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Paradojas, sesgos y omisiones del Poder Judicial

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Para una gran mayoría, la experiencia de demandar justicia en Chile parece situada en un universo kafkiano, donde un largo y tortuoso camino, plagado de obstáculos, reproduce las condiciones de desigualdad estructural que atraviesan a nuestra sociedad. 

Gloria Elgueta 

EL DESCONCIERTO 31.03.2021

Una serie de transformaciones a lo largo de las últimas décadas, entre ellas la reforma procesal penal y la incorporación de tecnología, no ha modificado las características y obstáculos históricos que han consagrado un acceso desigual a la justicia y que ya en los años 70 el jurista Eduardo Novoa Monreal diagnosticó, de manera certera, como una justicia de clase que “aplica la ley con miras a favorecer a los grupos sociales que disfrutan del régimen económico-social vigente, en desmedro de los trabajadores, que constituyen en el país una amplia mayoría”. La vigencia de esta afirmación se puede constatar, por ejemplo, a través del examen de las sentencias de la Corte Suprema en el ámbito laboral. Una investigación realizada en 2015 advirtió sobre “la casi absoluta inclinación de la Cuarta Sala de la Corte Suprema a favor de las pretensiones procesales de los empleadores”, al resolver en el 95,2% de los casos a su favor, incluso en materias falladas en sentido contrario por las Cortes de Apelaciones.

Una situación similar se observa en los casos en los que el Estado ha sido demandado judicialmente por su responsabilidad en violaciones a los derechos humanos a raíz de la represión durante la revuelta social iniciada en octubre de 2019. Según datos de la Fiscalía, a marzo de este año, el 46% de estas causas, equivalente a 3.050, fueron cerradas sin formalizaciones y, en su mayoría, prácticamente sin avances. En las restantes, sólo 75 agentes del Estado, sobre todo carabineros, están siendo procesados. En contraste con estas cifras, 5.084 personas detenidas en ese contexto por desórdenes u otros delitos, ya fueron formalizadas y 725 de ellas condenadas.

Junto con la criminalización de la protesta y el rigor aplicado a quienes la protagonizan, se ha hecho evidente la desprotección en la que quedan las víctimas de distintas formas de violencia política ejercida por agentes del Estado. Es el caso de la revocación, por parte de la Corte Suprema, de la sentencia de la Corte de Apelaciones de Valparaíso que estableció que Carabineros había actuado de manera ilegal y arbitraria al hacer uso de armamento antidisturbios sin respetar los principios de gradualidad y proporcionalidad. Como han señalado Claudio Nash y Constanza Núñez, con este fallo “la Corte Suprema decide abstenerse de pronunciarse sobre el tema de fondo, dejando sin protección alguna a las personas en un grave contexto de violencia represiva”, puesto que afirma que el recurso de protección no es un instrumento que permita impugnar el actuar de la policía y su legalidad aunque resulten lesionados derechos fundamentales. Sin embargo, en este mismo caso, la Corte sí reconoce la eficacia de este recurso cuando se afecta el derecho de propiedad.

Medidas que restan

En este contexto, una reciente decisión de la Corte Suprema viene a confirmar, una vez más, la existencia de esas asimetrías. A partir del 1° de marzo se hizo efectiva la redistribución de más de 1.500 causas por violaciones a los derechos humanos en dictadura y se limitó a seis meses el plazo de las investigaciones que, desde hace años, eran llevadas por 12 ministros de dedicación exclusiva, pero que se arrastran desde hace décadas, con muy escasos o nulos avances. De hecho, durante los últimos 25 años, apenas 400 causas penales, principalmente por casos de personas detenidas desaparecidas y ejecutadas, tuvieron una sentencia ejecutoriada. A ese ritmo se necesitarían otras ocho décadas para terminar con esa deuda pendiente. A pesar de las consecuencias que puede tener esta decisión, pasó desapercibida para la mayoría de los medios de comunicación.

Desde la Corte Suprema se afirma que estas medidas contribuirán a la tramitación de las causas. Sin embargo, considerando su complejidad y envergadura, ello no parece posible si estas no van acompañadas de un incremento sustantivo de recursos y apoyos. Esta falencia fue reconocida, hace unos días, por la propia Presidencia de la Corte Suprema en su Cuenta Pública 2021. Entre los problemas no resueltos, señala las limitaciones de personal y presupuesto que dificultan la implementación orgánica de la Oficina de Coordinación de causas sobre violaciones a los derechos humanos –entidad que sería clave–, y la realización de tareas tan básicas como la digitalización de la documentación en la jurisdicción de Santiago o, en otro orden de problemas, la tardanza en la designación efectiva de relatores. Habría que agregar la necesidad de reforzar y ampliar la labor de los organismos auxiliares de la justicia, como el Servicio Médico Legal o la Brigada Investigadora de DD.HH., así como la colaboración efectiva del gobierno en las investigaciones, cuestiones que no dependen del Poder Judicial, pero que bien podría hacer presente como necesarias para el cumplimiento de su misión.

Asimismo, el establecimiento de un plazo de seis meses a las investigaciones, sin recursos adicionales ni metas claras, resulta una decisión arbitraria que plantea varias interrogantes: al término de ese plazo ¿se cerrarán todos los procesos?, ¿sólo algunos?, ¿cómo se decidirá cuáles y con qué criterios? y, sobre todo, ¿se seguirá limitando las investigaciones al establecimiento de la detención y paso de las víctimas de desaparición forzada por los centros de detención y tortura, sin determinar el destino final de más de mil de ellas? Objetivo que hasta ahora sólo se ha alcanzado en 143 casos. Las respuestas de la Corte Suprema a estas preguntas deberían considerar las demandas de las víctimas y sus familiares, quienes, a pesar de ser parte en estos procesos, no fueron consideradas ni informadas previamente, más allá de que este no es un tema privado sino un problema que afecta a la sociedad completa por la impunidad que implica.

En un escenario como este, de limitados avances y gran volumen de causas en manos de un número tan reducido de jueces, hay una falta de consistencia entre objetivos, escasos recursos destinados y ausencia de claridad respecto al futuro de las causas. Todo ello se traduce, finalmente, en más impunidad, poniendo de manifiesto claras continuidades entre el pasado dictatorial y el presente, a pesar de las sentidas palabras pronunciadas por la Corte Suprema, con ocasión de los 40 años del golpe de Estado, cuando reconoció las graves omisiones en las que había incurrido ante las violaciones sistemáticas a los derechos humanos durante la dictadura, comprometió la designación de ministros y jueces de dedicación exclusiva para estas causas y, a diferencia de hoy, no definió plazos de término.

¿Una nueva Corte Suprema?

Contrariamente a lo que se suele afirmar respecto a la independencia y autonomía del Poder Judicial y a su “estricto apego a la ley”, sabemos que las decisiones de jueces y juezas también son influenciadas por otros poderes y que en ellas hay siempre una dimensión valorativa en la que están presentes sus propias convicciones e ideología. Por eso, la composición del máximo tribunal es fundamental y debería ser más representativa de la sociedad chilena, no sólo de la élite. El procedimiento actual, definido en la Constitución del 80, faculta al Presidente de la República para elegir a cada miembro a partir de una lista de cinco candidatos, decidida por la misma Corte, decisión que debe ser aprobada por el Senado. Así, la designación queda en manos de un reducido grupo, fuera del escrutinio público, sin conocimiento de los criterios de elección y sin participación de otros actores relevantes, en el marco del binominalismo instalado en la política nacional al término de la dictadura, donde gobierno y parte de la actual oposición van alternando sus candidatos.

Este tema hoy adquiere renovada actualidad porque próximamente el Presidente de la República deberá designar cuatro nuevos supremos, y porque acaba de designar a 12 abogados integrantes, quienes también forman parte de las salas de la Corte Suprema y de las Cortes de Apelaciones. Los recién designados provienen, en su mayoría, del ejercicio privado de la profesión y están vinculados al ámbito empresarial y comercial; entre ellos, están los defensores de los acusados de fraude de La Polar, de Julio Ponce Lerou en el caso Cascadas; de la red de farmacias Cruz verde por colusión. También, hay quienes han defendido a acusados por graves violaciones a los derechos humanos, o que han sido parte de fallos que otorgaron libertad condicional a reos condenados por delitos de lesa humanidad. El problema de estas designaciones está en los conflictos de interés, ya que la institución de los abogados integrantes carece de incompatibilidades y reglas claras, así deciden fallos al mismo tiempo que los estudios jurídicos a los que pertenecen litigan. Y como, a diferencia de ministros y jueces, no son recusables, sólo pueden inhabilitarse por su propia voluntad; si no lo hacen, nadie puede impugnarlos. Por ello, y por su número, se han vuelto decisivos, tal como sucedió en el fallo mencionado sobre las escopetas antidisturbios, aprobado por la Corte Suprema gracias al voto de dos abogados integrantes.

En estos procesos de designación no sólo no hay intervención de la sociedad, organizaciones de derechos humanos u otros actores relevantes: tampoco existen instancias formales para que estos, al menos, sean escuchados, ni hablar de incidencia efectiva y rendición de cuentas. El proceso constitucional que se abrirá en abril será una oportunidad para abordar estos temas y pensar nuevos procedimientos de designación de los altos cargos del Poder Judicial que garanticen transparencia y los doten de una mayor representatividad para que sus resoluciones judiciales no sigan consagrando esa desigualdad estructural que atraviesa nuestra sociedad.Gloria Elgueta
Licenciada y magíster (c) en Filosofía. Miembro de la Mesa de Trabajo de Londres 38, Espacio de Memorias.

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