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Luis Vitale: Prologo a la Historia Social comparada de los pueblos de América Latina

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A los que entregaron sus vidas

por la Unidad Latinoamericana,

de Bolívar al Che Guevara .

P R O L O G O

Varios escritores, entre ellos García Márquez, han dicho que sus libros son esencialmente variaciones de una misma y sola novela. Quizás a los historiadores nos pasa algo similar, como podría deducirse de la siguiente narración acerca de cómo se fue gestando esta Historia Social Comparada de América Latina.

La presente obra es el resultado de medio siglo de investigación sobre temas latinoamericanos, realizada en los Archivos de diferentes países de nuestra América y de Europa y, especialmente, en el terreno de los acontecimientos, recogiendo historias orales, en contacto con mujeres y hombres de los Pueblos Originarios contemporáneos, con los mestizos, que constituyen la mayoría de la población, con negros, zambos y mulatos, con la juventud, los campesinos, trabajadores urbanos e intelectuales comprometidos con el cambio social y con las mujeres, hasta hace muy pocos años, no reconocidas como participantes activas de la sociedad.

Este libro es la continuación de un camino de investigación que comencé a transitar en Argentina de la mano de mis maestros, Víctor Domingo Bouilly, que me inició en el estudio de la Historia Universal, y de José Luis Romero, que con su visión de historiador de la cultura medieval y moderna, estimuló mis primeros estudios acerca de la España anterior a la conquista de América; todavía guardo como tesoro un manuscrito, elaborado en l952, sobre «La España no ocupada por los musulmanes», que posteriormente fue la base de mi ensayo «España antes y después de la conquista de América», publicado por la Revista «Pensamiento Crítico», La Habana, l969.

Luego, Silvio Frondizi orientó mis primeros artículos sobre América Latina y Milcíades Peña contribuyó a mi formación respecto del materialismo histórico, introduciéndome en el estudio de Gramsci, siendo uno de los primeros en importar en l95l los libros de este marxista italiano, tan tergiversado hoy día.

Pero lo que decidió mi compromiso teórico y político fue la Revolución Boliviana de l952, la primera gran revolución obrera del continente, sobre la cual redacté varios artículos, basado en los diarios que recibía Frondizi desde La Paz y en un viaje que hice a esa convulsionada nación.

Enamorado de una chilena y del movimiento obrero de este país, inicié una investigación en l954 que culminó años después en 6 tomos de una Interpretación marxista de la Historia de Chile.

Ser elegido en l959 Dirigente Nacional de la Central Unica de Trabajadores de Chile, la CUT de los buenos tiempos de Clotario Blest, me permitió profundizar en el estudio no sólo del sindicalismo sino de otros movimientos sociales, intercambiando estrechamente ideas con los precursores chilenos del tema: Marcelo Segall, Julio César Jobet y Jorge Barría.

Pude entonces publicar en l96l Los Discursos de Clotario Blest, en l962 una Historia del Movimiento Obrero Chileno y en l971 Las Guerras Civiles de l85l y l859 en Chile, Universidad de Concepción.

Estos ensayos me plantearon la necesidad de desmitificar una hipótesis corriente en las décadas de l930 a l960: que Chile y las otras naciones latinoamericanas eran feudales, desde la colonización hasta bien entrado el siglo XX. Actualizando mis anteriores estudios sobre el feudalismo europeo y comparándolos con el proceso de nuestra América colonial y decimonónica, pude demostrar, apoyado en los pioneros trabajos de Sergio Bagú y Milcíades Peña, que en América Latina nunca hubo un régimen feudal, aunque sí relaciones sociales precapitalistas como la encomienda, el inquilinaje y el «arrendire», que no siempre son esencialmente feudales, a pesar de su apariencia, tesis que sostuve en «América Latina: ¿feudal o capitalista?», traducido al inglés en l968, al alemán en l969, al italiano en l973 y al francés en l980.

Otro de los aspectos más relevantes, también descuidado por la historiografía de entonces -adicta a la narración de batallas, ascenso y caída de gobiernos- era la vida cotidiana, cuestión central para reconstruir el pasado de carne y hueso. Tuve la oportunidad en l973-74 de iniciar esta primera exploración en un lugar insólito: los campos de concentración, «gracias» a Pinochet; leí primero en el Estadio Chile cerca de 200 novelas a escondidas, a la luz de potentes reflectores que los militares nos colocaban todas las noches para alterar el descanso, y después en Chacabuco, en el desierto salitrero, a la luz de la luna y de unas estrellas maravillosas, al alcance de la mano.

Logré que mis notas -a veces en verso para que pasaran más fácilmente por la guardia- llegaran a manos de mi hija Laura, quien me las entregó cuando salí al exilio, donde redacté unas «Notas para una Sociología de la novela chilena (l900-l950)».

Cuando abordaba este tema en las mazmorras de la dictadura, rememoraba mis antiguas lecturas de los «Anales» de los buenos tiempos, aquellos de Marc Bloch y Lucien Fevre, desvirtuados por sus sucesores que optaron por el facilismo en sus «entretenidos» y vendibles libros sobre la historia de los vestidos y carruajes, que ni siquiera alcanza a ser microhistoria.

Me di cuenta de la importancia histórica de saber qué comía la gente en determinada época, cómo se bailaba y cantaba, donde vivía, qué se leía, que se veía en teatro y cine, en qué se divertía la gente, qué prejuicios sexuales existían, las censuras y autorepresiones, cómo transcurría la vida urbana y rural.

Recién entonces comprendí a cabalidad lo que me había dicho mi maestro José Luis Romero: vaya a los archivos, pero cuidado con convertirse en un historiador archivero, de esos que creen que por hallar un documento han descubierto el pasado. La vida real de los pueblos – me decía- la encontrará mejor expresada en las novelas y obras artísticas que en los fríos documentos que, por ser oficiales, tienen un enfoque ideológico sesgado.

El análisis que hice de la novelística chilena me fue de gran utilidad para los capítulos de la vida cotidiana de los tomos IV, V y VI de la Interpretación Marxista de la Historia de Chile. Similar criterio metodológico utilicé en «Sociología de la Música Popular Latinoamericana», aún inédito, que redacté en l986 en Buenos Aires.

En la fase de mi exilio, en Alemania, en la Universidad Goethe, en el Departamento donde se gestó la Escuela de Frankfurt, enriquecí el estudio más sistemático de la vida cotidiana, dictando un curso sobre «Sociología de la novela latinoamericana». Asimismo fue decisivo para mis proyectos la aprobación por la Comisión de Investigación de dicha Universidad alemana del plan de investigación sobre América Latina, siglo XX, que presenté en l975. Un adelanto de esa investigación fue publicado por la Editorial Fontamara de Barcelona en l979: La Formación Social Latinoamericana (l930-l970). Ese mismo año fui coautor con S. Bagú, E. Mandel, A.G. Frank, R. de Armas y R. Olmedo del libro América Latina: feudalismo, capitalismo y subdesarrollo, Ed. Akal, Madrid.

En la segunda fase de mi exilio, Venezuela, se me brindó la oportunidad de trabajar en el Centro de Estudios Integrales del Ambiente (CENAMB). Allí tomé conciencia por primera vez de las dimensiones mundiales de la crisis ecológica, no debidamente apreciada por las diferentes corrientes de pensamiento, incluido el marxismo.

Recordé una reflexión de Horace Davis: «Un sistema teórico se mantiene o se cae, no sobre la base de algunas paredes, sino por su capacidad en captar los nuevos problemas que se presentan».

A sugerencia del Director del CENAMB, José Balbino León, comencé a investigar la génesis del deterioro ambiental y algunos fundamentos epistemológicos para superar la concepción antropocéntrica de la historia, sin caer en la metafísica de la naturaleza, integrando el Ambiente, es decir la relación sociedad global humana-naturaleza a la disciplina histórica. Mi primera aproximación a esta densa temática fue publicada con el título: «Consideraciones preliminares sobre la historia del Ambiente en América Latina», CENAMB, Caracas, l98l.

Otro avance sobre el tema fue mi libro Hacia una Historia del Ambiente en América Latina. De las culturas aborígenes a la crisis ecológica actual, Ed. Nueva Sociedad-Nueva Imagen, México, l983, que estudiosos alemanes decidieron traducir con el título:»Umwelt in Lateinamerika. Die Geschichte einer Zerstörung», por considerar que era la primera aproximación a la historia de la crisis ambiental latinoamericana. Con los ecologistas aprendí que la obra maestra de los hombres post agro-alfareros ha sido desvastar y crear desiertos.

Años antes me había dado cuenta de que la mujer no era considerada como forjadora y parte de la historia, concepción androcéntrica que dejaba fuera a la mitad de la población. Comencé a procesar la fichas que había acumulado desde l959 y me decidí a redactar el primer borrador. Luego de discutirlo con varias feministas europeas y latinoamericanas, entre ellas la Dra. Micha Lagos, que enriquecieron el texto, publiqué un ensayo titulado: Historia y Sociología de la Mujer latinoamericana, Ed. Fontamara, Barcelona, l98l. Nuevos estudios que realicé en Cuba, República Dominicana, Venezuela, Colombia, México y en conversaciones con las exiliadas chilenas, argentinas, uruguayas y brasileñas me motivaron a publicar otra contribución: La mitad invisible de la Historia. El protagonismo social de la mujer latinoamericana, Ed. Sudamericana-Planeta, Buenos Aires, l988.

Asimismo, me preocupaba la ausencia, en los libros, de los Pueblos Originarios, a los cuales se les llamaba peyorativamente indios, en la historiografía tradicional. Obviamente, ésta no podía dejar de mencionarlos en el período denominado «Prehistoria» ni menos omitir su participación en la Resistencia a la invasión española y portuguesa. Sin embargo, dejó de considerarlos en el estudio de los siglos XIX y XX, como si se hubieran extinguido. En rigor, no puede comprenderse nuestra historia si no se analiza el papel que han jugado hasta el presente los Pueblos Originarios y las diversas formas de mestizaje. De esta toma de conciencia histórica surgieron mis trabajos: Historia del Movimiento Indígena de Chile, publicado por el Comité Regional Indígena de Suramérica, Caracas, l980; más tarde «Los Pueblos Originarios», Ed. CELA, Santiago, l992; «500 años de Resistencia Indígena» por la misma editorial y Chiapas, con todas las fuerzas de la historia, editado por el Instituto de Investigación de Movimientos Sociales «Pedro Vuskovic», l994, como síntesis de la historia de luchas de los Pueblos Originarios de México.

A estas omisiones étnicas y de género de la historiografía tradicional se sumaba la subestimación de otros Movimientos Sociales, quizás por aquello que sentenció Unamuno: «Como no se ama al pueblo,no se lo estudia, no se lo conoce para amarlo». El gran ausente de esa historia contada a medias continuaba siendo el pueblo: las mujeres, especialmente de abajo, los trabajadores urbanos, los campesinos y los habitantes de las poblaciones periféricas pobres.

Entonces me dediqué a profundizar los trabajos que había publicado en la década de l960, editando en Caracas Génesis y evolución del Movimiento Obrero chileno hasta el Frente Popular y «Notas sobre la historia del movimiento obrero venezolano», UCV, l978. También consideré importante contribuir a llenar el vacío que existía en los trabajos de entonces sobre la conciencia de clase, repitiendo lo dicho por Marx respecto de la conciencia «en sí» y «para sí», sin advertir que eran categorías kantianas, que como se sabe Marx no alcanzó a desarrollar. A tal efecto, presenté una ponencia en un Congreso Internacional del MOLA, efectuado en Caracas en l980, titulado «Consideraciones sobre las manifestaciones de la conciencia de clase en el movimiento obrero latinoamericano», donde establecía diferentes estadios: clase, conciencia de clase, conciencia política de clase y conciencia revolucionaria de clase.

Durante mis 8 años de exilio en el Caribe comprendí recién a cabalidad la significación de la cultura afro en la historia de América Latina. Hice un primer avance de investigación en el ensayo Estado y Estructura de clases en Venezuela y luego en el artículo sobre la más importante revolución de esclavos : «Haití, primer país independiente de América Latina», publicado posteriormente por la revista «Todo es Historia», Buenos Aires, 1987.

Condensé un intento de teorización sobre los Movimientos Sociales en una ponencia presentada en el V Congreso Nacional de Sociología de Colombia, con el título de «La especificidad de los Movimientos Sociales en América Latina», Medellín, 1985; y más tarde, con una mayor acumulación de conocimientos en el terreno, publiqué «Ideas para un debate sobre los Movimientos Sociales», Ediciones Sembrando, Santiago, 1994.

Al mismo tiempo, impresionado por la Teología de la Liberación, teoría nacida en tierra latinoamericana, empecé a estudiar las manifestaciones de la religiosidad popular en nuestra historia, comprobando la participación de sacerdotes progresistas en la Revolución por la Independencia y en los procesos Sociales de los Siglos XIX y XX. Mi primera ponencia sobre el papel de los cristianos de base la presenté en el Seminario «Marx y América Latina», organizado por la UNAM en 1983. Y otra sobre «La religiosidad popular» en el Encuentro de las Organizaciones eclesiales de base, efectuado en Caracas en 1985.

En el Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Río IV, Córdoba, trabajé durante 1987-88 sobre el significado del Regionalismo en la historia latinoamericana, junto con Edmundo Heredia, de quien soy deudor de sus aportes no sólo en las luchas de la Capital contra las Provincias en el Siglo XIX sino también en nuestra contemporaneidad.

Motivado por la agudización de la crisis del endeudamiento en las décadas de 1970 y 80, me puse a investigar su génesis y desarrollo, y especialmente su prolongado impacto en nuestra historia. Así surgió el libro Historia de la Deuda Externa latinoamericana y entretelones del endeudamiento argentino, Ed. Sudamericana-Planeta, Buenos Aires, l987, que puse a discusión del Encuentro Internacional sobre Deuda Externa, organizado por la Universidad de Lewisville, Estados Unidos, l988, donde hicimos equipo con André G. Frank contra las tendencias neoliberales que ya comenzaban a surgir.

Aprendí con José Luis Romero la necesidad metodológica de hacer Historia Comparada para poder explicar las similitudes y especificidades de los países latinoamericanos. Organicé en l976 un Seminario en la Universidad Goethe de Frankfurt: «Historia Comparada entre el movimiento obrero europeo y latinoamericano» y posteriormente otro sobre «Medio siglo de Historia Comparada: Venezuela y Chile», auspiciado por la UCV en l983. En este intento de contribuir al enriquecimiento del materialismo histórico, siempre con la mirada latinoamericana -sin imitar a los que estudiaban América Latina desde Marx- traté de profundizar en el pensamiento de los marxistas latinoamericanos anteriores a la era stalinista: el venezolano Salvador de la Plaza, sobre el cual hice un libro titulado: Salvador de la Plaza, sus trabajos y sus días, UCV, l98l; el chileno Luis Emilio Recabarren, del cual publicamos Obras Escogidas en colaboración con Jobet y Barría en l964 y l97l; los cubanos Baliño y Mella, escasamente conocidos en nuestra América; el argentino Aníbal Ponce y el más creativo de ellos: José Carlos Mariátegui; sobre el pensamiento de ellos, elaboré el libro: Los Precursores de la Liberación Nacional y Social en América Latina, Ediciones Al Frente, Buenos Aires, l987.

Así se fue configurando mi concepción de la historia, como omniabarcante de lo que ocurre en la sociedad, porque como decía Wilhem Bauer: «La historia es un río de corriente única y nadie puede pretender un conocimiento histórico verdadero si sólo ha puesto ante su vista una parte del curso de este río, o alguno de sus afluentes». Por eso, para ser historiador hay que saber Antropología cultural, sociología, economía, ecología, demografía, literatura, música, feminismo, culturas indígena y afro-latina, religiosidad popular, filosofía, además de ciencia política, y también un poco archivero, problemática que traté de abordar en Introducción a una teoría de la historia para América Latina, Ed. Planeta, Buenos Aires, l992.

Este libro constituyó un intento de abstracción -en el buen sentido hegeliano- de mi principal obra: Historia General de América Latina, en 9 tomos. Pude hacerla porque la Universidad Central de Venezuela me permitió renunciar a mi cargo de Profesor Titular, a tiempo completo, y optar a horas convencionales con el objeto de disponer de más tiempo. Clasifiqué mis fichas acumuladas durante décadas y con la colaboración de Luisa Werth me puse a redactar las 4.200 páginas durante 7 años. Y la misma Universidad se hizo cargo de la edición en l984.

Después la puse a discusión en las Universidades de Caracas, UNAM, Autónoma de Santo Domingo, La Habana, Nacional de Colombia, de Quito, Guayaquil, Buenos Aires, Córdoba, Santiago de Chile y otras, donde aprendí y recibí comentarios críticos y aportes de connotados investigadores. En varios países se hicieron Seminarios que duraron entre uno y tres meses, donde se discutió cada tomo por especialistas de ese período histórico, que en muchos casos entregaron sus aportes por escrito. Muy interesante fue la experiencia de poner a discusión en cada país los temas más importantes de su historia; por ejemplo, en la UNAM puse a discusión mis capítulos sobre el Imperio Azteca y la Revolución Mexicana. Recuerdo que investigadores chilenos, uruguayos y argentinos que estaban exiliados en México me dijeron que me arriesgaba a ser muy criticado. Les dije: ¿Y quién va a aprender más de este debate?. Efectivamente, logré así enriquecer mi obra, incorporando las observaciones al libro que hoy entrego.

Los investigadores que participaron en los Seminarios de discusión de la Historia General de América Latina fueron los siguientes:

Venezuela: Héctor Malavé Mata, Armando Córdova, Irene Rodríguez, Héctor Silva Michelena, D.F. Maza Zavala, Luis Cipriano Rodríguez, Rigoberto Lanz, María Sol Pérez Schael, Trino Márquez, Esteban Emilio Mosonyi, Heinz Sontag, Judith Valencia, Francisco Mieres, José Balbino León, Luis Brito García, Simón Saénz Mérida, Víctor Pizani, Andrés Serbin, Gastón Carvallo, Manuel González Abreu, Fulvia Nieves, Alexander Luzardo, María del Mar Lovera, Raúl Domínguez, Carlos Febres, Marcial Ramos, Hugo Calello, Arturo Sosa, Hernán Pardo, Paz Luzzi, Helena Guerra, Dorothea Melcher, Carlos Walter, B. Mommer, Carlos Sabino, Luis Navarrete, Ramón Alvarado, José Luis Briceño, Maruja Acosta, Guillermo Rebolledo, Nora Castañeda, Trino Díaz y Emeterio Gómez,

Ecuador: Manuel Agustín Aguirre, José Moncada, Enrique Ayala, Agustín Cueva, Carlos Landazuri, Lenin Ortiz, Jorge Marcos, Segundo Moreno, Nicanor Jácome, Jorge Núñez, Leonardo Espinoza, Rafael Quintero, Manuel Chiriboga, Patricio Icaza, Víctor Granda, Carlos Rojas, Manuel Medina Castro y Juan Paz y Miño.

Colombia: Marco Palacios, Rodrigo Alzate, Enrique Valencia, Jesús Bejarano, Magdalena León, Ricardo Sánchez, Alvaro Tirado, Libardo González, Víctor Moncayo, Salomón Kalmanovitz, Bernardo Tovar, Mario Arrubla, Hermes Tovar, Emilio Pradilla, Gonzalo Correal, Héctor Llanos, Pedro Gamboa, Abel López, Germán Colmenares, Jaime Jaramillo, Margarita González, Gerardo Molina, Fernán González, Ligia de Ferrufino, Mauricio Arcilla, Socorro Ramírez, Guiomar Dueñas, Alfredo Vázquez Carrizosa, Isabel Sánchez y Miriam Jiménez.

Perú: Luis Lumbreras, Aníbal Quijano y Rodrigo Montoya.

Bolivia: Mauricio Antezana, Cayetano Llobet, Carlos Toranzo, Hugo González Moscoso y Luis Baudin. México: Leopoldo Zea, Alonso Aguilar, Eduardo Matos, Sergio de la Peña, Guillermo Garcés, Manuel Aguilar Mora, Moisés González Navarro, Armando Bartra, Octavio Rodríguez Araujo, Adolfo Gilly, Alejandro Gálvez, Teresita Barbieri, Luis Felipe Bates, Javier Guerrero, Héctor Guillén, Francisco Gómez Jara, Abelardo Villegas, Sergio Méndez Arceo, Enrique Dusell, Juan Felipe Leal, Cuauhtémoc González, Alicia Bárcena, Miguel Concha y Fernando Carmona, Armando Cassígoli, Federico García M. y Heinz Dietrich S.

Centroamérica: Edelberto Torres-Rivas y Mario Salazar Valiente (El Salvador), Severo Martínez Peláez y Marco Antonio Sagastume (Guatemala), Arnoldo Mora (Costa Rica), Ricaurte Soler, Jorge Turner y Alfredo Castillero (Panamá), Carlos Vega y Elio Montenegro (Nicaragua).

Puerto Rico: Manuel Maldonado-Denis y A.G. Quintero Rivera.

Haití: Suzy Castor, Gerard Pierre Charles, Arnold Antonin e Ives Dorestal. República Dominicana: Roberto Cassá, J.I. Jiménez Grullón, Rubén Silié, Alberto Malagón y Julio Ortega.

Cuba: Julio Le Riverend, Sergio Guerra, Oscar Zanetti, R. Segrera L., Enrique López Oliva, Niurka Pérez, Ramón de Armas, Salvador Morales, Juan Valdés y Julio Carranza. Brasil: Rui Mauro Marini, Eder Sader y Clodoaldo Bueno.

Uruguay: Lucía Sala y Gustavo Melassi. Paraguay: Atilio Joel Casal. Argentina: Edmundo Heredia, Hugo Biaggini, León Pomer, Alberto Pla, María Saénz, Carlos Sempat Assadourian, Gregorio Selser, Jorge Schvarzer, Julián Lemoine, Antonio Brailowsky, Héctor Cejenovich, Miguel Murmis, Juan Carlos Marín, Pablo Gutman, Marcos Kaplan, Mirta Henault, Osvaldo Reig, Eduardo Saguier, Horacio Tarcus, Ricardo San Esteban y Tomás Vasconi. Chile: Abraham Pimstein, Pedro Vuskovic, Enzo Faletto, Hugo Zemelman, Eduardo Novoa Monreal, Carlos Villagrán, Isabel Allende, Jaime Torres, Carlos Matus, Silvia Mezzano, Ricardo Yocelevsky, Eduardo Ruiz, José Valenzuela, Belarmino Elgueta, Ana Pizarro, Luisa Werth, Alejandro Saavedra, Guillermo Briones, Jorge A. Lagos N., Leonardo Jeffs, Alejandro Chelén Rojas y Salvador Dides, Luis Cruz, Carlos Ruiz, Marcelo Alvarado M., Alejandro Witker y Sergio González.

Francia: Michael Lowy y Mary Chantal.

Holanda: Marcelo Segall.

Bélgica: Ernest Mandel.

Alemania: Claudia von Werlhoff, Klauss Meschkat, Hans Peter Neuhof, Andreas Buro, Marta Fuentes, Verónica Benholt y Mario Durán Vidal.

España: Miguel Izard, Pelai Pagés y Xabier Arizabalo.

Canadá: André G. Frank y Pierre Moutarde.

Estados Unidos: Paul Sweezy, Robert E. Blies, Peter Winn y Carlos Johnson

Naciones Unidas: investigador Augusto Angel Maya. Algunos de estos investigadores no estuvieron en los Seminarios, pero conocieron la obra y enviaron sus comentarios.

El texto original y los comentarios críticos recogidos en las diversas giras han sido la base fundamental de los tomos que hoy entregamos a las nuevas generaciones para reiniciar un debate histórico más necesario que nunca en esta fase de mundialización del capital financiero, claramente atentatoria de nuestra identidad.

La presente obra en cierta medida es colectiva porque recoge la acumulación de conocimientos de innumerables investigadores, sobre todo de aquellos que se atrevieron a romper con el modelo eurocéntrico. De todos modos, tiene una concepción unívoca del proceso histórico, hecho que la diferencia de las Historias Latinoamericanas redactadas por varios autores.

Es una Historia Comparada de nuestros países, dentro de la globalidad; un esfuerzo por integrar América Latina a la Historia Universal, que hasta ahora ha sido sólo su versión europea. Por eso, aún no tenemos una Historia Universal sino una mirada europea de la Historia Universal, donde sigue penando el enfoque hegeliano de los «pueblos sin historia», es decir gran parte de los países del llamado «tercer mundo». Inclusive, las Historias de las Civilizaciones como las de Durant, Berr, Goetz y otras presentan un rosario de culturas aisladas, sin perspectiva unívoca. Los que pretendieron esbozarla de manera global, no pasaron más allá de la historia comparada morfológica, cayendo como Spengler en la metahistoria, en la búsqueda del «alma de las civilizaciones» o del choque de éstas para generar una supuesta «religión superior», al decir de Toynbee. Esta ausencia de una historia realmente universal sólo podrá superarse con las contribuciones de los investigadores de Asia, Africa, Australia y América Latina, y su posterior intercambio de ideas con los europeos, canadienses y norteamericanos.

Uno de los criterios metodológicos centrales de nuestra obra es la categoría de desarrollo desigual, articulado, combinado, específico-diferenciado y multilineal. El desarrollo Desigual no sólo se ha dado en la era capitalista sino también en las sociedades anteriores, como puede apreciarse en Indoamérica comparando el estadio cultural de los incas y aztecas con las comunidades cazadoras-recolectoras y agro-alfareras de esa misma época. Ni qué decir del desarrollo desigual en el período contemporáneo entre las naciones altamente industrializadas y los países coloniales y semicoloniales.

Este desarrollo desigual -analizado por Marx, Lenin y Rosa Luxemburgo- fue complementado por Trotsky con la categoría de Combinado, con el fin de interrelacionar las formas más modernas del capitalismo con las más retrasadas, fenómeno combinado que se da tanto en lo económico y cultural como en la formación y evolución de las clases sociales. También en la relación etniaclase y en el sincretismo de culturas en las que se combinan costumbres y creencias de formaciones sociales anteriores con las que provienen de otras, generalmente europeas.

Sin embargo, el desarrollo desigual y combinado adquiere, a nuestro juicio, mayor precisión si se lo complementa con la categoría de Articulado, que establece una inter-relación más clara entre las formas denominadas modernas y atrasadas, superando las apreciaciones de coexistencia estática o de dualismo estructural entre ellas. Es sabido que en nuestra América se articulan variantes de economía campesina de subsistencia con el mercado capitalista. Razón tenía Rosa Luxemburgo cuando sostenía que el sector precapitalista es funcional al modo preponderante de producción.

La actual «globalización» del sistema expresa más nítidamente que antes los fenómenos de articulación que se dan en el proceso de desarrollo desigual y combinado. Así podrían comprenderse mejor los impactos de transferencia y aculturación que, iniciándose como exógenos, se constituyen rápidamente en factores activos internos.

Es importante analizar lo que se articula y combina en las formaciones históricas de desarrollo desigual, pero también lo que las diferencia. Por eso, lo Específico-Diferenciado es una categoría clave para investigar la multiplicidad de los procesos en nuestro subcontinente indo-afro-latino, permitiendo apreciar en su real dimensión las heterogeneidades de cada uno de los países latinoamericanos. La singularidad es parte de la totalidad.

La categoría de continuidad histórica debe ser manejada teniendo siempre en cuenta la discontinuidad, al igual que los procesos de estructuración y desestructuración, no dejando nunca de lado la unicidad contradictoria de la Formación Social. A la concepción unilineal de la historia hay que oponerle la real multilinealidad que se da en la evolución de las sociedades. Precisamente, el curso diferente que sigue cada una de ellas es lo que determina su especificidad.

Sin embargo, adscribirse acríticamente al concepto de multilinealidad puede conducir a negar las tendencias generales de la historia, en aras de un «relativismo cultural» abstracto. Adherirse a un evolucionismo multilineal en todas las épocas, incluyendo la contemporánea, significaría soslayar la interdependencia de procesos que, dentro de la diversidad, aceleran la continuidad-discontinuidad histórica.

Es necesario, entonces, analizar el desarrollo desigual, articulado, combinado y específico-diferenciado de las culturas y la pluralidad de sus líneas de evolución, criticando la concepción unilineal sin caer en otra forma de dogmatismo que conduce, a través de un muestrario inconexo de evoluciones multilineales, a una forma de ininteligibilidad histórica.

Otra categoría de análisis que utilizamos para el estudio de América Latina es la de Formación Social, que permite comprender la totalidad de cada sociedad: la interinfluencia entre la denominada estructura y superestructura, los cambios cualitativos de una época a otra, incluyendo los períodos de transición, las tendencias sociales, políticas, culturales e ideológicas, la vida cotidiana y la relación sociedad humana-naturaleza, para cuyo análisis es insuficiente la categoría de modo de producción. Algunos autores han confundido Formación Económica y Formación Económica Social (FES) con Formación Social, sin advertir que la primera se refiere solamente a la estructura y a la combinación de modos de producción. En cambio, Formación Social abarca la sociedad global, incluida la formación económica, indicando claramente a la ciencia histórica su objeto central de estudio.

Como nuestra América, a partir del siglo XVI, pasó de manera forzada a integrarse a la Formación Capitalista Mundial, es preciso investigar este proceso teniendo en cuenta el fenómeno de la Dependencia, que no es una teoría sino una categoría de análisis. A esta categoría hay que despojarla de la ideología de ciertos autores, superando la metodología estructuralfuncionalista, el dualismo centro-periferia y las omisiones respecto del proceso de lucha de clases en cada país, al enfatizar y unilateralizar el carácter exógeno de la economía latinoamericana. A su vez, los críticos de esta «teoría», al hipertrofiar su enfoque en los modos de producción, con el fin de motejar de circulacionista a ciertos dependentólogos, cayeron en un nuevo reduccionismo, sin darse cuenta que polemizaban con investigadores, como André G. Frank, que se atrevieron a pensar la historia en términos mundiales, con un concepto de totalidad.

América Latina ha sido Dependendiente desde la colonización europea. Sin embargo, esta generalización sólo puede revelar su contenido concreto en la medida que se definan los rasgos específicos de las diferentes fases históricas de cada país, inclusive el tipo particular de dependencia que se está dando con la actual fase de mundialización del capital.

La categoría de clase también debe ser aplicada a las particularidades de América Latina, ya que el origen y evolución de nuestra estructura social fue distinta a la europea, señalando las particularidades de la propia burguesía y ampliando el concepto de clase trabajadora a todos los asalariados, incluidos los jornaleros del campo y las capas medias que venden su fuerza de trabajo, para poder entender las revoluciones, como la mexicana, cubana y nicaragüense, donde el proletariado industrial estuvo lejos de ser la principal fuerza motriz del cambio.

En esta obra hemos procurado enriquecer no sólo el concepto de clase sino también el de etnia-clase, problema clave para comprender la historia de las zonas mesoamericana y andina, en lo que atañe a la trascendencia de las culturas originarias; y la de la región caribeña respecto a las etnias negras y sus respectivos mestizajes.

Asimismo, hemos tratado de precisar las categorías de Estado y Estado-Nación, que en América Latina tiene una génesis distinta a la de Europa. La incomprensión de esta especificidad ha conducido a negar la existencia del Estado hasta fines del siglo pasado, argumentando que la formación de nuestro Estado nacional no habría cumplido los requisitos del modelo europeo. Si esta falencia es notoria respecto del Estado republicano, más evidente es la ausencia de una conceptualización del tipo especial de Estado que se dio en los imperios inca y azteca.

El Estado ha sido considerado como una de las formas de expresión de la «superestructura». Sin embargo, ésta no es un simple reflejo de la estructura sino que influye de manera activa sobre la misma y es parte indisoluble de la Formación Social. El criterio mecanicista de que la superestructura es sólo reflejo de la estructura ha conducido a minimizar el papel que juega la política, el Derecho, lo religioso, los valores y normas de la sociedad. La política no es solamente la expresión condensada de la economía sino también del enfrentamiento social. El Derecho, como lo advierte Thompson, codifica la relación entre las clases, estableciendo una normatividad que permea hasta la vida cotidiana. La «revolución de los cristeros» en el México de fines de la década de l920 es una muestra elocuente del papel activo que puede jugar esa «superestructura» tan poco valorada, así como otras manifestaciones de la religiosidad popular. La estructura socioeconómica condiciona las manifestaciones superestructurales, pero éstas, especialmente el Estado, modifican en cierta medida las líneas de desarrollo económico.

Al mismo tiempo hay que captar la relación dialéctica entre lo sincrónico y lo diacrónico, dejando de lado el criterio de que lo sincrónico es el momento de confluencia de las «estructuras» y de que lo diacrónico sólo representa el transcurrir de los sucesos, al decir de aquellos estructuralistas que priorizan la sincronía. Tanto el uno como el otro son expresados por la totalidad de la Formación Social histórico concreta. No se puede explicar lo sincrónico si no se estudia la génesis del proceso, su estructuración y su desestructuración.

Por otra parte, en la presente obra hemos tratado de esclarecer qué se entiende por procesos de estructura y de coyuntura. Si bien es cierto que el primero está relacionado con las tendencias generales de una sociedad en un tiempo relativamente prolongado, y que el segundo es el que se da en un período corto, ambos forman parte de una misma totalidad y de esa unicidad contradictoria entre continuidad y discontinuidad. A veces, un proceso de coyuntura agrava la crisis de estructura o la supera transitoriamente.

Lo importante para la explicación de los fenómenos históricos es determinar cuáles son sus causas de estructura y cuáles sus cadenas causales de coyuntura.

Por ejemplo, la Independencia política de América Latina se produjo a raíz de causas de estructura, como la opresión colonial, que combinada con causas de coyuntura, la invasión napoleónica de España, provocaron el estallido de la revolución anticolonial.

Hemos puesto énfasis en las categorías de análisis con el fin de precisar los fundamentos epistemológicos para el estudio de América Latina y el Caribe porque en muchos historiadores existe el criterio de que la epistemología es un quehacer exclusivo de metodólogos, sociológos y filósofos. En rigor, no puede haber investigación histórica sin metodología, como no hay teoría de la historia sin estatuto epistemológico.

Uno de los problemas metodológicos de mayor importancia en la ciencia histórica es la periodización, porque condensa los cambios significativos experimentados en las Formaciones Sociales, trascendiendo la mera secuencia cronológica. Establecer una periodización para América Latina es una tarea compleja, ya que hasta hace pocas décadas las investigaciones estuvieron signadas por una concepción de la historia fáctica, es decir, el relato de batallas, acontecimientos patrios, hechos políticos hipertrofiados, nombres de presidentes que se suceden en una visión caleidoscópica. A pesar de que somos conscientes de que toda periodización conduce a variadas formas de unilateralidad, nos permitimos hacer la siguiente periodización para nuestra América:

Una primera fase de pueblos recolectores-cazadores, que se remonta a unos 50.000 años. Una segunda, que se inició aproximadamente hace 5.000 A.C. con los pueblos agro-alfareros y su modo de producción comunal. El tercer período es de transición hacia las Formaciones Sociales Inca y Azteca, desde el primer milenio de nuestra era hasta el siglo XIV. El cuarto se registró también en la zona mesoamericana y andina: los imperios inca y azteca. El quinto -la Formación Social Colonial- se inauguró con la colonización hispano-portuguesa, abriendo por vía exógena otro período de transición que culminará en el siglo XIX con un tipo de capitalismo primario-exportador. El sexto se inició con la revolución anticolonial y el surgimiento de naciones formalmente independientes en lo político, pero dependientes de las metrópolis de Europa occidental en cuanto a su economía. El séptimo período se caracterizó por la consolidación del Estado y del capitalismo primario-exportador en la segunda mitad del siglo XIX. El octavo fue la expresión de un cambio cualitativo en el carácter de la Dependencia económica y cultural, razón por la cual lo denominamos Formación Social Semicolonial en esta Fase Imperialista I (l900- l930). El noveno, la Formación Semicolonial II o Fase Imperialista II, donde se da una industrialización, que abre paso a la modernidad, el ascenso de la burguesía industrial y agraria, la emergencia de las capas medias, del nuevo proletariado y de la cultura urbana; y el décimo, Fase Imperialista III, que es la era generalizada del neoliberalismo, consolidada en la década de l980.

Esperamos que esta tentativa de contar la otra cara de la historia abone el camino para aquellas investigadoras decididas a descorrer el velo de la mitad hasta ahora invisible de la historia. Uno escribe -dice Eduardo Galeano- «para la gente con cuya suerte, o mala suerte, uno se siente identificado, los malcomidos, los maldormidos, los rebeldes y los humillados de esta tierra…Escribimos a partir de una tentativa de encuentro, para que el lector comulgue con palabras que nos vienen de él y que vuelven a él como aliento y profecía».

Para leer la obra completa puede ir a:
https://www.archivochile.com/Ideas_Autores/vitalel/2lvc/02lvchistsocal0001.PDF

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