Nos declararon la guerra sin disparar una sola bala. Nos invadieron por dentro. El enemigo ya no lleva uniforme: habita en los deseos, en los miedos, en las pantallas. Es un virus invisible que infecta la conciencia, que transforma la libertad en obediencia y la rebeldía en marketing. El neoliberalismo no conquista territorios: conquista almas.
Nos enseñaron a competir hasta con nuestros sueños. A medir la vida en cifras, a confundir el valor con el precio. Nos inocularon la idea de que la pobreza es culpa del pobre, que la desigualdad es natural, que la solidaridad es ingenua. Nos arrancaron la palabra “pueblo” y nos impusieron la palabra “emprendedor”. Y así, el nuevo amo se disfraza de oportunidad, el nuevo látigo se llama meritocracia.
El virus avanza con la precisión de una doctrina moral: no solo roba pan, roba sentido. Coloniza las escuelas, los medios, las redes y los cuerpos. Se alimenta de nuestra fatiga, de la depresión colectiva, del cansancio que convierte la injusticia en rutina. La guerra de la mente se gana cuando el oprimido empieza a pensar como el opresor, cuando el pueblo repite el discurso del capital como si fuera su propia voz.
Pero hay grietas en el muro. Cada gesto de solidaridad es una fisura. Cada conciencia que despierta, una chispa. No se trata de pedir permiso al sistema que nos enferma: se trata de construir otro modo de vivir, de sentir y de pensar. De volver a creer en lo común, en lo humano, en lo que no se compra ni se vende.
Porque la mente también puede ser trinchera. Y cuando la razón se une al corazón del pueblo, ningún virus ideológico puede sobrevivir.
La cura no está en el silencio, sino en la rebeldía. No en el individualismo, sino en la memoria. No en la resignación, sino en la esperanza organizada.
¡Desinfectemos la conciencia, recuperemos la palabra, rompamos el hechizo del mercado!
¡Porque el pensamiento crítico es el antídoto, y la dignidad, nuestra última barricada!











