Con lo justo
Tras una dura campaña, el candidato de Perú Libre logró una ventaja en votos de apenas unas décimas porcentuales sobre Keiko Fujimori. La hija del exdictador está empeñada, sin embargo, en recorrer la senda poselectoral que en otras latitudes trazara Donald Trump.
Sengo Pérez, desde Lima
Brecha, 11-6-2021
La realidad peruana no le da espacio a la sensatez. Podría ser un buen tema para novela de Mario Vargas Llosa, si no fuera porque él mismo es parte de ella. Y muy bien parado no sale en el capítulo que hoy protagoniza. El nobel entró en campaña el 18 de abril, cuando declaró su apoyo a lo que más odiaba: el fujimorismo. Su temor al cambio fue más fuerte que su rechazo a la corrupción y al autoritarismo que encarna Keiko Fujimori. El 31 de mayo, en un acto realizado en la ciudad natal del escritor, Arequipa, la hija de Alberto Fujimori realizó un juramento por la democracia tan despreciada por su padre. «Este es mi juramento, les pido su apoyo y compañía para cumplirlo. Reconozco que en el pasado reciente mi partido y yo no estuvimos a la altura de las circunstancias, pero los errores cometidos, la injusta prisión que he vivido, me han dejado una profunda lección; es por eso que, sin ninguna excusa, hoy pido perdón», dijo Keiko tras firmar el documento.
Y en pantalla gigante, desde España, Mario Vargas Llosa aseguró a los presentes que era sincero ese voto por el que Fujimori hija se comprometía a respetar la Constitución, abandonar el cargo a los cinco años de asumirlo, respetar la crítica de la prensa y el Poder Judicial, y no indultar a Vladimiro Montesinos (algo que debía estar sobreentendido: el excolaborador de su padre purga más de 40 condenas en una cárcel de máxima seguridad por delitos que van desde la desaparición forzada hasta el narcotráfico).
«Keiko Fujimori representa la libertad y el progreso, y el señor Castillo, la dictadura», enfatizó el escritor, en un acto en el que también participó como una especie de garante el líder opositor venezolano Leopoldo López. El jueves 3 de junio, en el acto de cierre de campaña del partido de Keiko, Fuerza Popular, la candidata recibió un apretado abrazo del hijo de Mario, Álvaro Vargas Llosa. La consigna que repetían y que zanjó todas las diferencias anteriores entre los Vargas Llosa y los Fujimori: «Salvar a Perú del comunismo».
Los Vargas Llosa fueron una cuenta más de un largo rosario: una campaña de demolición contra el adversario de Keiko, Pedro Castillo, plagada de mentiras, tergiversaciones, frases sacadas de contexto y terruqueo permanente (véase «La hora del terror», Brecha, 4-VI-21). En los discursos del fujimorismo, Castillo fue vinculado al Movadef (Movimiento por la Amnistía y los Derechos Fundamentales), un movimiento ligado a la ideología de Abimael Guzmán, el líder encarcelado del hoy disuelto Sendero Luminoso, grupo armado implicado en decenas de violaciones a los derechos humanos. En estos meses se llegó, incluso, a resucitar a este grupo terrorista en el debate público, luego de una matanza ocurrida en la zona cocalera del VRAEM (valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro) que terminó con la vida de 16 personas, incluidos cuatro niños, y por la que se investiga a grupos narcos. En la escena del crimen, las autoridades dicen haber encontrado panfletos con una hoz y un martillo. Castillo y Fujimori se acusaron mutuamente de estar vinculados a lo sucedido.
El peligro rojo
«No más pobres en un país rico» fue el eslogan de campaña de Castillo, un maestro rural de 51 años, nacido en el poblado de Puña, en el departamento de Cajamarca, a 956 quilómetros de Lima. Castillo es el tercero de nueve hermanos y su padre nació en la estancia de los Herrera, poderosos terratenientes de la zona. Trabajó allí la tierra pagando alquiler hasta que, en 1969, se produjo una reforma agraria bajo el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, quien acuñó la frase «campesino, el patrón no comerá más de tu pobreza».
Los ecos de aquel lema se escucharon en la campaña de Castillo y eso puso nerviosos a muchos, quienes, con ingenuidad o sin ella, imaginaron la inminencia de expropiaciones que el candidato nunca anunció y lo vincularon a un ideario marxista-leninista que nunca ha profesado. Católico confeso, además de maestro rural, Castillo también fue rondero, esto es, miembro de los comités de autodefensa que los pobladores andinos formaron en los años ochenta y noventa para combatir la delincuencia y, posteriormente, también a Sendero Luminoso: las rondas. Su salto a la política fue en 2017, cuando lideró una huelga de maestros y profesores que duró 75 días, en reclamo, entre otras cosas, de un aumento de sueldo para el magisterio. En 2020, ante la imposibilidad de que el líder del partido Perú Libre, Vladimir Cerrón, participara como candidato –se encuentra sentenciado por corrupción–, Castillo fue invitado a encabezar las listas de esa formación.
En estas elecciones, mientras en primera vuelta se medían 18 presidenciables y los dardos de la derecha limeña se dirigían principalmente contra la candidatura de la izquierdista Verónika Mendoza, Castillo logró colarse en el balotaje, con un 19 por ciento de los votos, seis puntos por delante de Fujimori, en unos comicios en los que el 45 por ciento de los electores no votó por ningún candidato (véase «Opuestos, pero no tanto», Brecha, 16-IV-21). Aunque los partidos de centro y de derecha intentaron reaccionar en los últimos días anteriores a la primera vuelta, ya era tarde. Nuevos ingredientes aparecieron entonces en la campaña: a las denuncias ideológicas (Castillo «ha venido a imponer el marxismo y el comunismo», dijo Fujimori en abril), se sumaron el racismo y el clasismo. Durante casi dos meses, los presentadores de televisión les insistieron a «los pobres» en que «pensaran bien su voto». Hasta el uso de sombrero y la forma de hablar característica de la sierra del candidato de Perú Libre se convirtieron en materia de burla por políticos y comunicadores. Incluso los integrantes de la selección peruana de fútbol se sumaron a la campaña en un video en el que, «en nombre de la democracia», llamaron a apoyar a Fujimori y el candidato de ultraderecha Rafael López Aliaga, derrotado en primera vuelta, clamó en un mitin a favor de la líder de Fuerza Popular «¡Muerte al comunismo! ¡Muerte a Castillo!».
Cabeza a cabeza
A las 19 horas del domingo 6 de junio, un boca de urna le daba la victoria a Keiko Fujimori en el balotaje. Una cuenta regresiva fue transmitida en directo desde la casa de la candidata en Lima para dar lugar al anuncio: la líder de Fuerza Popular ganaría con un 50,3 por ciento de los votos. Se desató la alegría, y abrazos y sollozos parecían darle la razón a la frase «la tercera es la vencida», tras las dos postulaciones en que Fujimori mordió el polvo de la derrota ante Ollanta Humala, primero y Pedro Kuczynski, después. Cuatro horas le duró la alegría: el conteo rápido realizado cuatro horas después daba ganador a Castillo con un 50,2 por ciento, frente a un 48,8 por ciento de Fujimori. La alegría se trasladó a la región andina de Chota y Castillo seguía en pelea.
Comenzó entonces un conteo más detallado de votos, del que la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) informaba cada media hora, poniendo en vilo a ambos bandos en un angustiante final cabeza a cabeza. Si bien Fujimori tomó la delantera en un comienzo, se sabía que la elección la decidirían los votos del exterior, y los del norte rico, favorables a la candidata, y los del sur pobre, favorables a Castillo. Cuando la tendencia a favor del maestro rural parecía irreversible, y se esperaba un reconocimiento de la derrota por parte de la candidata, convertida en democrática por juramento, esta volvió a ser la misma de 2016, cuando tampoco se resignó a la derrota que le propinó Kuczynski. Aquella vez, denunció un fraude inexistente y, a través de su mayoría en el Congreso, dedicó los años siguientes a hacer lo imposible para impedirle a su rival gobernar el país.
Entonces la diferencia fue de unos 40 mil votos. Ahora, con el 100 por ciento de las actas procesadas, se acerca a los 67 mil, en un total de 18.756.584 votos emitidos. Pero Keiko Fujimori no se rinde. Es comprensible. No solo se alejaría por tercera vez de su sueño de alcanzar la presidencia, sino que se acercaría a la prisión: pesa sobre ella un pedido de fiscalía de 30 años de cárcel por asociación ilícita, lavado de activos y evasión fiscal.
El lunes 7, Fujimori denunció sin pruebas, otra vez, un supuesto «fraude sistemático» y señaló que se habían impugnado más de 1.200 actas en las que ella habría sido ganadora, aunque bastaba revisar la información disponible en el portal web de la ONPE para verificar que las actas impugnadas eran apenas unas 400. La candidata presentó seis casos de supuestas irregularidades y pidió que los ciudadanos que tuvieran información de casos similares la hicieran saber utilizando en las redes sociales el hashtag #FraudeEnMesa. El Ministerio de Defensa se vio obligado a emitir un comunicado: «El ministerio y las instituciones armadas reiteran su compromiso con la Constitución, la democracia y el principio de neutralidad asumido por el Gobierno de Transición y Emergencia. Asimismo, reafirmamos el compromiso de respetar la voluntad ciudadana expresada en las urnas el 6 de junio. Exhortamos a todos los peruanos a respetar los resultados del proceso electoral y a trabajar unidos para fortalecer la democracia e impulsar el desarrollo del país. Llamamos a la unidad por sobre todas nuestras diferencias».
La reacción de los observadores electorales, en tanto, fue contundente. «No hay ninguna evidencia que nos permita hablar de fraude electoral», dijo a la prensa Adriana Urrutia, de la Asociación Civil Transparencia, que desplegó 1.400 fiscalizadores en Perú y en los centros de votación del exterior. De la misma opinión fueron los observadores de la Unión Interamericana de Organismos Electorales y los enviados de la propia Organización de Estados Americanos. En la vereda de enfrente, la voz del nobel volvió a escucharse, siempre a través de su hijo. «Tengo autorización de Mario Vargas Llosa para publicar que, a su juicio, es indispensable que autoridades electorales revisen las actas impugnadas en la segunda vuelta. Ellas, sin interferencia política, deben determinar el resultado de unas elecciones cuyo desenlace aún es incierto», tuiteó Álvaro este miércoles.
Cómo Donald
Keiko volvió con fuerza ese día para seguir con su estrategia. Esta vez pidió la nulidad de 802 actas de votación que, sumadas a las 1.200 mencionadas por ella anteriormente, ponen en juego medio millón de votos. Fujimori ha desplegado un ejército de abogados y notarios de los estudios más caros de Lima para escudriñar con lupa cualquier presunta irregularidad. O inventarla si es necesario. Su equipo se propone, por ejemplo, que se anulen actas de votación de la Amazonia, porque, afirman, sus firmas no se corresponden de forma exacta a las que aparecen en los DNI de los votantes. Lo cierto es que la ley no obliga a que las firmas sean idénticas y, en caso de suplantación de identidad, la denuncia debe hacerse en el momento. La candidata parece decidida, sin embargo, a emular el camino tomado en la última elección estadounidense por Donald Trump, quien reunió 92 abogados para impugnar los votos de su rival Joe Biden, a quien acusó de un monumental fraude que nunca ha logrado probar, mientras presentaba un alud de demandas que, en su mayoría, los tribunales se negaron siquiera a tramitar por la endeblez de los argumentos expuestos.
En Perú, serán, en primera instancia, los Jurados Electorales locales los que decidirán si dan lugar a las denuncias. De no hacerlo, el denunciante podrá apelar y la decisión, entonces, será del Jurado Nacional de Elecciones. El proceso puede durar varios días.