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Conversando con una trabajadora de limpia

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Por Adán Salgado Andrade, México

“Habemos muy pocas mujeres trabajando de barrenderas”, dice Paula, en tono de orgullo. “En la otra colonia, hay tres. En ésta, sólo yo”, continúa conversando, mientras, diligentemente, barre la calle.

Tiene 38 años. Platica que cuando entró López Obrador a la presidencia, se ofrecieron plazas para barrer las calles y recoger la basura, casa por casa. Paula no tuvo ningún recato en acudir a la oficina respectiva de la alcaldía Venustiano Carranza, para llevar sus papeles y comenzar a trabajar cuanto antes.

“Antes, vendía ropa, pero, como me embaracé, cerré mi tienda y vendí todo lo que tenía. Y ya, cuando mi tercer hijo tenía tres años, me metí en esto”. De ninguna manera siente pena, afirma. “Sí, hay gente que se metió y, les da pena que los vean, pues como son de la colonia, por eso… pero yo digo que es más penoso robar y que lo agarren a uno, ¿no?”, agrega, sonriendo.

Es cierto, pues en esta época de crisis, agudizada con la “emergencia sanitaria”, no pueden ponerse las personas con esos prejuicios del “qué dirán”. Hay que hacer las cosas que le ofrezcan a uno, si eso implica ganar un salario, aunque sea raquítico, como el percibido por más del 80% de mexicanos, bueno, los que tengan la suerte de estar laborando (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2019/01/conversando-con-un-bicitaxista-y-un.html).

Su salario es, en efecto, bajo, de $1600 pesos quincenales. “Pero me quedan como 1400, por los descuentos”. Por eso, su entrada extra son las llamadas “fincas”, es decir, lo que le dan de casa en casa, como propina por recoger la basura. “De eso, mínimo, me saco ciento cincuenta, doscientos pesos diarios… cuando no me va bien. Cuando me va bien, me saco hasta quinientos pesos”, afirma. Con eso, tiene ingresos de entre setecientos y mil pesos extras al mes, quizá un poco más. Los días que descansa son jueves, sábados y domingos. “La verdad, es cómodo el trabajo”, afirma.

Dice Paola, que su trabajo es para completar su gasto, pues como su marido también trabaja, con el salario de ella, no están tan limitados. “Sí, él estudió para dentista, pero no le gustó. Mejor se metió a trabajar en lo de la basura… ¡huy, hace años… mi hijo, el primero, estaba bebé!”, dice. Ahora, su esposo maneja uno de los camiones. Su sueldo es de $3500 pesos quincenales. Dice que a su esposo, le dan también propinas, pero son para sus “chalanes”, los empleados que recogen la basura de las personas que acuden al mañanero diario llamado de la campana, señal para salir y llevar allí la basura.

Podría pensarse que por manejar el camión, ganaría más su esposo, pero no es así. “Del subgerente para arriba es cuando ya ganan mejor”, dice Paula, el que percibe unos doce mil pesos a la quincena. “Sólo los jefes, son ya los que ganan de quince mil para arriba, por quincena”, dice, suspirando, quizá anhelando que ella pudiera percibir esa cantidad.

En cuanto a lo de la profesión de su esposo, dentista, no es raro encontrarse con personas que estudiaron alguna licenciatura, pero se desencantaron con ella y trabajan de taxistas, de torteros, de taqueros… o conduciendo el camión de la basura, como aquél (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2016/05/conversando-con-un-empleado-de-atencion.html).

Lo que indica, además de los bajos salarios que se perciben, la falta de oportunidades de trabajos de distintas profesiones y que, además, estén bien pagados, lo que no ocurre desde hace años, por la creciente tendencia de capitalismo salvaje, de ir abaratando tales salarios, para abaratar el proceso productivo. Por ejemplo, una automotriz que mantenga bajos los salarios de sus ingenieros, de sus administrativos y de sus obreros, ahorrará en salarios, para que la ganancia final aumente. De esa manera, puede mantener precios de sus autos, digamos, competitivos, o sea, menores a los de otras empresas, con tal de venderlos más. Y eso, es una tendencia que también existe desde hace años.

Paula inicia su día a las cinco de la mañana. “A esa hora, me levanto, dejo hecho el desayuno para mis hijos, y me voy al depósito”. Sale con su uniforme anaranjado puesto, para ahorrarse el tiempo de cambiarse, dice, y recoge su carro, su escoba, sus barcinas (son los grandes costales de fibra plástica, que usan los barrenderos para guardar el PET y otros desperdicios)… y a barrer la calle. “Al cuarto para las seis, ya me ve barriendo”.

Como su labor es de sustituir a compañeros, no siempre anda barriendo las mismas calles. “Como ahora, miércoles, sustituyo al compañero que barre aquí”, dice.

Su carro se lo dieron en el depósito. Pero ella tuvo que comprar los tambos y las barcinas. Los restos de comida y otra basura degradable, los echa en uno de los dos tambos de plástico azules que, como dije, tuvo que comprar. Como su esposo trabaja en el mismo depósito, Paula no debe de preparar nada. “No, fíjese que, lo bueno, es que no tengo que preparar nada. Mi esposo me da todo, mi carro listo, mi escoba… yo nada más salgo a barrer y a recoger la basura”. Supongo que esa facilidad es la que hace que la labor no le sea pesada, pues si ella tuviera que alistar todo, como hacen la mayoría de trabajadores de la limpia, le sería más complicado.

Además, siendo su esposo también trabajador del mismo sitio, debe de ser una ventaja extra, para que Paula no sufra acosos sexuales o cosas así, pues es un ambiente dominado mayoritariamente por varones.

“No he tenido problemas, me respetan los compañeros”, dice, mientras distribuye la basura que una mujer le entrega; las botellas de PET, en uno de los costales, las latas, en un depósito pequeño, la basura orgánica, que saca de bolsas de plástico que rompe, en el mencionado tambo… incluso, tiene la amabilidad de rociar, con un aspersor, agua con cloro, en la cubeta en la cual, la mujer llevaba sus bolsas con restos de comida. “Échele agua con cloro, para que no se le hagan gusanitos”, le recomienda, entregándosela.

Dice que sólo vende las latas, y PET y cartón, lo entrega a los del camión, para que ellos lo vendan, pues eso que sacan, más las propinas, es el sueldo de los “chalanes”, pues ellos no tienen salario.

Platica que tuvieron un problema con el hijo de una ex amiga, pues por un año, su marido le dio a guardar dinero que le salía de algunas ventas y de las “fincas”. “En un año, eran como veinticinco mil pesos. Mi marido estaba pídeselas y pídeselas, y el muchacho, nada, que luego se las daba… y así, hasta que, de plano, nos dijo que no tenía nada, que todo se lo había gastado su mamá, mi dizque amiga”, dice, saliéndole, repentinamente, algo del coraje que sintió. “Y le dijimos, que nos pagara, aunque fuera en abonos, pues era nuestro dinero, ¿no?, y nada más nos dio el primer mes, dos mil pesos y, luego, ya nada, que porque no podía y mamadas así. Y que voy a su casa, a gritarle que era una ratera, que su pinche verdura que vendía estaba toda podrida y que nos pagara”. Su ex amiga, tiene una recaudería, pero, asegura Paula, vende todo muy pasado y hasta podrido. “Yo creo que recoge la basura de la Central”, agrega, refiriéndose a que muchas personas, acuden diario a la Central de Abastos para hurgar entre la basura y rescatar verduras o frutas que, aunque pasadas o semipodridas, puedan todavía vender. Porque hasta en eso hay mucha precariedad, hasta en la venta del recaudo.

Le pregunto si nunca ha hallado algo de valor. “Yo no, pero mi marido, sí. Una vez se encontró una cartera con tres mil pesos. Uno de sus chalanes, se encontró otra cartera con siete mil pesos. Y otra vez, mi esposo se encontró un alhajero con anillos de compromiso y unas arracadas de oro. Las fui a empeñar. Me dieron siete mil pesos. Allí las dejé… ¿para qué las quiero, no?”. Y refiere Paula “leyendas urbanas”, como así las llama, de barrenderos que hallaron cosas inauditas. Uno de ellos, hace años, entre la basura que un día le entregaron, iba un portafolio, lleno de dólares. “El señor, como no los conocía, creyó que era dinero de juguete, y se puso a regalarlos… ¡muchos!, bien repleto estaba el portafolio. Y que le dicen que eran dólares y casi se infarta… imagínese, cuántos dólares serían!”.

Otra de las anécdotas es sobre un barrendero que recogió una estufa vieja de una casa. “¡También estaba llena de dinero!”, exclama. Y en un caso más, tiraron un ropero de una casa, pero el trabajador de la limpia que lo recibió, se percató que había una caja con mucho dinero. “Pero como ese señor era bien honrado, se los regresó. Pero, fíjese, la gente es bien culera, nada más le dieron las gracias, no fueron para decir, tenga, ¿no?, si eran, digamos, cincuenta mil pesos, pues que le hubieran dado cinco mil, ¿no? Así, mejor, ni devolver nada”, sentencia, en su muy particular punto de vista. Lo cual, nos hace pensar en la insensibilidad humana, que, en efecto, si alguien actúa honradamente en un  caso así, de mucho dinero, por sentido común, lo mejor sería darle algo, como premio a su honradez. Pero como en la mayoría de la gente priva la falta, justamente, de sentido común y de sensibilidad, eso no se posibilita. Muy mal. Muy distinto es que si a alguien se le ofrece una, digamos, recompensa por haber entregado algo muy valioso, incluso, credenciales o papeles personales importantes, y lo rehúsa, es muy encomiable. Pero lo mejor es ofrecer una recompensa. Es lo menos que puede ofrecerse.

Paula tiene tres hijos, los dos mayores, en la secundaria, y el chico, en la guardería. “Esa guardería ha estado trabajando, sí, como son pocos, pues por eso”, dice, y que por tal razón, no ha cerrado. Y hace de comer, la limpieza, todo. “Salgo a la una, paso por mi hijo a la guardería, compro mi mandado, hago mi quehacer, la comida… ¡todo!”, afirma, orgullosa. Como la mayor parte de mujeres, Paula cumple con su triple jornada, la de ser trabajadora, empleada doméstica, esposa y madre…

Y lo hace sin chistar. “Sí, estoy contenta con mi trabajo, me gusta”, dice. Eso es bueno, pues un gran problema de los trabajadores es que, la gran mayoría, no están a gusto con lo que desempeñan. Y por eso no hacen bien sus actividades. A diferencia de Paula, la que, se ve, barre, recoge la basura de las casas, desinfecta sus recipientes… con gusto.

“Si se fija, mis tambos están limpios, porque me gusta lavarlos. Y también quiero lavar mis barcinas”, dice. En efecto, sus tambos conservan su color azul, a diferencia de los de otros barrenderos, que ya son negros, de tanta mugre, acumulada por el tiempo sobre ellos.

Su uniforme también luce limpio, “Vea cómo lo traen los otros, ¡bien mugroso!”, sentencia.

“Aquí voy a estar… ¡hasta que el cuerpo aguante!”, afirma, mientras se despide de mí, para que “no se me haga tarde”.

Qué bueno que todos los trabajadores de México y del mundo, compartieran su entusiasmo, aun en una labor dañina para la salud, algo pesada y, sobre todo, mal pagada.

Gran ejemplo.

Contacto: studillac@hotmail.com

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