por Franklin Andrade
La carrera presidencial en Chile se perfila, una vez más, como una competencia entre administradores del mismo modelo que ha perpetuado históricamente la desigualdad. Tanto desde el oficialismo como desde la oposición, los candidatos que emergen pertenecen a una élite política funcional al orden neoliberal, con diferencias más estéticas que estructurales. Sus discursos varían en tono, pero no en contenido: todos se alinean, de forma más o menos explícita, con una agenda corporativa que protege los intereses de los grandes grupos económicos por sobre los derechos sociales y colectivos.
La aparente pluralidad de opciones es un espejismo. Lo que se presenta como diversidad ideológica es, en el fondo, una disputa entre quienes comparten los mismos límites del sistema, y que han demostrado ser incapaces —o simplemente no quieren— cuestionar los pilares de un modelo injusto, profundamente extractivista, y antidemocrático en sus bases.
Frente a este escenario, la desconexión ciudadana crece. La apatía no es desinterés, sino frustración acumulada por no encontrar una alternativa real. Esta desafección ha abierto espacio para el avance de la ultraderecha, que capitaliza el descontento con una narrativa simplista basada en el resentimiento social, el miedo al cambio y la criminalización de la demanda por justicia. Su discurso ataca los derechos sociales, culpabiliza a las minorías y transforma el retroceso en solución.
Es urgente que los movimientos sociales —independientes del poder constituido— articulen una alternativa presidencial que no repita los viejos paradigmas de la clase política. Una candidatura que surja desde abajo, conectada con las luchas territoriales, feministas, ambientales, populares e indígenas. Una voz que no busque maquillar el modelo, sino transformarlo radicalmente. Solo así será posible disputar el poder desde una ética distinta y abrir un nuevo ciclo político verdaderamente emancipador.
