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Pandemias, fueguinos y distopías

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Biobio Chile.cl

Por Francisco Gallardo

El 1 de noviembre de 1520, Hernando de Magallanes entra al estrecho que llamó “de Todos los Santos”. Un signo fatídico, que acompañaría la Conquista de América, desde que Cristóbal Colón tomó posesión de las islas del Caribe.

Los conquistadores propagaron sobre los habitantes (seres humanos, minerales, plantas y animales) del Nuevo Mundo, las cepas multivariadas de la infección biológica y social europea. La sobreexplotación y la introducción especies desconocidas, se extendieron al igual que los virus, los parásitos y las bacterias. La pandemia se extendió por el continente de punta a cabo, un cambio irreversible cuyas consecuencias fueron distópicas o catastróficas.

Los canoeros que poblaban las islas Cabo de Hornos y el Canal Beagle, fueron inscritos en la historia europea de manera ejemplar. Ellos fueron objetos de recolección naturalista y también relatos, apuntes, monografías, grabados y fotografías, archivos que forman parte de la historia del capitalismo temprano. En especial, aquella relacionada con la navegación europea con fines comerciales, científicas o industriales entre el siglo XVI y XIX. Las bitácoras y diarios de los navegantes, animaron libros que encendieron la imaginación del mundo occidental. Permitieron crear un imaginario del sí mismo, proporcionando “fundamentos” respecto a la condición “civilizada” de los europeos. La utopía tras las numerosas distopías americanas.

El Capitán Robert Fitz-Roy de la Royal Navy, realiza en 1830 un largo viaje de exploración por las costas de Sudamérica, Tahití y Australia. Le acompaña Charles Darwin, quien elevará la cultura europea al peldaño más alto de la evolución humana. Y que mejor objeto de análisis e interpretación que los canoeros del confín del continente.

Pero es Fitz-Roy quien establece el modo o manera de escribir o escriturar a un nativo, que consideraba “desagradables especímenes de condición humana incivilizada”. Un estado lamentable que debía ser revelado mediante un prolijo régimen descriptivo, de manera que este examen pudiera permitir sacarlos de su exoneración evolutiva. Un manejo de las poblaciones indígenas que sabemos, favorecía también su inserción en la degradante economía del Nuevo Mundo. Este no sería el caso, pues los fueguinos fueron aleccionadores. Fitz-Roy tomó a cuatro nativos fueguinos, a quienes nombró Fuegia Basket, York Minster, Jemmy Button y Boat Memory. Los llevó a Inglaterra con la intención “civilizarlos” y volverlos agentes civilizadores. Luego de un año, tres de ellos regresaron, pero a poco a andar volvieron a su vida tradicional.

Poca duda que estas historias asombraron y conmovieron a los europeos, como William Parker Snow quien viajo en 1854 a cargo de la goleta Allen Gardiner de la Sociedad Misionera de la Patagonia, y cuyo propósito era conocer a Jemmy Button, el yagan civilizado. Una aventura singular, que difícilmente era comparable al cometido de quienes eran sus patrones, puesto que salvar las almas de los indígenas era la mayor expresión de misericordia cristiana. El reverendo George Despard y luego su hijo adoptivo Thomas Bridges, tomaron esta empresa de manera seria. Sabían perfectamente que sin el manejo de la lengua vernácula, el esfuerzo era en vano. Sus descripciones adoptan el protocolo normalizado por Fitz-Roy, pero son probablemente las únicas (en un sentido antropológico) de primera mano.

Bridges que aprendió el idioma yagan en sus adolescencia, y es probablemente quien mejor los conocía. De aquí su función de operador o intermediario, en la expedición científica francesa al Cabo de Hornos (1882-1883) o en aquella de carácter territorial que Giacomo Bove comandó para la Republica Argentina en 1881-1882. Viajes que permitieron la proliferación de textos etnográficos. Como aquellos escritos hechos por los doctores Paul Hyades y Philippe Hahn, el entomólogo Jules Künckel, el geólogo Domenico Lovisato o el botánico Carlos Spegazzini.

Etnografías que son el corolario del explorador que además es un científico. La escritura de estos es profesional y sigue el canon naturalista, donde el indígena no era diferente de cualquier otra pieza hallada en la naturaleza.

Desde el siglo XVIII, las incursiones europeas al archipiélago fueguino, crecieron de manera exponencial con los cazadores de ballenas y lobos marinos. A diferencia de hoy, estos animales eran de una abundancia extraordinaria, por lo que eran capturados hasta que sus productos abarrotaban las bodegas del navío. Los balleneros proveían aceites para la luminaria europea, pero también era usada en curtiembre, cosméticos y lubricantes. Las barbas que permiten la filtración del alimento recogido al succionar agua de mar, también era una mercancía, pues su flexibilidad y resistencia eran usadas desde una raqueta de tenis hasta un cepillo de dientes. Los loberos en cambio, amasaban su fortuna en el esplendido comercio de pieles, un negocio que prácticamente devastó la fauna del planeta entero y remodelo la estructura económico-social de los nativos en las colonias de ultramar.

Se dice que antes del censo de 1884, que contabilizó unos 1000 yaganes (hecho por Thomas Bridges en las caletas del Canal Beagle y las islas del Cabo de Hornos), la población era de unas 3000 personas. La verdad es que no lo sabemos, pero ciertamente debió ser mayor al censo. Lo que sí sabemos es que el descenso poblacional fue veloz y catastrófico. De acuerdo a los misioneros anglicanos, en 1886 el grupo registraba un número de 400 y en 1913 sólo 100.

El agente: el extranjero y los no humanos que los acompañaban. La tuberculosis, la influenza, la viruela y el sarampión redujeron al pueblo yagan. Esta curva infecciosa alcanzó su hora punta en el siglo XIX, probablemente debido a que los fueguinos acudían con frecuencia a las misiones que proporcionaban alimento y protección. El cultivo de las cepas mortales, fue resultado del anhelado sedentarismo europeo, otro gran paso dentro del mundo civilizado. Las misiones de Ushuaia, Rio Douglas y Tekenika, son la consumación de un futuro fueguino distópico, que ni el más aventajado yekamush (el curandero yagan) pudo imaginar.

En isla Navarino vive hoy un centenar de personas Yagan, un grupo que ha ganado un lugar dentro de la comunidad. No navegan en canoas, no se reúnen para comer grasa de ballena y no hay entre ellos un yekamush. Pertenecen al nuevo mundo que vino luego de la pandemia social colonial. Uno donde la diferencia cultural asigna nuevos lugares de acción política y social. Y que no es exclusiva del Yagan, sino una práctica patrimonial que hilvana el mosaico cultural que es planetario.

Las pandemias sociales y biológicas han remodelado el continente americano, desde el Ártico habitado por los Inuit, hasta el Cabo de Hornos que alojaba al pueblo yagan. Las invasiones inesperadas de humanos y no humanos, se han sucedido implacablemente desde el 12 de octubre de 1492. Tienen sus propias historias, episodios tristes y desoladores que jalonan las bitácoras de un lugar y otro, de una época y otra. La vida posterior a esto, nunca volvió a ser igual. Otras redes refundaron a los sujetos y su lugar, nos encaminaron hasta una sociedad posindustrial que en el consumo enreda todo a escala global.

El coronavirus que actualmente asola el planeta, no es la excepción. Sus víctimas no son sólo los indígenas, sino los seres humanos, la especie en la cima de la cadena alimenticia. El COVID 19 ha desnudado su fragilidad y transformado en peligrosa sus forma de convivencia social. Las reuniones espontaneas que antes eran la normalidad, la vida en comunidad desde la aldea a la gran ciudad, no volverán a ser las mismas. Al menos mientras no haya una vacuna que provea inmunidad.

Pero la fragilidad humana, ha revelado una nueva verdad, pues ha quedado demostrado que podemos vivir confinados y seguir rodando igual. Un resultado cuya afinidad con la tecnología remota, augura una nueva normalidad, un escenario anticipado por la diseminación de ese otro virus que es el WhatsApp de nuestro teléfono celular. Es difícil no anticipar que en el futuro inmediato, viviremos encapsulados en una robusta tecnología de globalidad comunicacional. Algo que para Ray Bradbury, el más célebre escritor de ciencia ficción, era la pesadilla distópica que se urdía, tras la quema de libros en su novela Fahrenheit.

Francisco Gallardo Ibáñez
Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR) UC

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