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Para terminar con la pandemia hay que quebrar el monopolio farmacéutico

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Jacobin

LUKE SAVAGE

imagen: Vacunación contra el COVID-19 en un hospital en Jartum, capital de Sudán. (Foto: Ebrahim Hamid / AFP via Getty Images)

Gracias al nacionalismo miope y al poder de las empresas, se estima demorar hasta 2078 en lograr la vacunación mundial. La lección es clara: el COVID-19 no podrá superarse hasta que antepongamos las necesidades humanas al beneficio privado.

Como pura hazaña logística, el despliegue de vacunas en algunas naciones occidentales ha sido nada menos que notable. Sin embargo, en la mayoría de los demás parámetros imaginables, la respuesta global a la pandemia —una respuesta formulada y dirigida en gran medida por esas mismas naciones— ha resultado un fracaso moral catastrófico. 

A medida que la distribución de vacunas en Canadá se dispara, los ritmos prepandémicos se reanudan en amplias zonas de los Estados Unidos y el Reino Unido se prepara para reducir las restricciones de COVID que le quedan, una sensación palpable de normalidad está volviendo gradualmente a los rincones prósperos del mundo. La razón principal, lisa y llanamente, es que las vacunaciones masivas funcionan: tanto en términos de minimizar las enfermedades graves como de limitar la propagación del virus.

Mucha gente probablemente sea solo vagamente consciente de que el panorama es muy diferente fuera de Europa y Norteamérica. Sin embargo, incluso un examen superficial de los datos deja claro lo importante que es la brecha entre los países ricos y los pobres. El 85% de todas las vacunaciones realizadas hasta la fecha se han llevado a cabo en países de ingresos altos, mientras que las de los más pobres apenas alcanzan el 0,3%. Según la exministra de Sanidad ecuatoriana Carina Vance Mafla, que copresidió una importante cumbre reciente sobre el internacionalismo de las vacunas, en casi un centenar de países aún no se ha distribuido ni una sola dosis. 

Como señaló Varsha Gandikota-Nellutla, de la Internacional Progresista, tras la conclusión de la cumbre, la Unión Europea ya ha podido llegar a un acuerdo para casi 2000 millones de vacunas de refuerzo, a pesar de la urgente necesidad de primeras dosis en otros lugares, sobre todo en África, cuyos más de mil millones de habitantes apenas han recibido vacunas. Al ritmo actual, dijo Gandikota-Nellutla a The Intercept, podrían necesitarse casi sesenta años para lograr la vacunación mundial, una realidad que atribuye, con razón, al nacionalismo, el imperialismo y el racismo.

Los cálculos recientes de la Alianza Popular para la Vacunación ponen de manifiesto lo sesgada que está la situación actual:

Los países del G7 están vacunando a un ritmo de 4.630.533 personas al día. A ese ritmo, se necesitarían 227 días para vacunar a toda su población, hasta el 8 de enero de 2022, suponiendo que todos reciban dos dosis. Entre ellos, los países de renta baja están vacunando a un ritmo de 62.772 personas al día. A ese ritmo, tardarán 57 años en vacunar a toda su población, hasta el 7 de octubre de 2078, suponiendo que todos reciban dos dosis.

Las implicaciones de este apartheid de las vacunas van mucho más allá de los bloqueos prolongados y otras interrupciones en los patrones regulares de la vida. En la actualidad, los países pobres y de ingresos medios representan respectivamente el 43% y el 42% de las muertes en todo el mundo, en comparación con el 15% en los países ricos. A medida que el número de muertes por COVID en todo el mundo supera los 4 millones, hay muchas razones para creer que la proporción se volverá aún más sesgada en los meses y potencialmente en los años venideros.

A pesar de las esperanzas de que la reciente conferencia del G7 pudiera dar al menos el comienzo de una respuesta global adecuadamente coordinada, las mil millones de dosis prometidas por los países ricos ni siquiera se acercan a los once mil millones que serían necesarias para vacunar al 70% de la población mundial para finales del próximo año. Tal y como están las cosas, el esfuerzo mundial existe más sobre el papel que en la realidad, siendo en última instancia un mosaico de filantropía y producción desigual dominado por un puñado de empresas privadas cuya principal prioridad es satisfacer la demanda de vacunas en el mundo desarrollado. 

Hasta que esta dinámica cambie, los casos seguirán aumentando en los países más pobres y las nuevas variantes seguirán afectando incluso a las poblaciones totalmente vacunadas. Por tanto, aun en el sentido de un estrecho interés propio, la respuesta de los gobiernos occidentales —incluso mientras la vida vuelve a la normalidad en Europa y Norteamérica— puede calificarse con seguridad de fracaso.

Sin embargo, esto no ha sido un fracaso de la imaginación o una serie de errores inocentes nacidos de la falta de experiencia con una pandemia de esta escala. Más bien ha sido, al menos en parte, un fracaso de los sistemas políticos ostensiblemente democráticos, tan deferentes con el poder corporativo, que no han podido ni querido buscar una auténtica cooperación internacional fuera de la lógica del beneficio privado. El libre intercambio de tecnologías, la capacidad reguladora y de fabricación compartida y la producción coordinada a nivel mundial aumentarían el número de dosis disponibles, reducirían el número total de muertes y llevarían la pandemia a una conclusión más rápida en todos los rincones del mundo.

A menos que se rompa el monopolio de las grandes farmacéuticas y se acabe con el apartheid de las vacunas, esta coordinación seguirá siendo imposible y el COVID-19 nos acompañará durante años.

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