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El genocidio como ruido de fondo

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EL PORTEÑO

por Naomi Klein

Es una tradición de los Oscar: un discurso político atraviesa el velo de la mundanalidad y la autocelebración. Se producen reacciones antagónicas. Algunos elogian al orador, otros lo consideran el usurpador egoísta de una noche de fiesta. Luego todos pasan página. Sin embargo, sospecho que el impacto de las palabras del director Jonathan Glazer, que detuvieron el tiempo en la ceremonia de entrega de premios de Los Ángeles el 10 de marzo, durará mucho más y su significado será analizado durante años.

Glazer recogía el premio a la mejor película internacional por La zona de interés, inspirada en la historia de Rudolf Höss, el comandante del campo de concentración de Auschwitz. La película sigue la idílica vida familiar de Höss con su esposa e hijos, que se desarrolla en una casa señorial con jardín adyacente al campo de concentración.

Glazer describió a sus personajes no como monstruos, sino como “horrores irreflexivos, burgueses y ambiciosos”, personas capaces de convertir el mal en ruido de fondo.

Antes de la ceremonia del 10 de marzo, La zona de interés ya había sido aclamada por numerosas estrellas del mundo del cine. Alfonso Cuarón, el director ganador del Oscar por Roma, la llamó “probablemente la película más importante de este siglo”.

Steven Spielberg la describió como “la mejor película sobre el Holocausto que he visto desde la mía”, en referencia a La lista de Schindler, que ganó el Oscar hace treinta años. Pero si bien el triunfo de La Lista de Schindler representó un momento de unidad para la mayoría de la comunidad judía, La zona de interés llega en un momento diferente.

Hoy en día existe un intenso debate sobre cómo deben recordarse las atrocidades nazis: ¿debe considerarse el Holocausto sólo un drama de los judíos o como algo más universal? ¿Fue una laceración única de la historia europea, o un regreso a casa de los genocidios coloniales, junto con la lógica y las teorías raciales que estaban en su base? ¿Ese “nunca más” significa nunca más para todos o nunca más para los judíos, una promesa que hace que Israel sea intocable?

Estos conflictos sobre el universalismo, el excepcionalismo y la comparación del trauma están en el centro de la acusación de genocidio de Sudáfrica contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia y están desgarrando a las comunidades judías de todo el mundo.

En un minuto, Glazer tomó partido con valentía en cada una de estas disputas. “Todas nuestras decisiones fueron tomadas para reflexionar y confrontar el presente, no para decir ‘mira lo que hicieron entonces’, sino ‘mira lo que hacemos ahora’”, dijo, descartando la idea de que comparar los horrores de hoy con los crímenes nazis significa en sí mismo minimizar y no dejar dudas de que era su intención trazar una continuidad entre el monstruoso pasado y nuestro monstruoso presente.

Y fue más allá: “Estamos aquí como hombres que se niegan a permitir que sus identidades judías y el Holocausto sean manipulados por una ocupación que ha arrastrado al conflicto a tantas personas inocentes, tanto las víctimas del 7 de octubre en Israel como las del ataque en marcha en Gaza.»

Para el director, Israel no puede salirse con la suya y no es ético utilizar el trauma del Holocausto como justificación o cobertura de las atrocidades cometidas hoy por el Estado israelí.

Otros han esgrimido estos argumentos en el pasado, y muchos han pagado un alto precio, especialmente si son palestinos, árabes o musulmanes.

Glazer lanzó su bomba retórica protegido por una armadura de identidad: se presentó ante el público como un judío blanco de éxito –con otros dos judíos blancos de éxito a su lado– que, juntos, habían hecho una película sobre el “Holocausto”. Y este privilegio no lo protegió de la ola de calumnias que distorsionaron sus palabras al afirmar que repudiaba su identidad judía, acusación que fortalece la tesis del director.

Igualmente significativo es lo que ocurrió después de su discurso. Tan pronto como Glazer lo terminó –dedicando el premio a Aleksandra Bystroń Kołodziejczyk, una mujer polaca que llevaba comida en secreto a los prisioneros de Auschwitz y que luchó contra los nazis en las filas del ejército polaco–, aparecieron en escena los actores Ryan Gosling y Emily Blunt.

Sin siquiera una pausa comercial, fuimos catapultados a una broma sobre el fenómeno «Barbenheimer», con Gosling diciéndole a Blunt que Oppenheimer, la película sobre la invención de un arma de destrucción masiva que ella protagonizó, había tenido tanto éxito como Barbie en la taquilla, y Blunt acusando a Gosling de pintarse abdominales falsos.

Al principio temí que esta improbable yuxtaposición debilitara la intervención de Glazer: ¿cómo podrían coexistir las desgarradoras realidades que acabo de invocar con esta energía más propia del baile de una escuela secundaria de California?

Entonces lo entendí: el brillante artificio que enmarcaba ese discurso en realidad ayudó a reiterar el concepto. “El genocidio se convierte en el trasfondo de sus vidas”: así describió Glazer la atmósfera de su película, donde los personajes afrontan sus problemas cotidianos (niños que no duermen, una madre insaciable, infidelidad) a la sombra de las chimeneas que arrojan restos humanos.

Estas personas no ignoran que más allá de su patio trasero está funcionando una máquina de muerte a escala industrial. Simplemente aprendieron a vivir una vida plena en el contexto del genocidio.

Éste es el aspecto de la película de Glazer que parece más contemporáneo. Después de más de cinco meses de masacres diarias en Gaza, con Israel ignorando las órdenes de la Corte Internacional de Justicia y gobiernos occidentales reprendiéndolo de buen humor y continuando enviándole armas, el genocidio vuelve a convertirse en ruido de fondo.

Glazer enfatizó que el tema de su película no es el Holocausto, sino algo más duradero y omnipresente: la capacidad humana de vivir con atrocidades, de hacer las paces con ellas, de beneficiarse de ellas.

En su estreno en mayo, antes del ataque de Hamas el 7 de octubre y antes de la agresión de Israel en Gaza, se podría considerar la película como una obra intelectual que debe contemplarse con distanciamiento. Las personas que saludaron a La zona de interés con seis minutos de aplausos entre el público del Festival de Cine de Cannes probablemente se sintieron seguras al aceptar el desafío de Glazer.

Quizás algunos hayan reflexionado sobre lo mucho que nos hemos acostumbrado a ver nuevos barcos llenos de personas abandonadas a ahogarse en el Mediterráneo. O tal vez habrán pensado en los jets privados que los llevaron a Francia y en cómo sus emisiones están relacionadas con la desaparición de fuentes de sustento para los pobres en lugares lejanos.

Glazer quería que su película provocara este tipo de pensamientos incómodos. Sin embargo, desde que llegó a los cines en diciembre, nos ha conmovido mucho más el desafío con el que el director invitaba a los espectadores a contemplar el Höss que llevamos dentro.

La mayoría de los artistas intentan interceptar el espíritu de la época, pero La zona de interés puede haber adolecido de algo raro: un exceso de relevancia y actualidad.

En una de las escenas más memorables de la película, llega a la casa de los Höss un paquete con ropa y ropa interior de mujer robadas a los internos del campo. La esposa del comandante, Hedwig (interpretada por Sandra Hüller), estipula que todos, incluidas las criadas, pueden elegir una prenda. Se guarda un abrigo de piel e incluso prueba el lápiz labial que encuentra en un bolsillo.

Es esta intimidad con los muertos lo que resulta escalofriante. Y no tengo idea de cómo alguien puede ver esta escena y no pensar en los soldados israelíes que se filmaron revisando la ropa interior de los palestinos en Gaza o alardeando de robar zapatos y joyas para sus novias o tomándose selfies grupales con los escombros de Gaza de fondo.

Hay tantos ecos que la obra maestra de Glazer parece un documental. Es como si, filmando La zona de interés al estilo de un reality show, con cámaras ocultas en la casa y el jardín (el director habló de “Gran Hermano en la casa nazi”), la película hubiera anticipado el primer genocidio transmitido en directo.

Todos los que conozco que vieron la película no pudieron pensar en otra cosa que no fuera Gaza. No se trata de establecer una comparación con Auschwitz. No hay dos genocidios idénticos. Pero la verdadera razón por la que se construyó el edificio del derecho internacional humanitario fue precisamente para darnos las herramientas para reconocer ciertos elementos distintivos.

Y algunos de ellos –el muro, el gueto, las matanzas en masa, la intención de exterminio declarada reiteradamente, el hambre, el saqueo, la deshumanización y la humillación– se están repitiendo. Y de la misma manera, así es como el genocidio se convierte en un trasfondo, así es como aquellos de nosotros que estamos un poco más lejos de esos muros podemos bloquear las imágenes, apagar los gritos y simplemente seguir adelante.

Y es por eso que la Academia reforzó el mensaje de Glazer con ese cambio abrupto a “Barbenheimer”. La atrocidad vuelve a ser ruido de fondo.

¿Qué podemos hacer para detener la normalización? Muchos están ofreciendo sus respuestas con protestas, desobediencia civil, enviando convoyes de ayuda a Gaza o recaudando fondos. Pero no es suficiente.

Al ver los Oscar, donde Glazer fue el único en la pasarela de los ricos que habló sobre Gaza, recordé que habían pasado dos semanas desde que Aaron Bushnell, un soldado de 25 años de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, se prendió fuego frente a la embajada de Israel en Washington.

No quiero que nadie más lleve a cabo esa atroz forma de protesta. Pero conviene meditar sobre la afirmación que dejó Bushnell, palabras que considero un final contemporáneo de la película de Glazer: “Muchos de nosotros nos preguntamos: ‘¿Qué haría si viviera durante la esclavitud? ¿O durante el apartheid? ¿Qué haría yo si mi país estuviera cometiendo genocidio? La respuesta es: lo está haciendo. Ahora mismo.»

(Fuente: El Viejo Topo)

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