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Fracaso del G-7. La guerra comercial tensa la política mundial

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La última reunión del G-7 en Canadá ha supuesto un fracaso estrepitoso y una nueva vuelta de tuerca en la dinámica de enfrentamiento entre las potencias imperialistas. Los intentos de explicar este fiasco como una consecuencia de la política errática de Trump, como han hecho muchos medios de comunicación europeos, son una cortina de humo de cara a obviar el aspecto central: la profunda crisis económica, social y política que padece el sistema capitalista mundial desde el año 2008, y el fracaso de las recetas de la clase dominante para superarla.

Guerra comercial y proteccionismo

La cumbre se ha celebrado en medio de la escalada de sanciones comerciales impuestas por Trump contra China, pero que se extienden a países que hasta hace poco eran sólidos aliados de la potencia norteamericana. Alemania y Canadá criticaron con dureza la política de aranceles contra el acero y el aluminio, y denunciaron que el gobierno estadounidense se excuse en cuestiones de seguridad nacional para justificarlos. La tensión llegó al punto de que, por primera vez en la historia, EEUU no firmó la declaración final consensuada.

Que el gabinete Trump considere que “la competencia estratégica entre naciones, no el terrorismo, es la principal amenaza para la seguridad nacional”, tal como recoge el documento sobre Estrategia Nacional de Defensa (enero de 2018), subraya la decisión de la burguesía estadounidense de luchar por recuperar el terreno perdido frente a sus competidores y mantener a toda costa su supremacía económica, y explica lo ocurrido en el G-7.

Una nueva era de medidas proteccionistas y guerras comerciales, de consecuencias impredecibles, ocupa la escena mundial. Trump ha confirmado en las últimas semanas la imposición de aranceles del 25% a productos tecnológicos chinos por valor de 50.000 millones de dólares, y China ya ha contestado con aranceles del 25% a 659 artículos norteamericanos por otros 50.000 millones. Las amenazas entre la administración republicana y Europa también se han recrudecido, y pueden afectar a sectores esenciales de la industria alemana y francesa (automóviles) y a productos norteamericanos como la naranja, el whisky, el tabaco y vestido. De profundizarse la guerra comercial entre potencias, quedan pocas dudas de que más pronto que tarde se producirá una nueva recaída en la recesión, creando un escenario de empobrecimiento y explosiones sociales.

Las tendencias al nacionalismo económico y político son la consecuencia de una crisis de sobreproducción que sigue sin resolverse, pero estas tendencias no comienzan con Trump. Desde el año 2008, las 60 mayores economías del mundo han adoptado 7.000 medidas proteccionistas, encabezando el ranking EEUU y la Unión Europea con más de 1.000. Parte de ellas fueron las sanciones impuestas por la UE a multinacionales tecnológicas norteamericanas como Apple o Google, con la excusa del impago de impuestos, o las investigaciones del gobierno norteamericano a Volkswagen por el trucaje de motores, con la excusa de la defensa del medio ambiente.

Como prueba de la profundidad de estas tendencias, cumbres multilaterales y foros mundiales como la Organización Mundial del Comercio (OMC), el G-7 o el G-20 fracasan, mientras proliferan los tratados de comercio bilaterales y se ponen en cuestión los acuerdos y alianzas existentes, como ha ocurrido con la salida de EEUU del Tratado del Pacífico o del NAFTA. Los viejos fantasmas del pasado, que acabaron convirtiendo el mundo en un polvorín, vuelven a reaparecer con fuerza.

China y EEUU: la lucha por la hegemonía mundial

Aunque EEUU sigue manteniendo el liderazgo mundial y es la economía más grande y productiva del planeta, el avance de su principal contrincante es evidente. China se ha convertido en el banquero de los EEUU, posee el 18,7% de la deuda estadounidense —1,18 billones de dólares—, y el déficit comercial con el gigante asiático llegó en 2017 a los 375.000 millones de dólares, un 8,1% más que en 2016. En ese año las exportaciones estadounidenses supusieron el 12% del total mundial, mientras que las chinas alcanzaron el 17%.

China vende a EEUU cuatro veces más de lo que compra y su sector manufacturero es una vez y medio más grande que el norteamericano. Es cierto que la producción por persona activa en China equivale a un 19% de la de un trabajador estadounidense, pero el gobierno chino pretende implantar un plan estratégico (llamado “Made in China 2025”) para incrementar la productividad que es visto como una amenaza por el imperialismo norteamericano.

El régimen de Beijin aspira a convertirse en una potencia industrial en sectores tecnológicos punteros (aeroespacial, vehículos eléctricos, software, robótica, etc…) compitiendo con la industria y producción norteamericana y europea. El Congreso de EEUU ya ha advertido que dicho plan pretende reemplazar con empresas nacionales chinas a empresas norteamericanas punteras en robótica, nanotecnología, computación o biotecnología, y acusa al gobierno chino de hacerlo mediante competencia desleal al subsidiar a sus propias empresas. Los mandatarios chinos pretenden ampliar la cuota en el mercado nacional del fabricante aeroespacial estatal Commercial Aircraft Corporation, del 5% en 2020 al 10% en 2025, para romper con el duopolio de Boeing y Airbus; lo mismo en el campo de las supercomputadoras (del 60 al 80%) y de los productos inteligentes manufacturados (del 40 al 60%). China ya fabrica sus primeros trenes bala, compitiendo con Japón, Francia o Alemania.

Los grandes monopolios norteamericanos no pueden aceptar ser excluidos de este gran negocio que, aunque se dé en China, tiene un carácter internacional. Por eso mismo el Departamento del Tesoro ya ha anunciado medidas de cara a prohibir que compañías que tengan un 25% de capital chino puedan adquirir empresas estadounidenses con “tecnología industrialmente significativa”. Es parte de la ofensiva que inició el Departamento de Comercio con el embargo de siete años al gigante tecnológico chino ZTE, por haber incumplido con las sanciones impuestas a Corea del Norte e Irán, y que supuso su quiebra ya que usaba componentes norteamericanos en el 90% de sus productos. El Congreso de EEUU, con el acuerdo de republicanos y demócratas, impulsa una nueva legislación para extender estas prohibiciones a numerosas compañías chinas. Las palabras del actual asesor económico de la Casa Blanca, Peter Navarro, en su libro Death by China, marcan la estrategia: “si China lleva adelante estos planes hasta sus últimas consecuencias, EEUU simplemente no tendrá futuro económico alguno”.

Pero el conflicto con China no se circunscribe a los EEUU. Europa ha criticado duramente al país asiático, especialmente por el proyecto de la “Nueva Ruta de la Seda” con el que pretende extender sus esferas de influencia a lo largo de Asia Central, Oriente Medio y Europa. Diversos embajadores europeos en China firmaron un informe conjunto señalando que dicho proyecto “va en dirección contraria respecto a la agenda de la UE para liberalizar el comercio e impulsa la balanza de poder en favor de las compañías chinas subsidiadas”. También Alemania ve con recelo el programa “Made in China 2025”, especialmente tras la compra de la robótica Kuka por capital chino, o tras la entrada en Daimler, a principios de este año, de la empresa china automotriz Geely, con una inversión de 7.300 millones de dólares.

Una inmensa montaña de deudas

La clase dominante y los gobiernos de las principales potencias han podido evitar un colapso general a costa de colocar más material inflamable en la base del sistema. La continua expansión del crédito y la deuda pública y privada han generado nuevos riesgos que pueden precipitar por sí solos una nueva recaída en la recesión mundial. El problema es de una envergadura colosal.

La deuda global combinada de las empresas, estados y particulares pasó de 142 billones de dólares en 2007 a 232 billones en 2017, alcanzando el 318% del PIB mundial. El problema, tal como señala el economista jefe de Key Capital Investment, es que “con el tiempo, la deuda deja de estimular la actividad. Cada vez se necesita más acumulación de préstamos para generar un punto porcentual de PIB adicional. El crecimiento impulsado por la deuda puede ser divertido al principio, pero simplemente trae al presente el consumo futuro, que luego echaremos de menos”.

En realidad, una parte sustancial del raquítico crecimiento actual es resultado de los tipos de interés cero y las inyecciones masivas de capital de los bancos centrales (conocidas como Expansión Cuantitativa, EC), no de la inversión productiva o el crecimiento del comercio. Estos flujos de liquidez han permitido la compra masiva de activos dudosos de la banca privada y una especulación completamente disociada de la marcha real de la economía. En 2017 la capitalización bursátil mundial alcanzó los 80 billones de dólares, más que el PIB mundial, superando en cerca de 17 billones su pico anterior a la crisis de 2008.

Así lo ha advertido el Banco Internacional de Pagos (BIS), señalando que la recuperación ha dependido en gran medida de estas inyecciones, e indicando que la deuda pública y privada respecto a los ingresos ha alcanzado ya cotas muy superiores a las que se vieron justo antes de la Gran Recesión de 2008. El BIS ha exigido a los países periféricos del sur de Europa un recorte en su abultada deuda, volviendo a despertar los viejos miedos que atravesó la UE con la crisis del euro. La situación, como se ha visto recientemente en Italia, no deja de complicarse y agravarse, y ahora podría dar un nuevo salto en el caso de que no hubiera un Brexit acordado, tal y como ha insinuado la Autoridad Bancaria Europea al advertir al sector financiero que tome medidas para prepararse para una salida de Gran Bretaña de la UE sin acuerdo.

Política exterior y militarismo

La persistencia del estancamiento económico y la amenaza de recesión, o la lucha brutal por los mercados y el proteccionismo, tienen su reflejo inmediato en las relaciones internacionales y en la deriva autoritaria y bonapartista de los gobiernos de numerosas naciones, empezando por los propios EEUU, Rusia y China.

Las alteraciones bruscas y repentinas de las relaciones entre las potencias responden a esta etapa convulsa. Un ejemplo ha sido la salida de EEUU del acuerdo nuclear con Irán, y el restablecimiento por parte de Trump de las alianzas tradicionales que el imperialismo norteamericano mantenía con Arabia Saudí e Israel. El objetivo es obvio: reconquistar una posición de fuerza en Oriente Medio frente a Irán y Rusia, y golpear a China como principal importador del petróleo iraní. Este movimiento ha supuesto un aumento de los precios del petróleo, haciendo más competitiva a la economía norteamericana que cuenta con un sector petrolero en dificultades tras años de recesión y caída continuada de los precios.

Otro ejemplo ha sido la cumbre EEUU-Corea del Norte, la primera desde el final de la guerra de Corea de 1953. EEUU trata de tomar la iniciativa, buscando potenciar el acercamiento entre las dos Coreas en beneficio propio. La propia administración Trump cerraba meses antes un nuevo acuerdo bilateral con Corea del Sur eximiéndole de los aranceles sobre el acero. Además, con esta maniobra, EEUU trata de minimizar la capacidad de China para utilizar Corea del Norte como un instrumento de presión en las negociaciones bilaterales entre ambas potencias.

Esta escalada entre las potencias también se ha reflejado en un continuo crecimiento desde hace años del presupuesto militar, que Trump ha incrementado en más de un 17% para el año 2018 alcanzando los 700.000 millones de dólares, mientras China lo aumentaba en un 8% hasta los 175.000 millones de euros. Otro ejemplo es la conformación por parte de la UE de una fuerza militar de intervención directa al margen de la propia OTAN.

Trump y la lucha de clases

Pero sin duda, un aspecto central para explicar la política agresiva de Trump y su discurso nacionalista es la propia situación interna en los EEUU. A pesar de los buenos datos macroeconómicos y de la reducción del desempleo a un irrisorio 3,9%, la realidad social del país es muy distinta. Recientemente The Washington Post publicaba una encuesta: el 40% de los estadounidenses no pueden permitirse un gasto inesperado de más de 400$; un 43% de los hogares no pueden cubrir sus necesidades básicas (vivienda, comida, sanidad, transporte, educación y telecomunicaciones); uno de cada cuatro adultos dejó de recibir asistencia sanitaria al no poder pagárselo; un 22% de los hogares no pueden hacer frente a todas sus facturas a final de mes y sólo un 38% de los trabajadores norteamericanos ahorran para su jubilación (en un país donde no existen las pensiones públicas).

Trump busca desviar la atención pública, y mantener su apoyo electoral, mandando un mensaje de fuerza y acusando a los inmigrantes o a los productos chinos de ser los responsables de la situación de desigualdad y pobreza que padece el país, tal y como puede hacer Salvini en Italia o May en Gran Bretaña. Se trata de un juego muy antiguo: echar arena a los ojos de los trabajadores, en EEUU, en Europa o China para que no señalen a los auténticos responsables de la situación de explotación y miseria que padecen, los capitalistas de sus propios países. Pero el nacionalismo económico y las soflamas reaccionarias no son ningún signo de estabilidad, ni de cohesión y paz social. Se avecinan grandes batallas de clase y debemos prepararnos.

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