Carlos Pichuante, activista ambiental y animalista
El proyecto minero-portuario Dominga ha dejado al descubierto una verdad incómoda: la institucionalidad ambiental en Chile no está a la altura de los desafíos que enfrenta el país. Más allá de las promesas de desarrollo económico y la consabida polémica sobre el impacto ecológico, el caso Dominga expone un sistema profundamente defectuoso, incapaz de garantizar procesos transparentes, participativos y coherentes con los compromisos internacionales de Chile en materia de sostenibilidad.
La contradicción de las instituciones
El proceso de evaluación de Dominga estuvo plagado de irregularidades desde el inicio. En 2017, la Comisión de Evaluación Ambiental de Coquimbo rechazó el proyecto por sus graves deficiencias en la mitigación de impactos ambientales. Sin embargo, en 2018 el proyecto Dominga sigue ganando atención mediática. El gobierno de Sebastián Piñera enfrenta críticas, debido a que la familia del presidente poseía acciones en el proyecto a través de la empresa Minera Andes Iron antes de su primer mandato (2010-2014).
¿Qué cambió en esos años? No fue la amenaza ambiental, que sigue siendo igual de crítica, ni el rechazo ciudadano, que se mantiene firme. Lo que cambió fue la presión de intereses económicos y políticos, que lograron doblar la balanza. Esta inconsistencia evidencia una falta de coordinación y un vacío en la capacidad de las instituciones para sostener decisiones basadas en criterios técnicos y éticos.
La captura del Estado
El caso Dominga pone en evidencia una preocupante tendencia en Chile: la captura del Estado por parte de intereses privados. La falta de autonomía de los organismos ambientales frente a las presiones del empresariado y la política genera decisiones que priorizan el lucro inmediato sobre el bienestar común y la conservación del patrimonio natural.
Además, la influencia de los grandes capitales en el proceso político se refleja en la falta de voluntad para reformar leyes obsoletas que dejan abiertas múltiples puertas para que proyectos como Dominga sean aprobados a pesar de su impacto. Esto no es una falla aislada; es un síntoma de un sistema que ha permitido históricamente que los intereses económicos se impongan sobre las voces de las comunidades y el medioambiente.
Ausencia de participación ciudadana real
Otro gran problema que queda expuesto es el incumplimiento de los principios del Acuerdo de Escazú, ratificado por Chile en 2022. Este tratado internacional obliga al país a garantizar la participación activa de las comunidades en decisiones ambientales, además de proteger a quienes defienden los ecosistemas. Sin embargo, el proceso de evaluación de Dominga estuvo marcado por la exclusión de las comunidades locales y de los expertos independientes.
Cuando las decisiones que afectan a todos son tomadas en círculos cerrados y opacos, se erosiona la confianza pública en las instituciones. Peor aún, se perpetúa la idea de que en Chile la protección ambiental es solo una fachada que puede ser ignorada cuando las cifras económicas parecen prometedoras.
Un modelo agotado
Dominga no es un caso aislado; es el resultado de un modelo extractivista que ha definido el desarrollo chileno durante décadas. Este modelo se sostiene en una institucionalidad que no regula, sino que facilita la explotación indiscriminada de los recursos naturales. Desde el auge de la minería en el norte hasta las industrias forestales en el sur, el Estado chileno ha sido incapaz de equilibrar el desarrollo económico con la protección ambiental.
El problema no es solo la falta de voluntad política, sino un diseño institucional que prioriza las aprobaciones por sobre las restricciones. Las superposiciones de funciones entre distintas entidades, los conflictos de interés y la ausencia de un marco sancionador robusto son prueba de un sistema que necesita una reforma urgente.
¿Qué está en juego?
El caso Dominga es una prueba de fuego para Chile. Si la institucionalidad no puede garantizar procesos justos y transparentes, no solo se pone en peligro uno de los ecosistemas más ricos y únicos del mundo, sino también la credibilidad de un país que aspira a liderar en materia de sostenibilidad.
Las comunidades locales, los científicos y los activistas han hecho su parte, alzando la voz para proteger la Reserva Nacional Pingüino de Humboldt y exigir un modelo de desarrollo distinto. Ahora, la responsabilidad recae en un Estado que debe decidir si continúa siendo cómplice de un modelo insostenible o si asume el desafío de reformar sus instituciones para estar a la altura de las demandas del siglo XXI.
Un llamado urgente
Chile necesita una institucionalidad ambiental sólida, autónoma y comprometida con el interés público, no con los intereses privados. Reformar el sistema no es solo una cuestión técnica, sino ética. Dominga no es solo un proyecto minero; es un símbolo de lo que está en juego para el futuro del país: la posibilidad de construir un modelo de desarrollo que valore la naturaleza, la democracia y la equidad por sobre el beneficio económico a corto plazo.