por Felipe Portales
Se ha convertido en un error muy frecuente en Chile creer que una nueva Constitución puede generar cambios políticos profundos, cuando la experiencia histórica –nacional y mundial- nos demuestra inequívocamente lo contrario. Esto es, que los cambios políticos profundos son los que se reflejan posteriormente –y se consolidan- en nuevas Constituciones.
Así, en nuestro país la Constitución de 1833 que estipuló un orden autoritario-conservador fue posterior a la batalla de Lircay, en que los “pelucones” derrotaron a los “pipiolos”. Así también, la Constitución de 1925 fue precedida por un movimiento de clases medias y sectores oligárquicos que derrotó -con el apoyo de la oficialidad joven del Ejército- el viejo orden parlamentarista-oligárquico. Es más, cuando surgieron en la propia convención de 120 personas designadas por Alessandri, voces disidentes al texto autoritario- presidencialista elaborado por aquel y por otras 14 personas -también designadas por el caudillo- se levantó la voz amenazante del comandante en jefe del Ejército, Mariano Navarrete, que obligó rápidamente al conjunto de la convención a someterse al texto de nueva Constitución (ver Navarrete.- Mi actuación en las Revoluciones de 1924 y 1925; Centro de Estudios Bicentenario, Santiago, 2004; p. 305), texto que fue ratificado luego en un plebiscito en el que votaron menos de la mitad de los inscritos y en que se sufragó con votos ¡de colores distintos para el Apruebo o Rechazo! Es decir, con voto público… Y para qué hablamos de la Constitución del 80, impuesta por la dictadura.
Lo mismo podemos decir de dos transformaciones de regímenes políticos que no se plasmaron en Constituciones propiamente tales. La primera, el establecimiento de un régimen parlamentarista oligárquico, el cual fue precedido de la victoria de sus partidarios en la guerra civil de 1891, ¡y que no tuvieron necesidad de cambiar una coma de la Constitución de 1833! Simplemente la reinterpretaron… Y el otro fue la aprobación de un sistema político efectivamente democrático con el establecimiento de la cédula única electoral y la derogación de la Ley de Defensa de la Democracia en 1958. Este fue precedido por la total decadencia de la “democracia” restringida y represiva instalada en 1925 y la decisión del conjunto de la centroizquierda chilena de ponerle fin a través del “Bloque de Saneamiento Democrático”. Y si bien no se consagró en una nueva Constitución, estableció un régimen democrático que permitió reformas sociales profundas bajo los gobiernos de Frei y de Allende.
En cambio, el “proceso constituyente” iniciado por el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 fue, en definitiva, un hábil intento de la derecha y la ex Concertación de neutralizar la fuerte pero inorgánica revuelta o estallido social de octubre de ese año y de continuar rigiendo a Chile en base al consenso entre ambos. En efecto, desde 1989 –en que la Concertación le regaló solapadamente la futura mayoría parlamentaria a la derecha (a través de la Reforma de la Constitución del 80 concordada ese año entre ellos)- se estableció un orden político-social en que todo cambio del modelo heredado de la dictadura tenía que ser necesariamente concordado entre ellos.
Esto, de acuerdo a lo reconocido por Edgardo Boeninger en 1997 (Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello) se debió a la “convergencia” del liderazgo de la Concertación con el pensamiento económico de la derecha producida a fines de los 80, “convergencia que políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones de reconocer” (p. 369). Ello explica procesos cruciales efectuados por los sucesivos gobiernos concertacionistas y que entraron en creciente contradicción con su proclamado discurso de centroizquierda: La continuación del proceso de privatizaciones de grandes empresas y de servicios públicos a grupos económicos nacionales o extranjeros; la mantención del conjunto de las “modernizaciones” económico-sociales impuestas por la dictadura (AFP, Plan Laboral, Isapres, ley minera, universidades privadas, etc.); el virtual exterminio progresivo de todos los medios escritos de centro-izquierda a través de la discriminación sistemática del avisaje estatal; la idea de consolidar la impunidad del conjunto de las graves violaciones de derechos humanos de la dictadura, con excepción del caso de Orlando Letelier que lo exigía Estados Unidos (ver ibid.; p. 400); y la entusiasta asunción como propia de la Constitución del 80 luego de algunas modificaciones concordadas con la derecha en 2005, y que se tradujo en la sustitución en ella de la firma de Pinochet y de los demás comandantes en jefes, por las de Lagos y todos sus ministros.
Y, discretamente, los líderes concertacionistas fueron revelando a veces su total derechización como, por ejemplo, Alejandro Foxley (ministro de Hacienda de Aylwin, canciller de Bachelet y presidente y senador del PDC) cuando señaló que “Pinochet realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización (…) Hay que reconocer su capacidad visionaria (…) de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etcétera. Esa es una contribución histórica que va perdurar por muchas décadas en Chile (…) Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar. Su drama personal es que, por las crueldades que se cometieron en materia de derechos humanos en ese período, esa contribución a la historia ha estado permanentemente ensombrecida” (Cosas; 5-5-2000).
El diseño y la aplicación del acuerdo del 15 de noviembre se insertaron, pues, en la misma lógica de los “30 años”, de mantener las condiciones institucionales que “obligaron” a las dos grandes coaliciones del período (ex Concertación y derecha propiamente tal) a consensuar todo cambio de la sociedad heredada de la dictadura; y a buscar subordinar a las demás fuerzas políticas a ese esquema, lo que lograron con las incorporaciones a dicho acuerdo del Frente Amplio y, más tarde, del PC. Por ello, se estipuló en aquel un remedo de asamblea constituyente (“Convención Constitucional”) que no fue tal, en la medida que el Congreso actual (poder constituido) le fijó márgenes acotados (“bordes”) para el contenido de sus disposiciones; siendo el más relevante la imposibilidad de no ceñirse a los tratados de libre comercio suscritos en los 30 años anteriores y que impiden la fijación de políticas económicas nacionales que puedan afectar los intereses de los inversionistas extranjeros.
Peor aún, tal acuerdo impidió que la Convención pudiese aprobar democráticamente (por mayoría) un nuevo texto constitucional, al estipular para ella el antidemocrático quórum de dos tercios, el cual le concedió al minoritario tercio la posibilidad de bloquear toda disposición que no le gustase. Obviamente, el sentido de ello fue mantener el país de acuerdo a las orientaciones del bloque consensual de los 30 años. Y, en concreto, depositar las “culpas” de ello en la derecha tradicional (¡que había obtenido desde 1990 –con o sin sistema electoral binominal- claramente más de un tercio del Congreso!), para así “salvar” la imagen centro-izquierdista de los partidos de la ex Concertación.
Sin embargo, el sorprendente mal resultado de las elecciones de convencionales de mayo de 2021 no le permitió a la derecha tradicional lograr el previsible tercio. Y pese a que lo obtuvo en conjunto con los partidos de la ex Concertación, la mantención de una imagen centroizquierdista obligó a estos convencionales (abrumadoramente “socialistas”) a plegarse a disposiciones mucho más progresistas que las que hubiesen acordado con la derecha. Por ello, para mantener incólume el poder futuro de la derecha más tradicional la mayoría de la Convención aprobó algo inédito en un proceso constituyente mundial: Que si ganaba el Apruebo en el plebiscito ratificatorio del texto de nueva Constitución, el Congreso que aprobase la concreción legislativa de dicho texto fuese ¡el de la Constituciónya fenecida (el actual)!, ya que en éste la derecha tradicional posee el 50% del Senado, gracias al también sorprendente resultado obtenida por ella en las elecciones parlamentarias de noviembre pasado. Es decir, que en caso que hubiese ganado el Apruebo, ninguna disposición que no contase con su aprobación habría podido adquirir vigencia…
Por tanto, cualquier resultado del plebiscito no alteraba significativamente el futuro del país. En ambos casos, el “bloque consensual” de los 30 años hubiese podido seguir manteniendo el “modelo chileno” conmocionado con la revuelta o estallido social de octubre de 2019. Por cierto que para las derechas -tradicional y concertacionista- que apoyaron el Rechazo (o que “apoyaron” el “Apruebo con Reformas”) será mucho más cómodo efectuar una negociación destinada a mantener los elementos esenciales del modelo partiendo con el texto actual, que hacerlo en base a un nuevo texto que -sobre todo en los derechos sociales- habría podido amenazar a instituciones centrales del modelo económico-social vigente. De allí se entiende que la derecha haya utilizado a fondo sus medios de comunicación hegemónicos (posición obtenida, como vimos, gracias al exterminio de la prensa de centro- izquierda efectuada por los gobiernos de la Concertación) para asustar con eficacia a la generalidad de la población con un eventual triunfo del “Apruebo”. Y que la aplastante derrota de este último haya provocado tanta desilusiónen sectores de la población que ni siquiera estaban (¡ni están!) enterados del solapado nuevo regalo de la mayoría parlamentaria efectuado recientemente -como revival de 1989- por la “centro-izquierda” a la derecha…
De este modo, se ha asegurado que el régimen existente se mantendrá inalterado con una negociación constitucional con “bordes” que garanticen mucho más que la Convención la conservación fundamental del “modelo chileno”. Ya sin “listas del pueblo” o independientes que puedan hacer peligrarlo. Además, el gobierno de Boric ha culminado su proceso de derechización al colocar en cargos políticos claves a destacadas figuras del laguismo y del bacheletismo; complementando a quienes desde el comienzo entregó su conducción económica.