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Succession y el capitalismo que nos hace miserables

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Imagen: Una escena de la serie Succession de HBO (HBO).

JACOBIN

LUKE SAVAGE

TRADUCCIÓN: VALENTÍN HUARTE

No cabe duda de que el capitalismo impone el sufrimiento a los pobres y a las clases trabajadoras. Pero la sádica competencia mercantil también fuerza a los ricos a comprometerse en una serie prácticas que hace sus vidas más miserables.

La semana pasada, The Guardian publicó una columna titulada «Soy terapeuta de los superricos y son tan miserables como los pinta Succession». En términos literales, la serie es un anzuelo de clics: un ejemplo de manual del tipo de título y sinopsis que tiende a atraer el tráfico en esa economía de los medios sociales que crece en función de la provocación. Como era de esperar, fue bien recibida por un aluvión de comentarios que expresaron una mezcla de Schadenfreude y falta de simpatía por esos personajes que amontonan fortunas exorbitantes. ¡Que florezcan mil comentarios en Twitter!

Pero vale la pena leer a Clay Cockrell —psicoterapeuta que por casualidad terminó atendiendo a individuos superricos y que percibe en Succession un documental más que una ficción—, pues su pluma dibuja los contornos de la psicología de esas personas.

Como sugiere el título de su columna, muchos de los pacientes de Cockrell no son felices a pesar de la insondable libertad personal y la comodidad material que garantiza su riqueza. Aunque consienten a sus hijos, suelen tener dificultades para ser buenos padres. Otros dicen tener muchos problemas para entablar vínculos no instrumentales o no mediados por transacciones económicas, no confían en las personas que los rodean y sienten que sus vidas no tienen sentido ni propósito.

Mientras tanto, la cuestión del dinero en sí misma es a la vez áspera e incómoda, y las investigaciones muestran que, al contrario de lo que uno esperaría, muchas personas ricas viven en un estado de ansiedad permanente y no se sienten en absoluto seguras. Como escribe Cockrell:
El dinero es un tema de conversación incómodo. El dinero está siempre envuelto en culpa, vergüenza y miedo. Aunque existe cierta idea de que el dinero representa hasta cierto punto una forma de inmunidad contra las enfermedades mentales, pienso que en realidad las personas ricas —y quienes las rodean— son más susceptibles de sufrirlas.

Es curioso que esa realidad se aleje tanto de lo que tendemos a pensar cuando hablamos de las grandes fortunas, aunque, por supuesto, mi intención aquí no es avivar la compasión por los ricos. No hace falta repetir que las personas con problemas reales siempre merecerán más simpatía que aquellas que pasean en aviones privados, viven en mansiones extravagantes y ocupan los cargos más altos de la jerarquía en las grandes empresas. Trabajar en condiciones precarias y sufrir la explotación son vivencias mucho más comunes que ser rico, y el daño psicológico que conllevan representa sin duda una injusticia mayor que cualquier patología que afecte a un par de dueños de yates capaces de costearse una buena terapia.

Tampoco pienso que tengamos que reanimar el viejo refrán según el cual no es posible comprar la felicidad. Pero lo que más me sorprende del artículo de Cockrell es que sugiere que es prácticamente imposible reconciliar la posesión de una enorme fortuna con impulsos morales o éticos básicos, o con cualquier otro tipo de rasgo humano. Por supuesto, algunos ricos parten de la absoluta incapacidad de sentir empatía o compasión, y en ese sentido no sufren ningún remordimiento por explotar y manipular el mundo que los rodea. Un informe periodístico de Jon Ronson estima que la cantidad de casos psicopatológicos es cuatro veces más grande entre los CEO que entre la población general, es decir, que no nos equivocamos cuando pensamos que el enclaustrado mundo de las élites está plagado de réplicas de Patrick Bateman.

No obstante, aun considerando esta sorprendente estimación, estamos hablando de una tasa de casos menor al 5%. Por lo tanto, la enorme mayoría de los superricos no son estrictamente psicópatas, incluso si sus acciones terminan causando un gran daño, estrés y sufrimiento en otras personas. Ser extremadamente rico implica, al menos en ciertos casos, vivir en un tire y afloje permanente. No es que los ricos sean oprimidos por el capitalismo, sino que están atrapados en su red, como todo el mundo, y como beneficiarios principales de este sistema económico jerárquico en el que vivimos, muchas veces contemplan sus estragos a vuelo de pájaro.

Como dijo Meagan Day en un artículo de Jacobin de 2017, el capitalismo «termina forzando a todos, incluso a las clases dominantes, a una posición de dependencia frente al mercado y la disciplina de mercado». Y como argumenta Vivek Chibber, el resultado es la subordinación moral y ética a la dictadura hueca del valor de cambio y de la competencia despiadada:

Por lo tanto, el mero hecho de sobrevivir a la lucha que plantea la competencia fuerza al capitalista a priorizar las cualidades asociadas con el «espíritu emprendedor» […]. Sin importar la naturaleza de su socialización previa, aprende rápidamente que deberá conformarse a las reglas vinculadas a su posición, pues en caso contrario su negocio sucumbirá. Una propiedad notable de la estructura de clases moderna es que cualquier desviación significativa del capitalista de la lógica de la competencia mercantil termina representando un costo: negarse a contaminar el medioambiente con residuos tóxicos implicará una pérdida de la que sacarán provecho aquellos que estén dispuestos a hacerlo; la utilización de materias primas seguras pero más caras, terminará manifestándose como un aumento del costo unitario, etc. Por lo tanto, los capitalistas sienten la enorme presión de adaptar su orientación normativa —sus valores, objetivos, ética, etc.— a la estructura social en la que están insertos […]. Los códigos morales que se imponen son los que garantizan un negocio exitoso.

A menos que uno sea un psicópata, ser exorbitantemente rico implica necesariamente cierto nivel de padecimiento psíquico. En la medida en que fuera posible generalizar un concepto tan vago y discutible como el de «naturaleza humana», cabría pensar que hay algo profundamente antinatural en explotar y dominar a otras personas, así como es completamente inhumano y antisocial que el dinero defina la mayoría de nuestras relaciones sociales.

La aplicación de un impuesto mundial a las grandes fortunas permitiría distribuir los miles de millones de dólares inmerecidos sobre los que descansan los superricos, con el fin de aliviar la penosa situación en la que vive la mayoría de la población que padece la explotación capitalista. De esa forma, cuando menos, los primeros se librarían de la obligación de pasar tantas horas en el diván de sus terapeutas.

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