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Todos los fuegos el fuego
El testimonio de nueve mujeres que visitan a sus presos
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En las cárceles se apaga un incendio y se reaviva otro. Ya van 31 presos muertos en lo que va del año, y el contador no parece detenerse. Sólo una muestra de esa emergencia ocurrió este miércoles, cuando varios presos asesinaron a un compañero e hirieron a otros en el ex Comcar, se suicidó un recluso en la ex Cárcel Central y se desató un motín en Las Rosas.
Venancio Acosta/Betania Núñez
Brecha, Montevideo, 10-9-2016
En la oficina de Juan Miguel Petit, comisionado parlamentario para el sistema penitenciario, hay un mapa de Uruguay intervenido por alfileres de colores. Los rojos señalan las cárceles donde el sistema penitenciario tocó fondo, donde se encuentra recluida 70 por ciento de la población total. Principalmente reunidas en el área metropolitana, allí es posible localizar, también, los establecimientos donde murió la mayoría de los 31 presos en lo que va de 2016, según datos a los que accedió Brecha, actualizados al día de ayer (véanse gráficos).
El ex Comcar y el penal de Libertad lideran el podio de muertes: la mayoría son catalogadas como “violentas” y aluden a situaciones derivadas de la convivencia, como la que ocurrió este miércoles, cuando una pelea entre presos terminó con un muerto –que fue envuelto en un colchón por sus compañeros y prendido fuego– y varios heridos. Además, de las 31 muertes en todo el sistema, siete corresponden a suicidios y tres a hechos cuyas causas no han sido despejadas, al menos en su versión oficial: una de ellas, de hecho, está catalogada como posible omisión de asistencia, la segunda está pendiente de autopsia y la tercera sigue en los juzgados, ya que un preso cayó al vacío y se piensa que la guardia puede haberlo desestabilizado al dispararle con balas de goma.
Más allá de las riñas carcelarias divulgadas por la crónica roja o los alegatos fríos vertidos por las autoridades, el malón de fallecimientos denuncia por sí solo que en el sistema penitenciario hay demasiadas cosas que funcionan mal. Especialistas consultados por Brecha describen, por ejemplo, que algunos módulos del ex Comcar son espacios autogobernados, y relatan que, por la falta de personal, durante las noches los pocos policías que hay se retiran y, aprovechando que la mayoría de los barrotes están limados, los presos salen a las “calles” de la megacárcel, habitada por 3.500 personas. Lo mismo cuentan las madres de los presos, con base en las historias que sus hijos les trasmiten: “De noche circulan por todo el Comcar, hacen terrible despliegue, andan armados, venden droga. Los guardias los dejan porque no los pueden controlar”.
En este escenario, Petit aguarda que el Instituto Nacional de Rehabilitación (Inr) reúna los datos necesarios para digerir la cifra de muertes y la cantidad de hechos similares registrados en años anteriores. En diálogo con Brecha, el director del Inr, Crisoldo Caraballo, resaltó que la cifra actual es “muy alta”, y agregó: “La explicación es que evidentemente la conflictividad aumentó muchísimo en la sociedad, y nosotros tenemos a todos los que están en conflicto con la ley penal juntos. Eso hace que lo que afuera se puede resolver por otros caminos, en la cárcel aparezca sin que haya muchas maneras de evitarlo”. El diagnóstico difiere de la visión del comisionado, sintetizada en cinco informes donde se explaya acerca del carácter deficitario de las principales cárceles del país.
“La cifra de muertes violentas es elevada y está incluso superando guarismos de 2007 y 2008, años de gran violencia dentro del sistema carcelario”, afirmó a Brecha el ex comisionado parlamentario Álvaro Garcé, refiriéndose a la actual cifra de fallecidos. “Prácticamente está en el nivel de los máximos históricos, y faltan tres meses más del año. Y eso que no se produjo un episodio de muertes masivas como en 2010, cuando el incendio en la cárcel de Rocha”, indicó. Garcé había renunciado al cargo en 2014, y la oficina quedó acéfala. Sobre el ínterin no había datos, pero el director del Inr aseguró a este semanario que el número de muertes registrado el año pasado –“entre muertes violentas, suicidios y fallecidos por enfermedad o por otras causas”– fue de 43 personas.
Alarmas
“No es posible gestionar una cárcel para 3.500 personas”, dice el comisionado, en alusión al grueso de los incumplimientos que se vienen registrando en la Unidad 4 (ex Comcar) y que se condensan en dos informes especiales que ha dirigido al Parlamento en los últimos meses. El gran monstruo del sistema penitenciario uruguayo alberga a más del 30 por ciento de la población total de privados de libertad del país. Sus módulos 8, 10, 11 y 12 representan el núcleo duro de degradación de un cuadro general que ha sido descrito por Petit como “sombrío y preocupante”, y por los familiares como “un depósito de gente. Hay módulos en los que viven 700, donde conviven seis o siete por celda, sin salir a un patio en todo el día”.
En abril el comisionado constató –en los módulos 8, 10 y 11– un ambiente de convivencia tenso, “traumático y explosivo”, provocado por la nula presencia de actividades laborales, deportivas o educativas, y empeorado por el hacinamiento, las pésimas condiciones edilicias y los roedores que infestan las celdas. No hay rastros de programas para el tratamiento de adicciones, no hay emprendimientos productivos o laborales, ni orientación familiar, hay grandes déficits en la atención sanitaria (con casos en los que urgía un seguimiento médico y apoyo en salud mental), todo eso quedó sentado en la advertencia.
Se recomendaba además, entre otras cosas, solicitar apoyo a Asse (Administración de los Servicios de Salud del Estado) y al Msp (Ministerio de Salud Pública) reforzar los recursos técnicos, recurrir a la Intendencia de Montevideo para remover los basurales y reformar el sistema de visitas, cuyo diseño oprobioso para los familiares era considerado otra fuente de violencia interna.
“Lo más grave es que no importa lo que les pase, no los llevan a la policlínica, sólo llevan a los que están con una puñalada grave. Ellos si tienen un ataque de asma se cortan para estar sangrando, y así se aseguran de que los lleven. Ya murió un muchacho en su celda por un paro respiratorio”, dice una madre, refiriéndose al posible caso de omisión de asistencia.
A fines de junio el número de presos que concurrían a actividades laborales y educativas seguía siendo ínfimo, y la atención médica y psicológica continuaba siendo insuficiente. Con respecto al encierro, se señalaba que “en el mejor de los casos los internos tienen media hora de patio por semana. En algunos casos pasan semanas y meses sin salir”. La rotura de barrotes o el “paseo” por los módulos se sancionaba prohibiendo las visitas, lo cual tensaba la convivencia en celdas que frecuentemente alojan a más del doble de su capacidad. “La suma de problemas y vulnerabilidades hace de la convivencia un escenario tenso, lleno de fricciones, desencuentros y estrategias de supervivencia donde surge la violencia una y otra vez.” Se requería, una vez más, una intervención urgente, y se repetían recomendaciones.
Además de los módulos 8, 10 y 11, otros escollos del sistema merecieron referencias de Petit. El Módulo 12 registró niveles de aislamiento extremo denunciado también por la Institución Nacional de Derechos Humanos (Inddhh) por graves violaciones a la normativa (véase Brecha, 12-VIII-16). Respecto del Sector 5 de la Cárcel de Mujeres se denunció la absoluta ausencia de programas de rehabilitación, las carencias edilicias, la falta de intervención médica y técnica en general, entre otros incumplimientos que alcanzaban a todo el establecimiento.
En cuanto a la situación del Módulo 12, en contraposición con lo afirmado por la Inddhh y el comisionado, Caraballo se limitó a explicar que allí funciona un “régimen especial de reclusión” que respeta las normas nacionales e internacionales. “Hay una aumento de los beneficios de acuerdo a los procesos que la persona vaya teniendo, en función de los procesos de su privación de libertad”, indicó; recalcando que, luego de las denuncias, los reclusos salen de la celda más seguido, reciben visitas y pueden fumar en el patio. Por otra parte, coincidió con las consideraciones de Petit respecto del Sector 5 de la Cárcel de Mujeres: “Hay que arreglarlo”, dijo, apuntando a la gradualidad de los procesos institucionales.
Por lo demás, la oficina del comisionado parlamentario lleva adelante cuatro acciones judiciales en contra de los guardias de la Unidad 4 (ex Comcar) y del penal de Libertad por situaciones de violencia contra los internos, que se suman a procesos anteriores por una represión en el penal en febrero de este año.
Puntos de vista
“No pasamos el examen”, dice Juan Miguel Petit a Brecha, respecto del cumplimiento de la normativa nacional e internacional. “Estamos mejor, pero seguimos estando muy mal”, se ha habituado a decir a la prensa en los últimos meses, intentando trasmitir que el sistema está partido en tres: un grupo de centros que cumplen con lo requerido, un grupo que no lo hace, y un tercer grupo –el más populoso– que está “rematadamente mal” (donde incluye al Comcar, al penal de Libertad, a la cárcel de Canelones y al quinto nivel de la Cárcel de Mujeres).
“Las violencias, las muertes, los suicidios, la tensión que hay, todo apunta a lo mismo: la baja densidad de intervención técnica. Hay lugares donde te desespera ver gente joven que entra, transcurren dos o tres años y no pasa nada. Lo que pasa es el deterioro, deterioro y más deterioro”, apunta Petit, y concluye: “Acá el responsable es el Estado, y lo que está faltando es la presencia del Estado”.
Sobre este punto, Crisoldo Caraballo dijo a Brecha que no sólo al Inr (Instituto Nacional de Rehabilitación) le corresponde llevar adelante los programas de rehabilitación: “También tiene que trabajar en equipo e integrar otros estamentos de la sociedad –subraya–. Hemos abierto las puertas para que ingrese el rugby, el ajedrez, la murga, la pintura, etcétera. Y hemos intentado fomentar la educación formal y no formal. Que todavía nos está faltando, sí”, asume. Según el director del instituto, en el primer semestre de este año ingresaron cerca de 1.800 presos a las cárceles de la zona metropolitana, y a la par se prevé el ingreso de más policías y más operadores civiles. “Pero los trámites a veces demoran”, apunta. No obstante, una especialista que ingresa habitualmente a las cárceles indicó a Brecha que el personal es completamente insuficiente y su modelo de trabajo es “espantoso”: agentes que viven cerca de la frontera con Brasil vienen a la zona metropolitana a cumplir funciones, se instalan en las cárceles durante una semana –donde comen, duermen, viven–, y luego hacen 500 quilómetros de vuelta a sus casas.
“A gestionar”
A comienzos de este mes Gonzalo Larrosa fue nombrado director del ex Comcar después de haber conducido la cárcel de Canelones y, más recientemente, la Unidad 13, Las Rosas, de Maldonado. Previo a asumir el mando del establecimiento más fatídico del sistema dio el primer paso en falso. En una entrevista con El Observador TV respecto de las condiciones de reclusión en la Unidad 4 espetó: “A veces el Estado, no intencionalmente sino por falta de recursos, termina en estas situaciones donde se están violando los derechos básicos de las personas”. Según supo Brecha, la extroversión de Larrosa –quien además de policía es licenciado en ciencias de la educación– no cayó en gracia a las autoridades del Ministerio del Interior (MI), y el relacionamiento con la prensa le fue restringido desde entonces (literalmente, desde el MI la comunicación a Brecha fue que las autoridades le ordenaron “que se pusiera a gestionar y dejara de dar entrevistas”).
El miércoles pasado Juan Miguel Petit visitó la Unidad 4, ex Comcar. Estuvieron presentes Larrosa y Crisoldo Caraballo, director del Inr. Se llevó adelante una requisa (el martes fue día de visitas) que, según el comisionado, ocurrió sin complicaciones. A pesar de haber transcurrido apenas una semana del nombramiento del nuevo director, Petit indicó que “se respiraba un aire nuevo”. Sin embargo durante la noche murió otro preso en el Módulo 8. También se suicidó un recluso en la ex Cárcel Central, hoy Unidad de Ingreso, Diagnóstico y Derivación. El mismo día ardieron colchones en Las Rosas (Maldonado) y un grupo de presos quiso impedir el ingreso de la guardia. Un día después el foco está apagado, pero sólo momentáneamente.
El testimonio de nueve mujeres que visitan a sus presos
Un poco adentro, un poco afuera
La antesala a la visita la ocupan tres o cuatro horas de espera a la intemperie, llueva, truene o haga sol. “Yo un día estuve 7 horas, y al final pude verlo sólo 15 minutos”, cuenta una mamá, que desde el año pasado va al Comcar a visitar a su hijo. En la puerta de ese centro, un papel anuncia cuáles alimentos se pueden ingresar, pero la lista cambia en cada visita, así que ya de antemano se sabe que una parte del surtido no va a pasar. “Mi hijo tiene problemas de adicción y me pide algo dulce. De repente lo único que le pude llevar un día fueron unas galletas y unos ojitos, pero no me los dejaron entrar y me los devolvieron hechos puré. Ya entré indignada, porque los podría haber guardado para mis otros hijos, y de repente te pasa que atrás viene alguien con lo mismo que vos y se lo dejan entrar”. Como si continuara esa idea, la esposa de un preso del penal de Libertad aporta: “Me ha pasado que un guardia le pregunte a otro: ‘¿hoy entra esto?’ Adelante tuyo le contestan que sí, pero él dice que no, que hoy no”.
Luego viene la revisación. Pasan por un escáner, pero algunas veces también les exigen que se desnuden. Como con la comida, negarse, protestar, insistir, cualquier reacción termina en sanción. El resultado: 30, 60 o 90 días sin poder ver al familiar, o lo que en muchos casos es lo mismo, sin que sus familiares puedan recibir una visita. Así que “una se acostumbra a agachar el copete”, resume una mamá, y otra dice: “Hay mucha judiada, pero te tenés que callar”.
El color de la ropa, y últimamente también el de la ropa interior, es otro de los filtros. Dicen, pero sin demasiada certeza del criterio que se esconde detrás, que celeste, azul y negro no, porque esas ropas podrían dejarlas a sus familiares para que intenten camuflarse con operadores y policías. Tampoco se permiten, en general, polleras o calzados que exhiban la piel de los pies. Cuál es la vestimenta adecuada es tan difícil de prever que hay puestos de alquiler de ropa afuera de las cárceles que –al menos frente al Comcar– cobran 60 pesos por cualquiera de las prendas (buzo, pantalón o calzado) y en garantía toman lo que la persona se tiene que quitar. “Yo entré durante años con un pantalón y un día me dijeron que con eso no entraba. Ese día salí llorando porque no sabía si me alcanzaba la plata, y si no me alcanzaba no veía a mi hijo. Terminé alquilando un pantalón que me quedaba enorme”, cuenta una mamá, y otra le responde: “Sí, hace poco a una que estaba en la cola le hicieron sacarse el sutién. Así nomás. Y una no va a estar alquilando ropa interior”.
“El único criterio es la arbitrariedad”, coinciden, después de la enumeración, dos grupos de mujeres que –algunas desde hace meses, otras desde hace años– visitan a sus familiares presos en el Comcar y en el penal de Libertad. “A mí me parece que todo esto no viene de arriba. Son ellos (los guardias) los que deciden en el momento”, explica una mamá, y otra lo resume: “el Comcar es improvisado, caótico, arbitrario. En los módulos 10 y 11 los presos y los policías son la misma cosa”. El mismo comentario podría aplicarse al penal.
Las mujeres con las que habló Brecha señalan también que no hay manera de que la cantidad de droga que circula adentro de la cárcel sea entrada únicamente por las visitas, lo mismo que los celulares. “Los presos intercambian cosas a través de cuerdas que comunican una celda con otra. La celda que tiene más cuerdas es ‘la boca’, y es obvio que la Policía sabe y no lo desarticula. Si a nosotros nos revisan tanto, ¿cómo permiten eso? Los reclusos consumen pasta adelante de los policías y nadie les dice nada.” Y es que adentro de la cárcel se negocia todo: “Cambio de celda, no pasar sanciones, soldar la reja”, a cambio de una caja de cigarros, refrescos, comida, a cambio de los giros: “Te dan un número de cédula y hacés el giro”, cuenta una madre, y otra agrega que “un giro de celular te sale 4 o 5 mil pesos, pero si ves que es de 500, 600 o 700 ya sabés que es para droga, entonces, si lo pagás, está en vos”. También agregan que no es cierto que no se encuentre efectivo: “Esa es la plata viva, como le dicen”.
Estas mujeres relatan que, adentro de ambos centros, la mugre y las ratas pintan un paisaje similar. En el Comcar, la mayoría de las visitas son dentro de los módulos, donde viven los presos, y para evitar sentarse en el suelo, los reclusos ofrecen sus colchones. Además, el baño no tiene puerta y hay que hacer en puntitas de pie, pero aun así, a veces las parejas prefieren ese ambiente para concretar sus visitas conyugales, mientras los niños corretean por ahí. En el penal, “una forma de amedrentar al que ingresa son los charcos de sangre que dejan días después de las peleas o los motines. Yo vi sacar de La Piedra a un muchacho herido en carretilla”, cuentan, y algo parecido también pasa en el Comcar: “Supimos que una madre había ido a visitar a su hijo y cuando llegó a la puerta del módulo le dijeron que no entrara porque se acababa de ahorcar. Cuando alguien muere, no avisan. Te enterás cuando vas y no está. Una vez yo vi un cadáver arriba del carro en el que trasladan la comida”.
El martes pasado fue día de visitas en el Comcar. Desde temprano había dos filas para entrar, que se fueron engrosando a medida que pequeños grupos trasegaban mercaderías en grandes bolsas de nailon desde los almacenes de enfrente del predio: fideos, agua mineral, bandejas con ojitos, papel higiénico. Lloviznaba. La primera fila era para los hombres, y se contaban poco más de diez. La fila de las mujeres los rebasaba: mujeres y siempre más mujeres, las que para enfrentar este infierno particular tuvieron que memorizan la normativa, las que preparan el surtido para la visita, llaman a los módulos, preguntan, enfrentan a los jerarcas. Y una vez afuera, admiten: “A la sociedad le importa tres carajos lo que nosotros pasamos, porque nuestro familiar robó. Como a nadie le importa, los policías te golpean sin problema, sentís que te tratan como lo peor de la sociedad. Nuestros derechos son vulnerados, pero lo que siente la gente es que estamos recibiendo nuestro merecido”.