JACOBIN
Ahora en la clandestinidad, César Montes lideró varias fuerzas rebeldes, incluido el Ejército Guerrillero de los Pobres, contra las dictaduras respaldadas por Estados Unidos en toda Centroamérica. Jacobin lo visitó en la prisión guatemalteca donde cumplía una condena de 175 años antes de su fuga el pasado octubre.
Imagen: Avance de guerrilleros del FMLN en el departamento de San Miguel, El Salvador, 1985. (Cindy Karp / Getty Images)
El 10 de octubre, con una barba nueva pero tan en forma como siempre, Julio César Macías López —conocido como César Montes—, el último comandante centroamericano, salió de la cárcel guatemalteca. Después de cumplir casi cuatro de los 175 años de su condena, era casi un hombre libre, enviado a esperar bajo arresto domiciliario hasta que se aclarara su caso.
«No se hizo ningún trato con nadie», declaró tras ser trasladado a su arresto domiciliario. Sus partidarios se sintieron aliviados de que no fuera asesinado en una prisión guatemalteca. La liberación coincidió con el aniversario de la emboscada y asesinato de Ernesto «Che» Guevara, el médico argentino convertido en revolucionario y luchador mundial por el socialismo. Montes es un revolucionario al estilo del Che, comprometido durante muchos años con la insurrección en todo el mundo contra los viejos poderes del dinero, los privilegios y la tradición mediante la estrategia de la guerra de guerrillas.
Casi tan pronto como estuvo en casa, el tribunal guatemalteco revocó su decisión y ordenó que volviera a prisión. Pero cuando las autoridades fueron a recogerlo se encontraron con que ya se había escapado. Incluso Interpol emitió una alerta roja, pero desde entonces no ha habido rastro alguno de él.
El comandante
Aprincipios de este año, antes de su arresto domiciliario y de su fuga, nosotras dos —antiguas militantes de las Fuerzas Armadas Rebeldes de Guatemala (FAR)— visitamos al Comandante César en sus dependencias de la prisión de Mariscal Zavala, en la base militar más grande de Guatemala. Llevábamos con nosotras comida china y un cuaderno lleno de preguntas.
César Montes fundó varias columnas guerrilleras que desde los años sesenta hasta los noventa lucharon contra las fuerzas represivas del gobierno en Guatemala, Nicaragua y El Salvador. Se trataba de luchas localizadas encabezadas por ciudadanos que luchaban por la libertad contra una opresión secular. Estados Unidos, temiendo una ola imparable de comunismo procedente del Sur, financió y apoyó a los gobernantes autoritarios de América Latina, entrenando y armando a sus ejércitos, policías y escuadrones de la muerte para sofocar las rebeliones a cualquier precio.
Montes recibió entrenamiento rebelde en Cuba y pasó un tiempo en Vietnam del Norte. Conserva un reloj de pulsera que le regaló Fidel Castro. Era del Che, se lo había dejado en Cuba cuando emprendió su viaje hacia Angola.
En su larga carrera como rebelde, Montes nunca había sido encarcelado. Pero en diciembre de 2021 fue capturado en una redada ilegal en Acapulco, México, transportado clandestinamente de vuelta a Guatemala y luego encarcelado tras un juicio simulado. Es el gran premio conseguido por el ineficaz expresidente de Guatemala, Alejandro Giammattei, que tenía pocos planes de gobierno para los cuatro años de su mandato (2020-2024). El gobierno de Giammattei hizo la vista gorda mientras todo tipo de bandidos, desde viejos militares corruptos hasta capos de la droga recién coronados, se dedicaban al saqueo abierto del país.
Montes, en cambio, trabajó durante casi veinticinco años, desde la firma de los acuerdos de paz entre la cúpula insurgente y el gobierno guatemalteco, en la creación de estructuras civiles para transformar las condiciones de vida de los guatemaltecos del campo. Asumió esta labor, dice, cuando se dio cuenta de que la lucha armada nunca podría «ganar una guerra contra un enemigo que preferiría arrasar con todo el país hasta sus cimientos».
Las largas guerras de Guatemala y El Salvador
Pasada la verja, damos un paseo por el bosque, con pinos que apuntan alto, cipreses que se retuercen y eucaliptos de aroma punzante que mudan su piel. Aquí, en estos terrenos, generales y estrategas elaboraban planes detallados para el horror, entrenando y enviando tropa tras tropa. Un guardia nos toma el carné. Pasamos.
Un estrecho callejón de refugios, apiñados como un campamento, como un tugurio, serpentea ante nosotros. Los hombres con los que nos cruzamos, todos prisioneros, son muy educados. Extrañamente, no hay ni un solo guardia a la vista. No hay barrotes ni celdas. ¿Se gobiernan a sí mismos? Arrastramos nuestras pesadas bolsas de comida hasta que un hombre más joven nos las quita y nos indica el camino.
Montes está rodeado de compañeros que en otros tiempos habrían sido enemigos: soldados, policías, narcos, pero no cualquiera: solo los de más alto rango. Todos lo llaman «Comandante». Si no lo saludan cuando pasa, se ponen un poco más derechos por costumbre. Nosotras también.
El Comandante César nos hace pasar, subiendo una empinada escalera, a su luminoso salón y a la cocina, donde hay una gran mesa cuadrada cubierta de libros y papeles. Las paredes están adornadas con pósters de versiones más jóvenes de sí mismo y de varios de sus camaradas fallecidos. Se prepara el café. Empiezan las historias. Es el héroe justiciero de todos los cuentos.
Montes nunca esperó sobrevivir a todos sus compañeros, ni a los que murieron en la selva ni a los muchos más que desaparecieron. Se horrorizó al verse atrapado en la cárcel. En mayo de 2023, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), entonces presidente de México, pidió a Giammattei que indultara a Montes, diciéndole que sería bienvenido para establecerse en México (el padre de Montes era del sureño estado de Chiapas, y tiene tres hijos de nacionalidad mexicana). El gobierno guatemalteco no respondió a la petición. Así que Montes empezó a contar los días, comiendo bien y haciendo ejercicio con su entrenador japonés, también recluso.
Montes nunca fue nuestro comandante directo en las FAR. Entramos en la guerra a finales de los años ochenta. Para entonces, él estaba en la dirección del Frente Farabundo Martí para la Liberación (FMLN) en la guerra civil de El Salvador. Una de nosotras, Margarita, lo conoció cuando estaba exiliada en Nicaragua, donde él apoyaba al gobierno sandinista nicaragüense en su guerra contra los contrarrevolucionarios financiados por Estados Unidos.
En 1954, cuando César aún no era ni un adolescente, el primer experimento democrático de Guatemala fue destruido por un golpe de Estado patrocinado por la CIA. Estados Unidos instaló a un títere, el general Carlos Castillo Armas, que fue asesinado en luchas intestinas solo tres años después.
En 1960 estalló un motín en las fuerzas armadas dirigido por jóvenes oficiales progresistas disgustados por la complicidad del gobierno guatemalteco con la invasión de la Bahía de Cochinos en Cuba, apoyada por Estados Unidos (se había permitido utilizar territorio nacional guatemalteco para el entrenamiento de mercenarios). Cuando la insurrección de los oficiales no prendió, los capitanes Luis Turcios Lima y Marco Antonio Yon Sosa lanzaron las Fuerzas Armadas Rebeldes. El ejército nacional no tardó en contraatacar, y comenzó la larga miseria de la Guerra Civil guatemalteca.
Durante los treinta y seis años que duró la guerra, 250.000 personas murieron o desaparecieron, mientras que un millón de guatemaltecos fueron desplazados, una cuarta parte de ellos a campos de refugiados en el sur de México. El informe de las Naciones Unidas Memorias del silencio, de 1999, señala a las fuerzas de seguridad del Estado como responsables del 93% de la violencia, y describe lo ocurrido en determinadas zonas como un genocidio perpetrado por el Estado para acabar por completo con determinadas naciones mayas.
César Montes, con veintiún años, se unió a la banda rebelde en sus inicios, en 1962, tras ser expulsado de la Facultad de Derecho. Visitó Cuba, donde estudió medicina y conoció a Fidel, y Vietnam del Norte, donde habló con prisioneros de guerra estadounidenses. También se formó junto a Carlos Fonseca, fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) de Nicaragua, y otros salvadoreños que más tarde formarían el FMLN. A finales de 1966, con la muerte de Turcios Lima en un sospechoso accidente de coche, Montes ascendió a comandante en jefe de las FAR.
En mayo de 1970, Yon Sosa también había muerto. Las Fuerzas Armadas Rebeldes se replegaron. En 1972, Montes y una docena de camaradas se deslizaron silenciosamente a través de la frontera mexicana hacia el norteño departamento guatemalteco de Quiché, habiendo formado lo que se convertiría en el grupo rebelde más fuerte del país, el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). El EGP provocaría al Ejército guatemalteco y reclutaría a miles de simpatizantes entre las comunidades indígenas mayas, docenas de sacerdotes católicos y cientos de líderes laicos que habían sido vigorizados por la Teología de la liberación (la Teología de la liberación sería la puerta de entrada para una de nosotras, Emilie, a la acción cristiana radical).
A principios de la década de 1980, Montes, a raíz de las divisiones dentro del EGP, se había pasado a la lucha en la guerra civil de El Salvador. En 1989, los rebeldes del FMLN estaban inmersos en lo que llamaban la «ofensiva final», mientras que el Ejército salvadoreño seguía atacando «objetivos blandos».
En noviembre de 1989, el Batallón de élite Atlacatl del Ejército irrumpió en el campus de la Universidad Centroamericana, sacando de sus camas a su rector y a cinco profesores, todos ellos sacerdotes jesuitas, a su ama de llaves y a la hija de ésta, y asesinándolos en el jardín de la residencia. La condena mundial no se hizo esperar, y Montes se encontró en el equipo que negociaba la paz. Los acuerdos se firmaron en 1992 en el Castillo de Chapultepec de Ciudad de México. La guerra civil salvadoreña había terminado.
La captura de Montes
Cuatro años más tarde, Guatemala también pondría fin a su guerra, aunque Montes no participó en las conversaciones de paz que duraron años y aclara que nunca firmó nada ni se rindió. Una de nosotras, Margarita, dice lo mismo; pero en 1996 regresaría a Guatemala para continuar en el trabajo teatral, a menudo en las comunidades del altiplano que se recuperaban de la guerra o en los desesperados barrios marginales de la ciudad. Emilie dejó las FAR en 1995, regresando a su hogar en Canadá donde, dos años más tarde, inspirada por las mujeres cristianas guatemaltecas en la lucha, comenzaría sus estudios en el seminario.
De vuelta en Guatemala, Montes siguió con su labor organizativa. Trabajó con campesinos desplazados, refugiados retornados y excombatientes tanto de la guerrilla como del gobierno. Aunque agrupó a estas personas (en su mayoría hombres) en batallones y los organizó con una disciplina de tipo militar, no llevaban armas. Se centraban en tres cosas: la producción, la construcción de la paz y la dignidad. Un pilar central de su vida en común, dice Montes, era el respeto absoluto y la autonomía de las mujeres. En sus comunidades no se podía beber ni consumir drogas, ni siquiera fumar.
Aunque Montes no perdía de vista la situación nacional, seguía vinculado a luchas regionales más amplias. En 1996 recibió la visita del embajador mexicano en Nicaragua, que le hizo una pregunta: «¿Es usted, Comandante César, quien está debajo del pasamontañas negro del misterioso Comandante Marcos, la cara pública de los zapatistas?». Montes se ríe. El embajador —una vez que comprobó que Montes no era Marcos— tenía otra pregunta: ¿Serviría Montes como negociador entre los zapatistas y el gobierno mexicano? La propuesta vino acompañada de un «cheque gordo», resopla Montes. Montes era un estratega militar. Marcos era poeta e idealista. Un chequesote no era tentación para ninguno de los dos.
Llevamos horas escuchando historias. Es hora de comer. Margarita organiza los platos y, uno a uno, los mete en el microondas. Montes sigue contando una historia tras otra sobre un humeante chow mein. Vuelve a reír contándonos cómo, en El Salvador a principios de los noventa, su novia soviética preparó una sopa de remolacha para servir a cierto apuesto venezolano de pelo negro llamado Hugo en su cena de cumpleaños. Montes deja de reír, se pone serio y señala que Hugo Chávez, Fidel Castro y Schafik Hándal, del FMLN, ya han muerto. «Fidel quería a Chávez como a su propio hijo», reflexiona mientras remueve sus fideos, ya fríos.
Después de comer nos centramos en la historia de su emboscada. Los enemigos de Montes se la tenían jurada, principalmente el ultraderechista magnate de los negocios Ricardo Méndez Ruiz, hijo de un militar. Desde 2013, Méndez Ruiz, a través de su organización Fundación Contra el Terrorismo, ha trabajado febrilmente para derrocar todo esfuerzo de democratización en Guatemala. Las investigaciones sobre oficiales de alto rango del Ejército fueron detenidas en seco, y muchos juristas, periodistas y activistas de derechos humanos que trabajaban en casos contra la corrupción fueron silenciados, encarcelados o llevados al exilio.
Desde 2021, Méndez Ruiz ha sido incluido en la «lista Engel», el informe al Congreso de EE.UU. que identifica a los actores corruptos más perniciosos de Centroamérica. Méndez Ruiz, que en su juventud fue rehén durante dos meses de militantes del Partido Comunista de Guatemala antes de ser liberado ileso, siente particular odio por Montes.
El juicio de 2013 contra el general Efraín Ríos Montt, dictador de Guatemala entre 1982 y 1983, había enfurecido a Méndez Ruiz. Condenado en un tribunal guatemalteco por genocidio contra el pueblo maya-ixil y por crímenes contra la humanidad, Ríos Montt fue condenado a ochenta años de cárcel (la sentencia fue posteriormente anulada por un tecnicismo, y murió en su casa bajo arresto domiciliario mientras esperaba un nuevo juicio). El padre de Méndez Ruiz había sido ministro del Interior del general durante el genocidio. Si activistas y juristas pudieron golpear con tanto éxito al antiguo régimen militar, ¿quién sería el siguiente? Además de juristas y periodistas, puso sus ojos en el comandante César.
En septiembre de 2019 se informó de actividad militar sospechosa en Semuy II, una recóndita aldea de El Estor, en Guatemala. Más que un movimiento regular de tropas, la acción consistía en nueve soldados de bajo rango avanzando entre la maleza por senderos poco transitados. La comunidad se puso en alerta máxima. La Fundación Turcios Lima —la ONG que Montes puso en marcha en 1997 y que lleva el nombre del fundador de las FAR— actuaba en la zona, tanto en proyectos de producción alternativa como en formación para la autodefensa comunitaria.
El valle estuvo durante mucho tiempo inmerso en el conflicto gracias a su rico yacimiento de níquel, que una empresa minera canadiense explotó antes de cerrar durante los años de la guerra. En 2006 estaba previsto reabrir las minas. La violencia contra los miembros de la comunidad volvió a estallar, con incidentes de asesinatos, agresiones y violaciones en manada. Las fuerzas del Estado y de la empresa estaban detrás de la violencia, y rara vez se enfrentaban a consecuencias graves.
Cuando se calmó el polvo de la incursión de 2019, tres soldados habían muerto. Los aldeanos alegaron que se habían estado defendiendo. Las autoridades gubernamentales vieron su oportunidad. Declararon el estado de sitio y aplicaron la ley marcial. La fiscalía acusó a Montes de estar detrás de las acciones.
Montes niega enérgicamente estas acusaciones, diciendo que no había tenido ningún contacto reciente con los miembros de la comunidad y que podía demostrar que no había estado cerca de la zona —que no tiene cobertura de teléfono móvil— y que no ordenó ninguna acción (también dijo que si él hubiera entrado en acción, habría habido más de tres soldados muertos). Para mayor confusión, cinco días después del asesinato de los soldados, un miembro de la comunidad, Agustín Chub, apareció estrangulado. Las autoridades estatales afirman que fue él quien apretó el gatillo que mató a los soldados, y que se había quitado la vida.
Tras escapar de la emboscada que le tendieron, Montes salió de Guatemala, primero escabulléndose hacia El Salvador y luego hacia México, donde se declaró en exilio político e inició negociaciones con la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados. Recibió el apoyo de su amigo, el escritor y editor Paco Ignacio Taibo II, y esperaba establecerse como asesor político. Pero en Acapulco, en octubre de 2020, Montes fue capturado por una unidad de la Policía mexicana. Lo llevaron esposado a Ciudad de México, luego volaron a Tapachula, en la frontera entre México y Guatemala, y lo entregaron a las autoridades guatemaltecas.
El 29 de marzo de 2022, Montes fue declarado culpable junto con otros siete miembros de la comunidad de Semuy II, entre ellos las mujeres líderes Rosa Ich Xi, Olivia Mucú y Angelina Coy Choc, y condenado a 175 años de prisión. Méndez Ruiz y otros, como el entonces presidente Alejandro Giammattei y la hija de Ríos Montt, la candidata presidencial conservadora Zury Ríos, expresaron su alegría en las redes sociales. Por fin su archienemigo había sido encarcelado de por vida.
La batalla por el pasado de Guatemala
Montes fue encarcelado por la misma razón por la que decenas de juristas e intelectuales están en el exilio y otros, como el periodista Rubén Zamora, fueron encarcelados. Estos líderes son figuras fundamentales en la batalla sobre la narrativa de lo que realmente sucedió en la historia reciente de Guatemala. ¿Fue la guerra civil —según el análisis de la izquierda— la historia de una ardiente banda de idealistas junto con sus aliados indígenas (que al final se llevaron la peor parte del violento contragolpe) luchando contra una opresión despótica de siglos, o, en opinión de la derecha, la lucha de una pequeña banda de heroicos militares que se levantaron para defender el honor de la nación contra una jauría de comunistas forajidos?
Hasta junio de 2023, parecía que la narrativa de la derecha estaba asegurada, ya que Méndez Ruiz y sus compinches se forjaron un protagonismo cada vez mayor. Pero en las elecciones guatemaltecas del 21 de junio de 2023, y en la segunda vuelta del 20 de agosto, ocurrió algo sorprendente: un cruzado anticorrupción, Bernardo Arévalo, hijo de uno de los primeros presidentes elegidos democráticamente en Guatemala antes del golpe patrocinado por la CIA, ganó limpiamente. Su partido, Movimiento Semilla, se había colado por la puerta de atrás. El bloque derechista no se había molestado en descalificar o prohibir a Arévalo o a su partido: eran demasiado pequeños para preocuparse por ellos.
Así que el 14 de enero de 2024, Bernardo Arévalo tomó posesión de su cargo, a pesar de los desesperados esfuerzos de la derecha, liderada por un Méndez Ruiz cada vez más frenético, por socavar y deslegitimar las elecciones.
Lo que hizo posible el éxito de Arévalo fue un levantamiento unitario sin precedentes de las comunidades indígenas mayas. Paralizaron el país durante todo el mes de octubre en una huelga general. Luego, en una acción focalizada, ocuparon las calles alrededor de las oficinas de la corrupta fiscal general Consuelo Porras y sus secuaces durante 105 días. Las naciones mayas y sus líderes rotativos fueron claros: no estaban allí para apoyar a Arévalo o al Movimiento Semilla en particular, sino para defender el proceso democrático. Después de todas sus pérdidas, las guerras, su falta de acceso a la representación estatal, las naciones mayas eran imbatibles cuando ejercían su poder.
La batalla por el futuro de Guatemala
Cuando nos despedimos, nuestro antiguo comandante nos entrega a cada una una camiseta con su foto en la parte delantera. Tres días después iremos a la Plaza Central para ver el discurso de victoria de Arévalo a las 4 de la mañana, tras un agónico retraso de nueve horas orquestado por sus enemigos.
Sabíamos que la victoria de Arévalo no significaría la liberación inmediata de los presos políticos. Casi un año después, los enemigos eternos de Guatemala —las élites económicas corruptas y sus aliados en las sombras— siguen teniendo al país como rehén. Están tan furiosos y son tan peligrosos como siempre.
Tras la sorpresiva puesta en libertad de Montes en arresto domiciliario en octubre, la inmediata revocación de esa orden y su subrepticia desaparición de manos de las autoridades, es imposible saber cómo acabará esta historia. Para algunos un héroe, para otros un villano, y en su propia mente nunca una víctima, Montes tiene lo que más desea: la capacidad de decidir hasta el final su propio destino como el último comandante de Centroamérica.
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