnaban también por lograr alguna desconcentración del control del poder, como en los casos de la Democracia Cristiana, sobre todo en Chile y Venezuela, y del militarismo reformista y nacionalista, como en los casos de Velasco Alvarado, Rodríguez Lara, Juan José Torres, Torrijos, en Perú, Ecuador, Bolivia, Panamá, respectivamente, todos empeñados en prevenir procesos revolucionarios. Simultáneamente, los trabajadores explotados de todo el mundo, y en particular en el «Centro» del universo capitalista, no sólo continuaban sino extendían y profundizaban sus propias luchas por negociar mejor las condiciones y los límites de la explotación y, en primer lugar por aumentar salarios y mejorar sus condiciones de trabajo. De ese modo, la disputa mundial se desarrollaba en dos canales y en dos niveles simultáneos. De una parte, entre los grupos burgueses del mundo, por la desconcentración o la redistribución del control del capital y del plusvalor entre grupos burgueses de desigual acceso al control del poder capitalista.
Mientras de otro lado las luchas de los trabajadores de todo el mundo ponían en cuestión la distribución del plusvalor entre la burguesía y los explotados, a escala mundial, pero en especial en el «centro» del capitalismo. La creciente agudización de esos dos tipos y niveles del conflicto social y político mundial – que ya había comenzado a generar sus efectos desde 1969 con la decisión norteamericana de anular los acuerdos de Breton Woods sobre la relación dólar-oro y con la creciente extensión de la inflación mundial, que llegaba ya al doble dígito en Estados Unidos por primera vez en su historia – desembocó a fines de 1973 en la brusca caída mundial de la tasa de ganancia y, con ella, en el también abrupto estancamiento de la producción, mientras continuaba creciendo la inflación.
La magnitud y la profundidad de la crisis en la estructura de acumulación capitalista, de un lado aterró a los grupos capitalistas que ocupaban el «Centro» del control mundial del patrón de poder, esto es, a los principales grupos imperialistas. Pero del otro lado, sin duda generó en sus rivales del «socialismo real» la ilusión de avanzar en la disputa por la hegemonía mundial, y entre las corrientes y organizaciones anticapitalistas, la ilusión de que, por fin, estaba cerca la revolución socialista como efectiva liberación del poder. Para tales corrientes, la liberación del trabajo era, con seguridad, la cuestión predominante, seguida de la «liberación nacional». Pero si se recuerda bien, los movimientos de liberación femenina, los movimientos antirracistas, antihomofóbicos, los movimientos de jóvenes, estaban ya en pleno desarrollo. Y el propio patrón eurocéntrico de producción y de control del conocimiento estaba ya en cuestión. Al estallar la «stagflation», todo ese contexto entró en combustión. Era, de ese modo, un momento de genuina crisis del poder, en todas sus dimensiones. ¿Por qué esta crisis se desarrolló y, aunque parcial y temporalmente, se resolvió como una victoriosa contrarrevolución capitalista global? Pinochet y el comienzo de la contrarrevolución Se puede entender ahora que la decisión del Estado de Estados Unidos, entonces bajo la conducción de Nixon y Kissinger, primero de impedir la elección de Allende y después de destruir a cualquier costo el régimen de la Unidad Popular, que él presidía, no fue sólo, ni principalmente, el resultado de la presión de las empresas estadounidenses afectadas por la política de nacionalizaciones, ni de las disputas hegemónicas con la entonces Unión Soviética en la llamada «Guerra Fría», aunque, sin duda, esos elementos no dejaron de estar en juego.
Tras las derrotas en Vietnam y en Argelia, que continuaban las ocurridas antes en China y Corea del Norte, para la coalición imperialista y su Estado hegemónico, la revuelta nacionalista y socialista latinoamericana, en el momento mismo en que se hacían explícitas dificultades crecientes en la estructura mundial de acumulación, no podía ser tolerada. Y muy en especial, un régimen como el de Allende, que era nada menos que el resultado del desarrollo de un movimiento político- social que había logrado, después de varios intentos, usar con éxito las propias reglas de juego de la democracia liberal, para establecer el control de los representantes políticos de los trabajadores y de las capas medias asociadas, sobre el Estado. Y que precisamente por eso era mundialmente acogido por los trabajadores y socialistas de todo el mundo, como una genuina alternativa al «socialismo real».
El genio malvado de Kissinger, en ese preciso momento en la atalaya principal de la fortaleza imperialista, no podía no percibir las señales de la crisis mundial que llegaba, cuando muchos de los observadores del mundo ya estaban discutiendo sobre ella, ni los riesgos de la propuesta allendista para el poder capitalista mundial y en primer término para la hegemonía de Estados Unidos (2). Otra cuestión histórica debe ser aquí abierta de nuevo, aunque no sea esta la ocasión de una más detenida indagación. Estados Unidos es un caso excepcional en la historia, pues la historia de su desarrollo nacional está estructuralmente asociada a la de su constitución como sede imperial regional, primero, y a su consolidación como sede imperial mundial después.
Las etapas son, en general, conocidas. La conquista de las tierras de los «indios» y el virtual exterminio de éstos; la imposición de su dominio en el Caribe; la conquista de la mitad norte de México; la guerra con el moribundo imperio colonial español y la conquista de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, que propulsó a Estados Unidos a la categoría de poder imperial mundial; su intervención política al final de la Primera Guerra Mundial, ya como actor decisivo, imponiendo el wilsonismo como la ideología principal de esa postguerra; su intervención militar masiva en la Segunda Guerra Mundial y su definitiva entronización como el Estado Hegemónico del imperialismo capitalista frente al «campo socialista». Y, finalmente, tras la desintegración de éste y después de la Guerra del Golfo, como el Estado Hegemónico del Bloque Imperial Global (3).
Lo que de todo ello se desprende es que ninguna explicación de la decisión de tal Estado norteamericano de destruir a cualquier costo el régimen de Allende y de la Unidad Popular, puede ser completa sin insertarla en ese específico patrón histórico de la historia nacional, imperial y hegemónica de Estados Unidos. Porque desde esa perspectiva, para el Estado y la burguesía yanquis, Allende y la Unidad Popular no implicaban solamente los específicos problemas de la guerra fría o los riesgos de un proceso que levantaba simpatías mundiales por trabajar un camino socialista no estaliniano. Tales elementos, por ocurrir precisamente en ese contexto, ponían en cuestión de más dramática forma uno de los fundamentos centrales, una de las condiciones decisivas del patrón histórico mismo del desarrollo nacional-imperial de Estados Unidos: el dominio imperialista sobre América Latina.
Históricamente, el Estado yanqui reaccionó siempre con violencia, directa e indirecta, en todos los casos en que pudiera estar en juego su hegemonía imperial en América Latina. No se podría explicar de otro modo la recurrente intervención de Estados Unidos, ya desde fines del siglo XVIII en el Caribe y en Centro América, en especial en Nicaragua, y en toda América Latina desde los primeros años del siglo XX, comenzando con su intervención en la derrota de la revolución latinoamericana entre 1925-1935 (4).
Sin duda, el nuevo carácter revolucionario de los procesos de Bolivia o de Chile, al comenzar la década de 1970, en el contexto de la disputa hegemónica y de la crisis mundial que se iniciaba, exacerbó esa tendencia constitutiva de la historia de las relaciones entre el Estado Hegemónico del capitalismo imperialista y América Latina.
El Estado de Estados Unidos no retrocedió ante nada para mantener y ampliar esa dominación. Incluso, si se fue convirtiendo, como Chomsky afirma, en el principal estado terrorista del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, esa trayectoria fue ejercida y desarrollada, en primer término en América Latina. La derrota y desintegración del socialismo del periodo Empero, nada de eso es suficiente para explicar la derrota de los dos procesos más importantes para los trabajadores latinoamericanos en ese período: la Asamblea Popular Boliviana, en 1972, y la Unidad Popular, presidida por Allende, en 1973. Aquí sólo anotaré dos cuestiones. Primero, el que ambos, cada cual a su propio modo, fueran procesos que proponían opciones distintas al despotismo burocrático bautizado por el estalinismo como «socialismo real» y que esa fuera, precisamente, la razón de la atención esperanzada de los socialistas de todo el mundo. Esa es una indicación eficaz del descrédito del estalinismo, sobre todo después de la derrota de la ola revolucionaria de 1968 en todo el mundo y, muy especialmente, tras la invasión rusa a Checoeslovaquia, en 1969, para derrotar el intento democratizador del régimen de Dubcek. Pero no menos también de la profunda y decisiva crisis del pensamiento socialista dominado por la perspectiva eurocéntrica de conocimiento, en el marco de la colonialidad del poder imperante. Y, por supuesto, de la política de lo que entonces se admitía como la versión dominante del socialismo, en particular en el denominado «campo socialista», y que se resolvería durante este preciso período con la desintegración de dicho «campo».
Este ya estaba comenzando el curso que lo llevaría a su rápida desintegración en la siguiente década, culminando con la súbita implosión de la Unión Soviética. Tal implosión mostró, además, que su Estado y su Partido de Estado estaban ya bajo la dirección de quienes inmediatamente después aparecieron como agentes de la neoliberalización capitalista en todos sus países. Desde esta perspectiva, ahora no es, quizá, muy difícil entender porqué la Unión Soviética no estuvo interesada en apoyar ninguno de esos procesos. No es inútil recordar que una semana antes del Golpe de Banzer en Bolivia, cuando virtualmente todos en ese país sabían que ese Golpe estaba próximo, el embajador de EEUU, acusado de ser hombre de la CIA y uno de los organizadores del Golpe de Banzer, y el de la URSS, salieron del país el mismo día, de vacaciones. Y que poco después, la Unión Soviética otorgó a Banzer un crédito que había negado al gobierno de Torres- Asamblea Popular. Y el gobierno de Allende no consiguió tampoco ayuda financiera o técnica alguna desde el «campo socialista».
Ninguno de aquellos procesos, ni el de Bolivia, ni el de Chile, pudieron contar con la ayuda del «campo socialista», exactamente cuando el «campo imperialista» volcaba todo su poder material y político a la destrucción y derrota de la revolución socialista latinoamericana. Los de Bolivia resistieron abiertamente con las armas en la mano y fueron vencidos. Los de Chile, no obstante que la amplitud y la profundidad crecientes de la distribución de acceso al control del trabajo, de los recursos y de los productos a favor de los trabajadores, empujaban a un enfrentamiento violento de los dominadores, rehusaron en realidad preparar la defensa del proceso.
El Allendismo mostró, así, que era posible comenzar la redistribución del poder según las propias reglas de la democracia liberal. Pero también hizo claro que sin una consistente preparación material y política para defenderlo, un proceso tal no puede continuar exitosamente. Todavía hay otra cuestión que no puede ser eludida, pero que no será discutida aquí. Mientras toda la ideología formal de los revolucionarios socialistas de todo el mundo cantaba al internacionalismo, el hecho obvio es que los procesos revolucionarios de Bolivia y Chile no sólo emergieron separados, sino, sobre todo, que no produjeron, ni lo intentaron siquiera en realidad, formas de coordinación, de asistencia y de apoyo recíproco, no obstante su contiguidad territorial, precisamente cuanto más les era necesario. Por lo demás, el proceso que produjo la Asamblea Popular boliviana era, sin duda, el mas radical y el más profundo de los procesos revolucionarios de ese momento en América Latina. Pero no atrajo la atención, ni la simpatía debidas, de parte del movimiento socialista mundial, ni antes, ni después de la derrota, en la escala del proceso chileno. La colonialidad del poder en América Latina es parte necesaria de esos desencuentros (5).
Allende otra vez: de la resistencia mundial a la revolución Durante estos treinta años, dos procesos han dominado el capitalismo, sobre todo después de la desintegración del «campo socialista». Ambos consisten en la aceleración y en la profundización de las tendencias centrales del capitalismo. De una parte, la reconcentración del control político mundial en manos del Bloque Imperial mundial. Este proceso se ha acelerado bruscamente después del otro 11 de septiembre, el del 2001 y amenaza con la recolonización imperialista del mundo. Y de la otra, la creciente y extrema polarización social de la población mundial entre un 80% que no tiene acceso sino al 18% del producto mundial, y un 20 % que tiene el control de más del 80% del producto mundial.
Su desarrollo amenaza con una catástrofe demográfico-social sin precedentes en la historia conocida, que ya ha comenzado a operar en parte de Africa, Asia, América Latina. La exacerbación de ambos procesos comenzó con el Golpe Militar de Pinochet y Chile fue el primer escenario de la neoliberalización del capitalismo.
El siglo XXI comenzó con el Foro Social Mundial de Porto Alegre, de un lado, y, del otro, con la recesión mundial aún en curso. Casi una década de continuada resistencia a la profundización de las tendencias centrales del capitalismo, ha logrado avanzar hasta abrir de nuevo, mundialmente también, la cuestión de la revolución como destrucción del actual patrón de poder. Esa es la cuestión central del debate que ya ha comenzado. Estamos, por lo tanto, en el umbral de un nuevo período histórico. Por eso, en la conmemoración mundial del infausto 11 de Septiembre de 1973, es Allende el que vuelve, no Pinochet.
*. Una versión abreviada fue publicada en IL MANIFESTO, 11 Settembre 2003, pg. 503. Roma, Italia.
1) No debe olvidarse las implicaciones estratégicas del Golpe de Suharto en Indonesia, en 1968, ni del de Brasil, en 1964. Tampoco el de Bolivia en 1972, antecedente directo del Golpe de Pinochet en Chile, en 1973. Pero no fue con ellos que se dio comienzo a la crisis y a la neoliberalización mundiales del capitalismo, con todas sus implicaciones en la agudización y la aceleración de la crisis del «socialismo realmente existente».
2) Ahora existe información suficiente acerca del debate dentro del Estado norteamericano en esos años, sobre esas cuestiones, así como sobre las principales decisiones y acciones dirigidas por Nixon-Kissinger contra el régimen de Allende y de la Unidad Popular. Para las demás regiones, véase, por ejemplo, Stephen E. Ambrose: Rise to Globalism. Penguin Books 1985. Para el caso chileno, Peter Kornbluh: The Pinochet File. A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability. New Press, 2003. New York. Y del mismo autor: Opening Up the Files. Chile Declassified. En NACLA, vol. XXXVII, No. 1, July/August 2003, pp. 25-31
3) Acerca de este concepto, Aníbal Quijano: Colonialidad del Poder, Globalización y Democracia. Originalmente en TENDENCIAS BASICAS DE NUESTRO TIEMPO, Instituto de Altos Estudios Internacionales «Pedro Gual», 2000. Caracas, Venezuela.
4) Este fue uno de los resultados de un estudio llevado a cabo entre 1986-1988: Estados Unidos, Reagan y Centro América. Lima 187-1988, que no llegó a la imprenta, pero que circuló entonces algo extensamente.
5) Ver de José Oruro, Bolivia: La Tragedia de las Equivocaciones. En SOCIEDAD Y POLÍTICA, No. 10, Noviembre 1980, pp. 25-42. Lima, Perú.
https://www.alainet.org/es/active/4588

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