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La crisis del coronavirus

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REVISTA MIENTRAS TANTO, España. Abril de 2020

por Albert Recio Andreu

¿Una crisis pre o post capitalista?

Las crisis, como los peligros, siempre asaltan por donde menos se las espera. Hace meses que todos los analistas económicos, de distintas ideologías, especulaban con la posibilidad de una gran recesión. Había muchos elementos en juego: el mantenimiento de altos niveles de endeudamiento, la debilidad de la demanda asociada a la moderación salarial, la caída de la rentabilidad empresarial, la inestabilidad generada por los mercados financieros especulativos, la guerra proteccionista desencadenada por Trump y seguida por el Brexit, el declive súbito del suministro de petróleo, alguna crisis ambiental grave… Al final, ha sido un virus relativamente convencional el que ha generado, a la vez, una pandemia sanitaria y un incalculable estallido económico y social.

Siempre habíamos considerado que las crisis del capitalismo tenían un origen diferente de las crisis precapitalistas, y la situación actual nos sitúa de nuevo en un contexto parecido al provocado por las pestes medievales (aunque su impacto y su dinámica van a ser sin duda diferentes). Aunque podríamos considerar que se trata de la primera crisis ecológica global, también esto debe ser matizado. La forma convencional de pensar en una crisis “ecológica” la exponía Quim Sempere en el boletín de mientrastanto de marzo de 2020: un súbito corte de un suministro básico (por agotamiento de un recurso no renovable, por el impacto de un cambio climático sobre la producción de alimentos o materias primas…) que afecta a toda la cadena de producción y consumo. Aquí estamos en otra situación, pues de momento existe capacidad para mantener el ritmo actual de actividad (otra cosa es su sostenibilidad a medio y largo plazo). De hecho, la primera idea de Trump o Johnson de no parar la producción y dejar que el virus matara era posiblemente factible, aunque socialmente inasumible. Por eso, el análisis de la crisis obliga a muchos analistas a introducir nuevas variantes en sus esquemas analíticos.

Curiosamente, los que tienen una forma más sencilla de explicar la situación actual en base a su enfoque teórico son los economistas neoclásicos más dogmáticos. El análisis dominante en el mundo académico (y en buena parte de los modelos que aplican grandes instituciones) considera que el sistema tiende a orientarse al equilibrio pero es bombardeado por shocks externos que lo alteran. O sea, la economía capitalista funciona como una máquina que tiene problemas por cosas que ocurren con independencia de su funcionamiento. El Covid-19 sería un ejemplo de libro de un shock externo. Mucho más sencillo de explicar para ellos que las tensiones generadas por endeudamiento, la especulación financiera o la caída de inversiones privadas que sólo se podrían considerar shocks externos haciendo un auténtico acto de fe. De este análisis se deriva una respuesta preocupante: puesto que la crisis ha sido provocada por una cuestión impredecible y completamente extraña al funcionamiento de la economía, no hay que introducir cambios fundamentales en la organización económica.

En contraste, muchas de las teorías críticas tradicionales ―como las basadas en un déficit de demanda, las que apelan a la caída de la tasa de beneficios por un exceso de capitalización, o la teoría de la crisis de la deuda que tan útil resulta para entender el crack del 2008― no tienen una explicación adecuada para la situación actual. Apuntar al capitalismo como causa de la crisis es adecuado, pero puede resultar un argumento vacío si no se especifica bien por qué el capitalismo es la causa de una crisis vírica y cuáles son las reformas que hay que emprender. Creo que una visión más comprensiva del análisis de la crisis, como la apuntada por David Harvey, resulta una vía útil para entender la cuestión.

En primer lugar, está la cuestión totalmente ignorada por la economía convencional de la relación entre actividad económica y naturaleza. De hecho, la mayor parte del saber económico tradicional no sólo ignora la base material sobre la que se sustenta la producción y el consumo, sino que también se desentiende del conocimiento de los procesos productivos reales. La gran aportación de la economía ecológica y feminista es precisamente el reconocimiento del papel que juegan cuestiones que están fuera del ámbito de la actividad mercantil. Cuando se toman en consideración estas cuestiones, el presunto elemento de externalidad de los impactos naturales desaparece y hay que considerar el papel de la gestión económica convencional en el origen de la crisis. Por lo que sabemos del Covid-19 y de otros virus predecesores como el SARS, el origen de la pandemia está relacionado con la creación de grandes mercados de animales salvajes para la alimentación y la medicina tradicional. Mientras los virus de los animales domesticados llevan muchos años conviviendo con los humanos y han permitido desarrollar anticuerpos, en este caso la relativa novedad del contacto no permite su rápida neutralización (en cierta forma nos retrotrae a otra historia del pasado: la mortandad de las poblaciones indígenas de América y Oceanía provocada por los virus y bacterias que traían consigo los europeos). Que sea China un productor de nuevas enfermedades no es extraño; el país está inmerso en un fuerte crecimiento del consumo que alienta una producción de proteínas animales a gran escala, lo que impulsa la expansión de una industria alimentaria posiblemente mal organizada. Pero este mismo tipo de problemas son algo que se repite de forma periódica en el conjunto de la economía capitalista: la realización de actividades lucrativas de las que se ignoran sus efectos colaterales y que acaban generando un desastre humano. Por citar ejemplos recientes, podemos situar el caso de las vacas locas, la crisis sanitaria de los opiáceos o la herencia dejada por el uso masivo del amianto en la construcción. El nuevo virus simplemente ha tenido un impacto mayor sobre todo porque su impacto temporal es más inmediato.

En segundo lugar están los mecanismos de transmisión. Tanto de la expansión del problema como de la traducción de los problemas materiales en dinámicas económicas. Y en este caso, resulta patente que la organización capitalista de la economía mundial ha jugado un papel esencial. Una economía globalizada es una economía con intensos flujos de todo tipo que han ayudado a convertir una epidemia local en una pandemia mundial. Una economía de alta especialización espacial que tiende al colapso cuando la cadena productiva se bloquea en un punto (recordemos que, cuando la enfermedad estaba circunscrita a China, algunas actividades se estaban frenando por falta de suministros), donde las respuestas rápidas son complicadas a escala local (la crisis de suministros clínicos es en gran parte producto de la enorme concentración productiva y de las dinámicas especulativas dominantes en la vida mercantil) y donde el sistema financiero y las respuestas de las empresas individuales amplifican el impacto negativo de estos bloqueos. Hay que contar además el debilitamiento de los servicios públicos generado por cuatro décadas de políticas neoliberales al servicio de los monopolios privados que han debilitado la capacidad de respuesta ante una situación de las dimensiones actuales.

Y, en tercer lugar, está el impacto social que tiene esta situación sobre los distintos grupos sociales. Lo ha explicado Joan Benach, y los datos que vamos conociendo lo reafirman. La epidemia tiene efectos más devastadores en los barrios obreros (al menos en Catalunya, donde tenemos datos detallados por áreas de salud), las personas más afectadas por el parón laboral son las que tienen menos estatus laboral (especialmente trabajadores precarios y personas que trabajan en actividades informales), hay una sobreexposición a la enfermedad en empleos manuales básicos y que tienen menor protección que el personal sanitario (empleadas domésticas, personal de supermercados, de limpieza, de transporte, de la agricultura y la industria alimentaria…), el encierro y el aislamiento cobran una dimensión diferente en hogares amplios y bien acondicionados o en las minúsculas viviendas donde sobrevive la gente pobre, el impacto del parón educativo afectará de forma desigual según la posición social de las familias, las personas extranjeras sin papeles tienen aún menos derechos….

Es evidente que esta es, también, una crisis capitalista. Pero la relación entre capitalismo y coronavirus no es obvia. Un análisis adecuado de la interrelación entre la estructura económico-social y la aparición de un nuevo virus ayuda tanto a entender la naturaleza del problema como a elaborar un discurso entendible por gran parte de la población. La brocha gorda a menudo es la peor forma de representar una situación.

Una crisis a la vez predecible y con grandes incertidumbres

Lo evidente es que la orden de encierro decretada por diferentes Gobiernos genera un colapso económico de colosal envergadura. Y, correlativamente, un aumento del desempleo de un nivel desorbitado. Y hay un segundo efecto que ya empieza a ser visible: el aumento del gasto y la deuda pública. En este sentido, la única respuesta posible para evitar un colapso social (que además pondría en aprietos la política de aislamiento) es parecido al experimentado en una situación de guerra. Ya en la crisis de 2008 se habló en un primer momento de desarrollar políticas de gasto keynesiano para animar la demanda. Y, en cierta medida, se aplicaron tímidamente en la primera fase entre 2008 y 2010 (con un éxito relativo). Ahora, esta determinación va a ser mayor por el tipo de desafío al que se enfrentan los gobiernos. No pueden cerrar empresas, confinar a la gente y poner la sanidad a funcionar a pleno rendimiento sin dedicar recursos para ayudar a la gente y evitar que las respuestas individuales rompan la disciplina que se quiere aplicar.

Hay, sin embargo, una diferencia con las situaciones bélicas: en estas se tiende al pleno empleo y a la movilización máxima de recursos (la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, conllevó la movilización de millones de mujeres desde el hogar a la producción mercantil). Aquí, en cambio, de lo que se trata es de dejar inactiva una parte importante de la capacidad productiva mientras a otra se le exige pleno rendimiento. Tenemos la contradicción de mucha gente en casa y servicios que se quejan de la falta de personal. A corto plazo, se trata de un dilema de difícil solución, por cuanto el tipo de empleos necesarios no se corresponden con las necesidades del momento. Pero quizás con una política más intervencionista y mejor diseñada algunas cosas podrían mejorar. Pienso en la incongruencia de clínicas privadas que anuncian EREs y la falta de personal sanitario en los grandes hospitales. Es cierto que mucha de la medicina privada (dedicada a pequeñas intervenciones, cirugía estética, etc.) es inútil para el tratamiento del coronavirus, pero con una intervención general de todo el sistema sanitario sus instalaciones pueden atender a enfermos de baja incidencia y su personal actuar de apoyo.

Tenemos dos certezas ―crisis profunda, endeudamiento público― y bastantes incertidumbres. La más obvia es cuánto durará la situación de alarma y en qué plazos se recuperarán muchas actividades. El tiempo es siempre un factor crucial para determinar la trayectoria de los procesos y, en este caso, hasta las personas sin formación económica lo entienden. La duración no sólo implica el volumen de estancamiento de la actividad; en algunas actividades puede tener un efecto crucial en determinar la magnitud del problema. Hay actividades que pueden ser reiniciadas a partir de que se decrete el levantamiento del confinamiento. Esto puede generar lo que los economistas llaman una evolución en forma de V: la actividad cae en picado y se recupera automáticamente. Pero en otras actividades, sobre todo en las que la estacionalidad juega un papel crucial, el proceso de recuperación es mucho más complejo. Esto es particularmente relevante para la economía española, tan dependiente de la actividad turística. El momento en que se decida la vuelta a la normalidad puede determinar la pérdida o no de la actividad veraniega: si esta última se pierde, el impacto de la crisis va a ser muy superior. Y hay que observar que esta cuestión no depende sólo del calendario, depende también de cómo la economía de la gente haya quedado dañada y de cómo decida o no posponer vacaciones, de si la experiencia traumática afecta a los hábitos turísticos, etc. Además, hay que ver en qué condiciones están las empresas que ahora han cerrado. No sólo en términos financieros, sino también en cuanto a expectativas y toma de decisiones. Puestos a hacer pronósticos, creo que estamos ante la probabilidad de una crisis de extrema profundidad, más que ante un malestar pasajero. Pero en tiempo de elevadas incertidumbres, el margen de error es elevado.

La otra gran incertidumbre es qué ocurrirá con la deuda. Y aquí se abren diversas cuestiones. Una es la de saber si se va a permitir a los países endeudados con esta crisis que la puedan mantener por un cierto periodo o se les obligue (por las instituciones globales tipo FMI o la Unión Europea) a un recorte drástico de la misma. Otro es ver por qué fórmula de financiación de la deuda se opta, algo que va a jugar un papel crucial a la hora de determinar cómo va afectar el ajuste. Y un tercer elemento es saber qué influencia tendrá este nuevo aumento de la deuda global en el funcionamiento de los mercados financieros, los cuales tienden a menudo a transmitir y amplificar los problemas económicos. Ninguna de estas cuestiones tiene un fácil pronóstico, pues depende de una verdadera lucha política que se juega en diferentes espacios: el de las políticas nacionales, el del ámbito académico y los “think tanks”, el de las instituciones globales… Esta última semana ya hemos tenido un adelanto en la Unión Europea. Si los austericidas imponen una vez más sus puntos de vista, ya sabemos lo que podemos esperar. Que las cosas vayan a funcionar en otra dirección requiere generar un movimiento transnacional que posibilite otras salidas.

Ideas para el día después

Evitar que la pandemia sanitaria se convierta en una nueva crisis social no va a ser tarea fácil. Aunque participo de los que afirman el carácter letal del capitalismo, sinceramente me parece que quedarse en esta denuncia no va a ayudar a cambiar las cosas. Hay demasiada retórica vacía que nos conforta pero que no conduce a la acción. Hay necesidad de precisar más propuestas que ayuden a generar cambios y nos permitan ir a una confrontación real con el establishment neoliberal.

Algunas de las cosas que se están haciendo ya van en esta dirección, como la exigencia de garantizar la subsistencia a todo el mundo, especialmente a la fracción de población que no puede entrar en el marco rígido del actual modelo de regulación laboral y de bienestar. Como coincido con esta demanda, prefiero llamar la atención sobre tres cuestiones centrales: la deuda pública, el papel del sector público y el mercado, y la propia estructura productiva.

Ya he explicado anteriormente que vamos a tener mucha deuda pública, y que la forma en cómo se financie va a tener un papel crucial en determinar qué tipo de sociedad sale de este proceso. Cualquier intento de ajuste drástico al estilo tradicional o la obligación de fijar una elevada cuota de devolución de la deuda a los presupuestos públicos supondría un elevado coste social y una nueva transferencia de renta a las élites rentistas. Como explica Thomas Piketty en “Capital e ideología”, la única forma de escapar a ese proceso es con un recorte radical del derecho del capital. Explica que, tras la Segunda Guerra Mundial, esto se hizo en muchos países combinando nacionalizaciones y elevados impuestos al capital. Un jubileo de la deuda que castigara a los grandes financieros, como ya se sugirió en 2008 por economistas como Steve Keen, es otra posibilidad. Ninguna de estas es una propuesta sencilla de implementar, se enfrenta de lleno al enorme poder de los ricos y a las instituciones financieras (que estas políticas obligarían a redefinir en profundidad). Pero, posiblemente, sea la única forma de evitar una crisis social sin precedentes y, por tanto, no puede renunciarse de antemano a plantear la cuestión.

El segundo campo es el del papel de lo público. En estos días de crisis sanitaria se ha hecho evidente que cuestiones cruciales como la salud no pueden dejarse al albur de las empresas capitalistas. Hay una nueva oportunidad para defender la extensión de los servicios públicos y la planificación en áreas importantes. El “mercado”, a su vez, se muestra incompetente para hacer frente a demandas imprevistas como ocurre con el material sanitario, donde las mejores respuestas se están produciendo por la cooperación de diversas instituciones y empresas, en lugar que por un mecanismo competitivo. Pero también hay que ser conscientes de que otras áreas organizadas bajo estructuras empresariales privadas están funcionando razonablemente bien; pienso en el suministro alimentario (otra cosa son las implicaciones ecológicas de muchas actividades del sector), en gran medida porque el sistema alimentario, lejos de ser ese mercado competitivo de libro de texto, está a su vez regulado por normas públicas, organismos semipúblicos y empresas que “organizan” líneas de producción. Cambiar la sociedad exige que lo nuevo funcione. Y, precisamente, lo que planteo es que de esta experiencia podemos sacar buenos aprendizajes para saber cómo gestionar una sociedad post-capitalista. Podemos también aprender qué tipo de regulaciones funcionan para evitar los abusos habituales en los mercados normales.

Y el tercer aspecto es el de la propia estructura productiva generada por la empresa neoliberal. Una estructura productiva que conduce a los territorios a una especialización extrema, que ahorra en existencias que resultan estratégicas en casos de crisis, que refuerza el impacto de una crisis en un territorio, que impacta brutalmente sobre el entorno natural, que genera una estructura del empleo que genera marginalidad. Si ahora un virus no especialmente maligno, pero con una enorme velocidad de reproducción, ha sido capaz de ponerlo todo patas arriba, podemos prever qué pueda ocurrir con una crisis ecológica más general. Ahora, además, el encierro ha servido de mecanismo de contención, pero esto no siempre va a ocurrir. En la crisis de 2008 ya aprendimos lo que significaba vivir en un país con una actividad constructora hipertrofiada; ahora vamos a experimentar el impacto de la especialización turística (y ya lo estamos haciendo con la ausencia de una industria de producción de bienes sanitarios). Por cuestiones ecológicas y sociales es urgente replantear las lógicas de la organización productiva y las pautas de especialización. Nos vienen tiempos duros.

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