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De cómo los Chicago Boys rompieron Chile

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Los conservadores presentan a Chile como un ejemplo exitoso del modo en que el neoliberalismo revirtió un imprudente ensayo socialista. Pero esto encubre los horribles crímenes de Augusto Pinochet y la precariedad que sus políticas normalizaron.

JACOBIN 31.05.23

Tim Brinkhof

IMAGEN: El economista Milton Friedman posa en el balcón de su casa durante una sesión de retratos en San Francisco, California, en 1986. (George Rose / Getty Images)

A finales de los 90 y principios de los 2000, los economistas chilenos Sergio de Castro y Ernesto Fontaine viajaron por el mundo explicando cómo sus políticas económicas neoliberales ayudaron a escribir lo que a menudo se describe como una de las mayores historias de éxito de la política sudamericana. La historia es la siguiente.

Tras el inicio de la Guerra Fría, el gobierno estadounidense facilitó una asociación entre la Universidad de Chicago y la Pontificia Universidad Católica de Chile en Santiago. Al exponer a estudiantes como Fontaine y De Castro a la visión del mundo favorable al mercado del renombrado profesorado de Chicago —incluidos Milton Friedman y Arnold Harberger— Washington esperaba conducir a Chile desde el comunismo hacia el capitalismo.

Esta asociación llegó en un momento oportuno para ambas partes. Mientras la primera generación de los «Chicago Boys» —como se conoció a los chilenos que visitaron Hyde Park— adaptaba el plan de estudios de la Católica al modelo estadounidense, la economía chilena se desmoronaba.

Un cóctel de controles de precios, nacionalizaciones e impresión de moneda servido por el presidente socialista Salvador Allende se tradujo en una caída de los salarios del 35% y una tasa de inflación del 700%, cifras que obligaron al general Augusto Pinochet a dar un inesperado pero exitoso golpe de Estado.

Reclutados por la junta militar recién formada, los Chicago Boys recibieron el encargo de deshacer el daño causado por Allende. Aplicando lo que habían aprendido en el extranjero, liberaron los precios y los tipos de interés, reprivatizaron las empresas estatales, desregularon el sistema bancario y redujeron los aranceles de importación.

Los resultados, dicen, hablan por sí solos. Con contratiempos, Chile salió del experimento como la nación más rica de toda Sudamérica. Auténtico «tigre latinoamericano», tenía el PIB per cápita más alto, así como la tasa de pobreza más baja, por no mencionar los mejores indicadores de salud, educación y esperanza de vida.

Las acusaciones de que el crecimiento económico de Chile se basa en un «pecado original», en el respaldo de una dictadura que ejecutó a unas 2279 personas en solo diecisiete años, que fusiló a los líderes de la oposición y arrojó sus cadáveres al océano Pacífico, no reconocen que las amplias y drásticas reformas de los Chicago Boys no podrían haberse aplicado en una sociedad libre. Independientemente de su origen, su sistema neoliberal resultó tan eficaz que los estadistas elegidos democráticamente que sucedieron a Pinochet no solo lo mantuvieron, sino que lo ampliaron.

«Nuestros Chicago Boys», dijo George Shultz, exsecretario de Estado y decano de la Booth School of Business de la UChicago en una entrevista de 2020, «produjeron la única economía realmente buena de América Latina en la década de 1980; fue sensacional».

Esta historia de éxito, que lleva décadas gestándose, dio un giro inesperado en 2019, cuando las violentas manifestaciones desencadenadas por un aumento de 30 pesos (0,40 dólares) en la tarifa del metro de Santiago exigieron el fin del abuso corporativo, la escolarización con fines de lucro y las bajas pensiones, problemas que los manifestantes, a través de consignas y grafitis, remontaron al neoliberalismo y a los Chicago Boys.

Las masivas protestas sorprendieron a muchos políticos y empresarios, que se preguntaban cómo podían surgir disturbios civiles en un país que, según las mediciones tradicionales, había experimentado un crecimiento económico tan extraordinario durante un periodo de tiempo tan prolongado. Corrían rumores sobre agitadores enviados por Cuba y Venezuela.

Sebastián Edwards, economista chileno que visitó Santiago durante las manifestaciones de 2019, buscó respuestas en otros lugares. Su libro The Chile Project: The Story of the Chicago Boys and the Downfall of Neoliberalism sostiene que los acomodados de Chile han ignorado durante mucho tiempo las advertencias de que su prosperidad se construyó no solo sobre el pecado, sino sobre «un polvorín social».

Edwards estudió en la Universidad de Chile, que rechazó la asociación que UChicago extendió a Católica. Activista estudiantil afiliado al Partido Socialista de Chile de Allende, emigró a Estados Unidos tras la llegada de Pinochet al poder. Aunque entabló amistad con Harberger en la UChicago, nunca se le consideró miembro de los Chicago Boys.The Chile Project sigue a los Chicago Boys desde su formación en Hyde Park hasta su empleo en el gobierno chileno. Las enseñanzas de Harberger, Friedman, Gary Becker y Theodore Schultz les inculcaron una dedicación a las economías abiertas y en gran medida no reguladas. En lugar de reducir la desigualdad, se les enseñó a aliviar la pobreza extrema con programas sociales. Lo primero, según el Chicago Boy Rolf Lüders, jefe del conglomerado Grupo Banco Hipotecario de Chile, era simplemente «un problema de envidia».

Los Chicago Boys entraron en la esfera política cuando De Castro, su miembro más veterano, fue nombrado asesor del ministro de Economía Rodolfo González tras el golpe de Pinochet en 1973. De Castro presentó un plan de desarrollo redactado por él y sus compañeros. Apodado El Ladrillo por su tamaño, su lenguaje era el de la liberalización del comercio y la planificación descentralizada.

En retrospectiva, a Edwards no le impresiona el desarrollo económico supuestamente sin precedentes que tuvo lugar bajo la dictadura, una época en la que los beneficios de un PIB creciente se vieron mitigados por el desempleo y la inflación, y el descenso de la pobreza se vio contrarrestado por un aumento de la igualdad. Una gran parte de The Chile Project está dedicada a reconocer los errores y sacrificios cometidos durante este periodo, que a menudo se pasan por alto.

Por ejemplo, en 1975, la persistente inflación —350% anual— obligó a Pinochet a aceptar el consejo de Milton Friedman de aplicar un «tratamiento de shock» que reestabilizara los precios a costa de aumentar (temporalmente) el desempleo. El repunte, que en un principio Milton creyó que duraría un par de meses, se prolongó hasta mediados de los 80.

Por la misma época, el gobierno chileno permitió que los tipos de interés, que Allende había mantenido bajos, subieran, lo que llevó a los bancos a pedir préstamos internacionales. Mientras los Chicago Boys pensaban que los déficits resultantes revitalizarían la economía, muchas instituciones financieras —recién reprivatizadas— tuvieron que ser rescatadas a costa del contribuyente.

Lejos de salvar a Chile, la cosmovisión neoliberal de los Chicago Boys tuvo que modificarse para evitar la crisis financiera. Mientras que los «dogmáticos» de la generación anterior, como De Castro, insistían en un tipo de cambio fijo, los pragmáticos o «flexibles» de la generación más joven, como José Piñera y Juan Andrés Fontaine, se decantaron por tipos flotantes que, aunque chocaban con su formación en la Universidad de Chicago, acabaron ayudando a la economía chilena a volver a la senda correcta.

En 1988, después de que el 56% de los chilenos votara en contra de la continuación del régimen de Pinochet, se celebraron elecciones a la presidencia y al Congreso. En los capítulos dedicados a la transición de la dictadura a la democracia, Edwards cuestiona la idea de que los dirigentes posteriores abrazaron incondicionalmente el sistema neoliberal que heredaron.

Algunos elementos de este sistema se conservaron. En respuesta a la crisis financiera rusa de 1998, Eduardo Aninat, ministro de Hacienda del demócrata cristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle, abrió el país a los movimientos internacionales de capital, enviándolo a «un mundo tipo Milton Friedman» en el que el valor de la moneda venía determinado por la oferta y la demanda sin intervención gubernamental.

Otros elementos fueron descartados. Tras el derrocamiento de Pinochet, el presidente Patricio Aylwin modificó el Plan Laboral, una ley laboral de 1979 elaborada por el Chicago Boy José Piñera que regulaba y reducía en gran medida el poder histórico de los sindicatos de trabajadores, impidiéndoles negociar a nivel industrial y nacional, al tiempo que permitía a las empresas imponer cierres patronales y despedir empleados.

Edwards identifica una serie de fuentes para la agitación civil que alcanzó un punto de ebullición en 2019, una de las cuales es la educación superior. Descentralizadas y reprivatizadas por los Chicago Boys, las universidades chilenas dejaron a muchos graduados desempleados y endeudados. «Decenas de hombres y mujeres jóvenes», escribe Edwards,

se sintieron engañados y empezaron a cuestionar un sistema que les había prometido a ellos y a sus familias que si trabajaban duro y se educaban —es decir, si acumulaban «capital humano»— podrían salir adelante y ascender decisivamente a las cómodas filas de las clases profesionales y directivas.

Otra fuente de malestar es la falta de movilidad ascendente en Chile, especialmente entre las minorías raciales. Edwards menciona cómo Harberger, durante una visita en 1955 a un club de caballeros chileno, se encontró con risas incrédulas cuando preguntó cuántos de sus miembros eran hijos de inquilinos, trabajadores agrícolas al servicio de los terratenientes. Cuando Harberger hizo la misma pregunta después del cambio de siglo, se encontró con la misma respuesta.

Las familias chilenas que lograban salir de la pobreza vivían con el temor constante de volver a caer en ella. La incipiente clase media del país, situada justo por encima del umbral de la pobreza, era tan vasta como frágil. Al no poder acogerse a programas sociales específicos, la más mínima desgracia —una enfermedad o un accidente— podía acabar con el progreso que tanto les había costado conseguir.

Todos estos miedos, inseguridades y frustraciones se fusionaron en lo que Edwards y otros comentaristas denominan malestar. El malestar chileno, que se viene gestando desde al menos principios de la década de 2000, no solo tiene que ver con la distribución de los ingresos, sino también con las emociones asociadas a ella. Se trata de la relación entre los obreros y las élites, de la vergüenza y la humillación que el capitalismo asocia a la pobreza. Por esta razón, el concepto de dignidad desempeñó un papel destacado durante las manifestaciones de 2019.

Esas manifestaciones resultaron tan persistentes que el gobierno chileno resolvió cambiar fundamentalmente el contrato social del país. Se convocó una convención para redactar una nueva constitución que sustituyera a la instaurada bajo el régimen de Pinochet. Retrasada hasta 2021 por la pandemia de coronavirus, la convención —dirigida por el actual presidente de Chile, Gabriel Boric, e integrada en gran parte por personas ajenas a la política— elaboró un borrador que, de ser aprobado, habría sustituido la infraestructura neoliberal defendida por los Chicago Boys por un orden socialdemócrata como los que se encuentran en Escandinavia y el noroeste de Europa.

Aunque este documento fue rechazado, el apoyo necesario para incluirlo en el orden del día sigue siendo indicativo de lo profunda que es en Chile la oposición al «milagro neoliberal» de los Chicago Boys.

Ahora, una nueva convención ha empezado a trabajar en un segundo borrador. Esta convención, dominada por la derecha tradicional y los políticos de extrema derecha, guiada por constitucionalistas conservadores, economistas, abogados y otros tecnócratas, está preparada para producir una carta mucho menos progresista y seguramente mucho más regresiva para el país. Aunque existe un apoyo masivo para cerrar la página de la era Pinochet, la izquierda chilena carece actualmente de la unidad y la coordinación necesarias para oponerse a la derecha con la misma eficacia con que la derecha se ha opuesto a ella.

TIM BRINKHOF

Periodista holandés, estudió literatura comparada en la Universidad de Nueva York. Ha escrito para VultureJSTOR Daily y New Lines.

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