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Cine – Kaurismäki, denuncias sin levantar la voz

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Llegó la ganadora del Premio del Jurado en Cannes, Hojas de otoño. El nuevo largometraje del director de cine finlandés Aki Kaurismäki después de seis años

Diego Mate

Revista Ñ, 4-1-2024

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Ansa trabaja contratada en un supermercado. Las jornadas son largas, tediosas, llenas de tareas ingratas, a lo que se le agrega además la mirada del vigilante de la empresa. Cuando vuelve a su departamento (única herencia materna), Ansa siente el peso del mundo: pone a calentar en el microondas la comida sin sacarle el plástico (y arruina la cena), la radio informa sobre las pérdidas materiales y humanas de la invasión rusa en Ucrania, y el agotamiento del día no deja paso al descanso del sueño. En otro lugar de Helsinki, la escena se espeja, pero con un obrero metalúrgico. Holappa, deprimido, rendido hace tiempo a las bebidas espirituosas, vive en una pequeña cabina con otros tres compañeros de trabajo. Uno de ellos trata infructuosamente de convencerlo de ir a un bar con karaoke. El guion regula el contacto Ansa y Holappa con una simetría feroz: al encuentro de los futuros amantes le sigue la pérdida de sus empleos y la degradación veloz de la pareja.

Hojas de otoño, ganadora del Premio del Jurado en el último festival de Cannes, es el nuevo largometraje de Aki Kaurismäki después de seis años. Antes, entre El puente y El otro lado de la esperanza, transcurrieron también seis años. Entre Luces al atardecer El puente, cinco años. Si se remonta hacia atrás su filmografía, la distancia entre películas se achica progresivamente.

El cine del presente casi no tiene lugar ya para películas como estas, llegadas de un país del que se sabe poco como Finlandia (excepto por los lugares comunes sobre la bonanza nórdica), con un sistema visual y narrativo que se distingue del cine mainstream sin renunciar a los placeres del relato, y que cuentan el hundimiento de un grupo humano que bien podría designarse con el arcaísmo “proletario”, sin vociferar consignas al uso ni ceder a las tentaciones de la demagogia.

El espectador entiende enseguida que un cine así está condenado: jamás será visto por el gran público, pero tampoco podrá ser apropiado con fines partidarios que le garanticen un circuito cultural. Como un loco, el cine de Kaurismäki se habla a sí mismo, musita (no grita) las cosas de manera clara y prístina, tal como las cree y entiende, sin buscar agradar a nadie más que a sí mismo.

En la pareja de Ansa y Holappa resuenan incontables parejas kaurismäkianas, pero una más que ninguna, la que conformaron por primera vez Kati Outinen y Matti Pellonpää en Sombras en el paraíso, con coordenadas similares: una cajera de supermercado conoce por casualidad a un reciclador de basura (a la troupe finlandesa habitual, que tiene en Outinen y en el finado Pellonpää sus grandes nombres, se suman ocasionalmente franceses como el gran Jean-Pierre Léaud o André Wilms).

No existe otra experiencia posible más que esta, sugiere bajo mil formas Kaurismäki, último cineasta que habla del proletariado sin adherir plenamente a los mandatos del marxismo y que denuncia la desigualdad y sus injusticias sin levantar la voz, como si se propusiera dejarle la sobreactuación a colegas menos agraciados como los hermanos Dardenne (con su pedagogía cruel), Ken Loach (con su panfletismo didáctico) o Stéphane Brizé (con sus críticas altisonantes y efectistas).

Se sabe desde siempre, aunque la mayor parte del cine (del arte) haya preferido ignorarlo: el gesto político se juega menos en el terreno de las cosas dichas que en el de los modos del decir.

La política de Kaurismäki empieza, entonces, por las formas. Hojas de otoño mantiene el tono esbozado ya en Crimen y castigo (1983), su primer largometraje, puesto a prueba en la comedia absurda El sindicato del calamar (1985), y perfeccionado y calibrado ya en Sombras en el paraíso al año siguiente. El espectador obsesivo podrá señalar cambios y transformaciones (después de todo, se trata de una filmografía de cuatro décadas), pero el cine de Kaurismäki está anunciado entero ya en 1986.

Como un Aleph prodigioso, de Sombras en el paraíso se desprenden motivos y recurrencias que se reiteran con una contundencia extraordinaria, a veces bajo el paraguas de la adaptación (Dostoievski, Shakespeare, Henri Murger), otras probando suerte con las historias de grupos (sus films sobre los Leningrad Cowboys) y otras realizando extrañas aleaciones entre géneros y tonos, cruzando siempre un humor estupefacto con la fatalidad inescapable de la tragedia.

Sola en los bares

El supermercado en el que trabaja Ansa y la fábrica o la construcción por los que pasa el vencido Holappa pertenecen ya a un repertorio topológico que el director filmó una y mil veces, lo mismo que el bar de karaoke en el que se produce el primer encuentro. Bares, pubs y cafeterías son los espacios predilectos de Kaurismäki: se trata de lugares a los que se puede ir a conocer gente, perderse en la música (casi siempre rock de los 60, música romántica o canciones populares finlandesas) o abismarse en un mismo con la única compañía de una taza de café o de alguna bebida alcohólica.

En el suave hundimiento de Holappa en la noche (una noche de bar) resuena una memoria de seres rotos que cavilan frente a un chopp, un porrón o un vaso de whisky. La versión más gozosa de esa escena seguramente sea Cuida tu bufanda Tatiana, una road movie en la que dos varones y dos mujeres emprenden un viaje juntos y pasan la mayor parte del tiempo en restaurantes del camino emborrachándose, comiendo al paso o, en el caso del amigo del protagonista, tomando café hasta llegar a los temblores.

¿Cómo filmar estas historias sin caer en el golpe bajo, en la complacencia? Kaurismäki dio con la respuesta antes de formularse la pregunta: con una puesta en escena distanciada, calculada, tan severa como los rigores que gobiernan el mundo narrado. Los planos fijos, largos, iluminados casi siempre con el virtuosismo seco y pintoresco a la vez de Timo Salminen (fotógrafo dedicado casi exclusivamente a trabajar con Kaurismäki), contiene la tragedia de los protagonistas, le pone límites, sin renunciar por eso a filmar las pasiones, magmas emocionales que hay que aprender a leer en lugares que el cine olvidó cómo mirar: en un gesto torvo, en una mirada lanzada por la ventana, en el silencio que sobreviene ante una pregunta.

La precisión con la que Kaurismäki sigue el periplo de Ansa y Holappa permite trazar la genealogía de un cine díscolo, subterráneo, hermético (tiempo después se dirá: deadpan), cuyos orígenes hay que rastrear primero en Bresson o en el ecosistema estético de algunos film noir (por ejemplo, en el ascetismo de los policiales de Jean-Pierre Melville).

El programa de ese cine continúa después en la filmografía del propio Kaurismäki y de contemporáneos suyos como Jarmusch (al que Hojas de otoño rinde homenaje exhibiendo un fragmento de Los muertos no mueren, por lejos la peor película de Jarmusch –pero a los amigos se los defiende justamente en las malas–). Finalmente, las expansiones escasas y erráticas de esa tradición pueden rastrearse hoy en el cine de Wes Anderson o de Martín Rejtman.

Con su primera película en seis años, Kaurismäki recuerda que su cine conecta la modernidad bressoniana con la observación alucinada de Jarmusch o las comedias tristes de Anderson. Las de Kaurismäki son también, casi siempre y a su manera, comedias lunares que encuentran en la desolación y la intemperie sus materiales fundantes y que hacen de la melancolía su divisa primordial.

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