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En nuestra democracia protegida el «consenso» es arma peligrosa

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 Arturo Alejandro Muñoz 

Según el notable abogado y polemista español Antonio García-Trevijano Forte, el concepto e idea «Consenso» no fue sino una martingala de la iglesia vaticana durante la Baja Edad Media para burlar la voluntad popular, engatusarla y doblarle la mano a la mentada soberanía del ‘respetable’.

Permítame, amigo lector, preguntarle: ¿conoce usted a Vernon Walters? ¿No le recuerda nada ese nombre? Trataré de refrescarle la memoria. Ese señor Walters, que en realidad era un general del ejército de los Estados Unidos de Norteamérica, fungió a finales de la década del 60 y comienzos del 70 como asesor o socio de otro tipo que bien baila, Henry Kissinger, el «correveidile» del inefable delincuente Richard Nixon.

Pues bien, míster Vernon Walters, según explica en detalle el abogado García-Trevijano, representando a sus jefes Nixon y Kissinger, recorrió España y Chile llevando a ambos territorios la idea del ‘consenso’ que EEUU exigía para reemplazar a las dictaduras que antes apoyó, cobijó y financió (primero la de Franco, quien falleció en 1975, y luego la de Pinochet en 1989, una vez que el plebiscito del NO le cortó las alas en octubre del año anterior).

Bajo esa prédica -«consenso»- los dueños del poder se repartieron el mismo y conservaron sus haberes sin necesidad de derramar gotas de sudor, ni pasar momentos amargos que pudiesen haber puesto en tela de juicio la forma en que obtuvieron sus riquezas, y las riquezas mismas.

El ‘consenso’ de marras sirve de maravillas a todas aquellas democracias que resultan ser débiles no bien se les pronuncia, y exudan tufos tóxicos de falso republicanismo merced a la protección clasista y totalitaria que las somete. Una verdadera democracia utiliza el mentado ‘consenso’ muy de vez en cuando, temporalmente y sólo si las circunstancias lo ameritan por no haber otro camino a seguir. No es nuestro caso, ya que en Chile la «política de los acuerdos (consenso)» se transformó en la única política existente en el cuerpo de esta democracia protegida. ¿Usted no lo cree así? Mire…

En la Democracia (así, con mayúscula), es el pueblo quien elige soberanamente a sus representantes. En cambio, aquí, la soberanía ha sido secuestrada por dos coaliciones políticas aparentemente adversarias, cuyas mesas directivas principales -al igual que sus «ideas» de gobernabilidad- son impuestas por un exiguo número de poderosas familias mega empresariales que financian el quehacer de los líderes y también la existencia de las propias tiendas partidistas a las que estos pertenecen.

¿De qué ‘democracia’ estamos hablando en Chile? Las dos coaliciones se reparten el poder y el dinero mediante la elección de parlamentarios, cuyo número otorga más o menos fuerza a la tienda respectiva. Los parlamentarios son empleados de los partidos políticos y obedecen a sus dirigentes (a la vez, estos obedecen a sus mecenas empresariales); todos ellos -parlamentarios y tiendas partidistas- representan a sus respectivos jefes o patrones, pero no al pueblo. Es la oligarquía al galope.

En Chile la soberanía popular no prospera, no existe, ha sido secuestrada por un sistema diabólicamente gatopardista que permite que el país sea gobernado por nueve o diez familias, y no por un pueblo que soberanamente designe a los candidatos y luego sufrague eligiendo a los que mejor le representen. Es el sistema el que propone (¿o impone?) a los candidatos, y usted amigo ciudadano debe sufragar por uno de ellos, aunque no lo conozca ni nunca se haya enterado del programa que ese candidato desea realizar (la verdad es que en la mayoría de los casos, los candidatos propuestos por el sistema no presentan programas… el sistema lo tiene, el sistema es EL programa).

Para entender mejor lo dicho en estas líneas, el caso de la ‘transición’ española -anterior a la nuestra- resulta ejemplificador, y el abogado García-Trevijano lo explica con lujo de detalles en este vídeo del año 1991 (https://youtu.be/MjLvylIUIbg), al que usted puede acceder si le interesa el tema, pues descubrirá de inmediato las coincidencias existentes entre lo acontecido en la tierra de la madre patria y nuestro amado Chile en materias de transiciones, consensos y arreglines.

Me preocupa esto de los consensos. Encuentro que son peligrosos, atentatorios contra la voluntad de las mayorías ciudadanas. ¿Consenso para beneficiar a quién? No al pueblo, eso es seguro. De hecho, esto de los consensos viene ocurriendo en nuestro país desde hace por lo menos un siglo y medio. Además, el consenso también es expresado por las mayorías mediante el silencio, con el no entrometerse en un asunto delicado, lo que significa entonces que ese asunto se aprueba, se autoriza. Quien calla, otorga, reza el viejo dicho.

Parafraseando al escritor italiano Renato Giovannoli (alumno de Umberto Ecco), me atrevo a sugerir que todo consenso en política y en economía es propuesto y definido siempre por Le Grand Roi de la Crocheterie (el gran rey de ladronería), lo que puede entenderse mejor como una estirpe real que cambia temporalmente de monarca, pero no de grupo asociado o cofradía. Duopolio, le llaman en Chile.

En realidad, ya todo me suena a sospechoso, a turbio. Me resisto a dar crédito a ciertas teorías conspirativas, como aquellas que circulan en las redes sociales respecto a esta tragedia infame de los incendios forestales. No sé por qué, pero regresan a mi mente los perfiles del ‘consenso’, los acuerdos sotto voce. Desconfío -porque han logrado finalmente que así lo haga- de lo que aseguran y explican dirigentes políticos y empresariales, no creo tampoco en lo que publica la prensa oficial. Mi fe y mi esperanzadora credibilidad en el actual mundillo político están seriamente heridas. La barbarie e inmundicia economicista, mediante el conocido ‘consenso’ (de los poderosos y entre ellos), vienen siendo dueñas del escenario público desde hace largas, larguísimas décadas. Incluso en esto de los «incendios forestales». Vea usted el por qué de mi desazón y desconfianza:

Hacia 1850, el muy activo e ingenioso Vicente Pérez Rosales era el agente de colonización que debía entregar terrenos a los inmigrantes alemanes que poblarían el sur de Chile. Pero la picardía del chileno, expresada en la más descarada especulación, había subido los precios de los terrenos valdivianos que debían ocupar los colonos hasta lo inalcanzable.

Urgido por la falta de tierras para los germanos que ya se apelotonaban en Valdivia, Pérez Rosales se lanzó a recorrer el interior de la región. Penetrando en los bosques al sur de Osorno, que de tan espesos «no se podía leer una carta a su sombra», encontró maravillado la espléndida región del lago Llanquihue. Antes de correr a Valdivia para ofrecer estas nuevas tierras, ordenó que despejaran el milenario bosque de la forma más expedita y económica: con fuego.

Estando en Valdivia y como en un prodigio, el cielo se oscureció en pleno día y esa tiniebla duró tres meses. Era el humo de los incendios.

Sin que la humedad de los bosques y las lluvias constantes pudieran menguar las llamas, desde el sur de Osorno y hasta el Reloncaví, la provincia ardió sin pausa. Apenas amainó el infernal despeje, Rosales cabalgó hacia el quemadero. El bosque era una estepa de cenizas, apto para ser fertilizado; adornado, según relata en su informe, por algunos bosquecillos sobrevivientes a la hecatombe que darían buena madera a los colonos.

El fuego duraría aún largo tiempo, pero la tierra quedó lista para los tomates y las vacas. Hoy llama la atención la ausencia total de escrúpulos ante la bárbara destrucción, donde, fuera de árboles y animales, habitaban seres humanos, los huilliches o mapuches del sur (Gonzalo Peralta, historiador).

Lo siento, pero no tengo nada más que agregar ni comentar. Permítame guardar silencio y recoger mis dudas para reflexionar en solitario. «Es Chile un país tan largo, mil cosas pueden pasar», escribió en su Cantata Santa María de Iquique el gran profesor Luis Advis. Me sumo a su pensamiento.

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